Philipp Meyer. Foto: Archivo

Traducción de Eduardo Iriarte Goñi. Random House. Barcelona, 2015. 592 páginas, 20,90€. Ebook: 12,99€

Las malas novelas históricas -es decir, la mayoría de las novelas del género- son malas exactamente por lo mismo: atiborradas de la habitual galería de granujas formada por malvados con certificado histórico, son banales dramas de época predeterminados en sus epifanías y tan insufribles en su virtud como un adolescente vegano. El pasado es el mero escenario de una alegoría moral con un desenlace inevitable. Los héroes pueden ir vestidos con miriñaque o bragueta, pero poseen lo último en rutilantes conciencias modernas. Por ejemplo, en vez de dispararle, el joven y rebelde tambor del Ejército descubre su afinidad con el esclavo fugitivo. Se dispone a los lectores para que se sientan superiores a sus antepasados, y, así, piensen que ellos no habrían sido confederados, ni nazis, ni fariseos, ni cananeos, ni falangistas, ni visigodos, etcétera. Y, efectivamente, nosotros no habríamos ido por ahí pavoneándonos con una bragueta.



El hijo, la magistral segunda novela de Philipp Meyer, es una epopeya del sudoeste estadounidense que representa una alternativa sombríamente estimulante a esa clase de paparruchas históricas. Al igual que Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, concede al pasado, a su otredad y a sus personajes la dignidad de andar a trompicones por el mundo tal como fue. Sus protagonistas no son trasposiciones heroicas del presente disfrazadas con ropas de ante y taparrabos. Son almas perdidas contumaces, codiciosas y a menudo homicidas, que se abren paso a tientas a través de los siglos XIX y XX desde las terribles experiencias de la frontera hasta los más recientes absurdos de la cultura de la fama.



El progenitor -y el más vívido de los personajes- de esta saga familiar multigeneracional que abarca desde el año 1836 hasta 2012, es el coronel Eli McCullough, que vivirá para ser un añejo (o, en su caso, positivamente vetusto) centenario. Nacido en Bastrop, en territorio indio, el mismo día en que Texas se convirtió en república, creció deprisa en la frontera, una fuente precoz de sabiduría vital: "Los lobos corren con las orgullosas colas en alto, mientras que los coyotes las meten entre las patas como perros abroncados". Sabe lo suficiente como para envolver las balas con ante engrasado en vez de con algodón.



McCullough apenas ha dejado de usar pantalones cortos cuando se convierte en un asesino que practica la igualdad de oportunidades. Mata comanches cuando defiende a su familia durante un ataque; blancos cuando hace incursiones con los comanches después de haber sido raptado; y de nuevo comanches cuando regresa, en cierto modo a regañadientes, al mundo de los blancos y se convierte en un ranger de Texas. Como dijo una vez el novelista ruso Mijaíl Zóschenko refiriéndose a la humanidad en general, Eli McCullough "es de una madera excelente y vive con ardor la clase de vida que se vive en su momento".



En esta manera de ver las cosas hay una imparcialidad cómica, aun a costa de las personas queridas. "Vi un cuerpo con los pechos mutilados y envuelto en sus intestinos. Supe que era mi hermana, aunque ya no se parecía a ella". McCullough parece aliviado cuando los comanches liquidan por fin a su filosófico hermano, que, en su cautiverio, tiene la desafortunada tendencia a balbucear sobre Harvard y Emerson, desnudo y atado a lomos de un caballo. "Ser incomprendido es el destino de un hombre como yo", dice a sus captores. "Goethe, por si quieren saberlo".



El joven Eli triunfa como indio. Aunque su vida empieza en cautividad, como esclavo de las mujeres obligado a raspar pellejos de búfalo todo el santo día, poco a poco va ascendiendo en el aprecio de la tribu. Perfecciona su habilidad en el uso del arco y las flechas mientras cabalga al ataque, arranca cabelleras tanto de blancos como de nativos, y aprende que a las jóvenes comanches les gusta "copular" bajo las pieles de oso en las largas noches de invierno mientras sus hombres están fuera guerreando. ¿Qué joven entre nosotros preferiría, aun hoy en día, estar en el colegio dedicado a leer ensayos de Emerson, pudiendo tener una vida tan trascendental en plena naturaleza?



Si lo interpretase Kevin Costner en la versión cinematográfica de sus aventuras, McCullough aparecería convertido en un auténtico indio y aprendiendo una reconfortante lección de vida sobre los valores aborígenes que lo habría acompañado durante sus deprimentes años de regreso entre los de su raza. Pero una de las muchas cualidades de El hijo es que rara vez transita por caminos trillados. Ninguna cultura, ni siquiera la de los nobles salvajes de las llanuras, se revela poseedora de un monopolio genético sobre la virtud. Tosawi, el mentor comanche de McCullough, le dice: "Uno solo se hace rico cogiendo cosas de otros". Y, al final, Eli asentirá: "Vi con claridad que las vidas de los ricos y famosos no eran tan diferentes de las de los comanches: hacías lo que te parecía y no preguntabas a nadie".



En el Texas que construyen -o, más exactamente, roban- los McCullough, el robo se camufla de propiedad. Esa es la sucia verdad en torno a la cual gira esta novela. Con el tiempo, Eli McCullough acumula riqueza y poder, primero con el ganado y luego con el petróleo, aunque eso suponga quedarse con la propiedad de su vecino. "Así es como los García consiguieron la tierra: expulsando a los indios", dice a modo de justificación, "y así es como la conseguimos nosotros. Algún día será así como nos la quitarán".



El Coronel, como se le conoce, hace gala de la energía y la cautivadora falta de escrúpulos con las que se ha hecho más de una fortuna en Estados Unidos. Exalta el dominio de la fuerza. "Los hombres han nacido para ser gobernados", sentencia. Practica la flexibilidad ética que tradicionalmente ha prestado sus valiosos servicios al ambicioso texano. Sus ideas no lo predisponen a favor de los abolicionistas, los mexicanos, los blancos, los yanquis, los rivales en los negocios, los caballeros de las plantaciones o, en particular, su hijo Peter, al que no puede soportar.



Peter McCullough es la instancia moral suprema de su modesto mundo, y, por ello, todos lo menosprecian como débil. Se lamenta de que su padre "no tiene gran respeto por los mexicanos y, sin embargo, ellos están dispuestos a morir por él. Yo, por el contrario, me considero su aliado... y ellos me desprecian". Se enamora de una descendiente de la familia cuyas tierras se han quedado los McCullough, abandona a su mujer y se marcha presuroso a Guadalajara en pos del objeto de su amor, autoexiliándose para siempre de su codicioso clan.



Su nieta Jeannie, cuya historia se teje en la novela hasta el siglo XXI, empieza siendo un prodigio de la vida ranchera, capaz de "derribar un animal por el flanco o la cabeza tan bien como sus hermanos". Se preocupa por los coyotes que observan a sus terneros, por los molinos que necesitan cajas de engranajes o por las barras de succión inspeccionadas. Más adelante, se hace cargo del negocio petrolero de la familia y se obsesiona con qué operarios de perforación deberían contratar y qué campos deberían perforar.



En su vejez vive sola en la mansión familiar, abandonada por sus hijos, incapaz de inculcar a sus nietos el amor por la vida en el rancho. Sus actitudes son idénticas a las de su abuelo, el Coronel, al que recuerda disparando a las serpientes en el patio de tierra. "Los fuertes tomaban de los débiles. Solo los débiles no lo creían así", recuerda. Es la clase de enérgica matrona republicana cuyas opiniones conservadoras rara vez merecen una puesta en escena matizada en la literatura estadounidense.



Cuando la obra llega a su fin, Philipp Meyer ha demostrado que es capaz de escribir una novela comercial de alto nivel llena de placeres ordinarios: historias de amor imposibles, sexo ilícito, peleas entre padres e hijos, la infelicidad de los ricos, la corrupción de los pobres. (Se podría haber llamado Lo que el petróleo se llevó). Pero estas cualidades para delicia de las masas no deberían distraer del tratamiento spengleriano que hace el autor del imperio estadounidense en su rama sudoccidental. Solo en las más grandes novelas históricas llegamos a sentir tanto la distancia del pasado como nuestra probable complicidad con los pecados de una era anterior del mismo modo que si hubiésemos formado parte de ella. A esta categoría se añade ahora El hijo.



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