El debutante Daniel Jiménez aborda el fracaso y la drogodependencia desde la autoficción en Cocaína, Premio Dos Passos a la Primera Novela
Hay dos maneras de entrar en el mundillo literario: respetando los cauces y las convenciones del establishment o saltándose los peajes, desde la subversión y la marginalidad. A Daniel Jiménez (Madrid, 1981) le interesa muchísimo el tema y cada vez que se enamora de un autor acude veloz a estudiar sus primeras obras y las circunstancias que rodearon su publicación. No obstante, él acaba de entrar en el circuito por un cauce convencional que a veces descubre talentos no convencionales: ganando un concurso. Se trata de la segunda edición del Premio Dos Passos a la Primera Novela, que conlleva una dotación en metálico de 12.000 euros y ser representado por la agencia literaria que lo convoca.
El libro se titula Cocaína, tiene forma de diario, narrador en segunda persona y es semiautobiográfico. Su protagonista es un cocainómano y escritor en ciernes afectado hasta lo más profundo de su psique por el suicidio de su hermana, y teme seguir inevitablemente el mismo camino que ella. La novela está llena de reflexiones metaliterarias, acidez y mucha ironía, sobre todo en lo referente a otros escritores. Entre las referencias figuran en un pedestal autores como Bolaño, Bryce Echenique y Foster Wallace. En el polo opuesto, pero con una contradictoria relación de odio-respeto, sitúa al "señor Pérez Reverte que estás en los cielos y amén". También aparece "el tirano" Juan Soto Ivars, como autor joven exitoso y centrado, posible modelo a seguir. Pero el Daniel de la novela se pasa todo el santo día esnifando y despotricando del mundo y sobre todo de sí mismo. Ahogado por la adicción a la cocaína y a su infeliz vocación literaria, intenta, sin mucha determinación, salir del agujero.
Pregunta.- Cocaína es su debut, pero supongo que no es la primera obra que escribe.
Respuesta.- Hace cinco años acabé la primera novela que escribí, que tenía ciertas semejanzas con esta, pero era todo muy ecléctico y fragmentario. Era una amalgama de textos muy pobres. Estaba muy emocionado por haber sido capaz de darle forma, pero cuando la di a leer a varias personas -entre ellas Soto Ivars, y creo que, con muy buen criterio, no la leyó-, el feedback fue nulo y enseguida la di por muerta. Luego me puse con otra novela con un centenar de personajes y la he reconvertido en un libro de cuentos. Tenía a medias este diario, un género que permite más riesgo y jugar con otros géneros, y con ocasión del premio unifiqué estilos, personajes e historias y desde esa distancia surgió la segunda persona, para darle ese extrañamiento entre narrador-autor y narrador-protagonista.
P.- ¿El juego con los géneros y las convenciones es algo buscado o natural?
R.- Al principio intentas imitar lo que te ha gustado de otros autores y que para ti ha sido rompedor. Con Cocaína sí he tenido cierta voluntad de jugar con los clichés y desmontarlos con ironía. Hay cierta parodia metaliteraria del oficio del escritor, del joven escritor que está obsesionado con entrar en el mundillo literario rompiendo moldes y llamando la atención porque está al margen del establishment y se siente muy resentido. Frente a este camino, está el que eligen otros escritores más sensatos, que se hacen un hueco con una novela correcta y estándar.
P.- Pregunta obligada: ¿es autobiográfica?
R.- Empiezo a escribir esta novela como un diario de ciertas inquietudes y acontecimientos que sí son reales, pero llega un momento en el que me doy cuenta de que he creado un personaje, que el Daniel de la novela ya no es el Daniel real y empieza a moverse por su cuenta, a hablar de esta manera tan políticamente incorrecta y a desfasarse tanto en sus comentarios como en su día a día. Yo en ese punto me desligo de él y dejo que el personaje sea como quiere ser. Entonces decido llevarlo al extremo y exaltar su visión ácida y perturbadora del mundo.
P.- El protagonista se pregunta todo el tiempo para qué sirve la literatura. ¿Ha encontrado el autor alguna respuesta convincente?
R.- Es una ironía total eso de que la literatura no sirve para nada. Sirve para muchísimas cosas: para darnos cuenta de quiénes somos y hacia dónde queremos ir; es una droga, una pérdida de tiempo, una lucha contra nosotros mismos, una conversación con personas más inteligentes, con personas que no conocemos... Hay un catálogo de usos maravillosos de la literatura y algunos parecen lugares comunes pero no lo son. El protagonista de la novela menciona los acontecimientos de la actualidad que ve en las noticias, pero para él sigue siendo más importante la obsesión por la literatura para llegar al conocimiento profundo de sí mismo y de su posición en el mundo y poder trascenderla.
P.- El consumo de cocaína es, según los datos que salen de vez en cuando sobre la cantidad de dinero que mueve, está más extendido de lo que la sociedad está dispuesta a admitir. ¿Su novela quiere señalar y poner encima de la mesa este tabú?
R.- Una vez hice un reportaje sobre el consumo de drogas y los médicos me hablaron de la socialización de la droga, de su normalización en ciertos contextos y ambientes. Creo que ahora hay varias posturas al respecto. El consumo lúdico, que parece menos dañino, es el que ha aumentado entre la juventud, en mi generación e incluso mayores, que siguen comportándose los fines de semana como si tuvieran veinte años. También influye la baja calidad del producto, porque si fuera cocaína pura lo que esnifamos estaríamos mucho más locos y perdidos. Como dice el narrador, es una mezcla de medicamentos, siempre duda de lo que le da el camello pero lo esnifa igual. En la novela no hablo del efecto destructivo de la droga en ambientes desestructurados y problemáticos. Eso lo dejo para los análisis sociológicos. Yo juego en la novela con la vertiente literaria del fenómeno.
P.- Aparte de la drogadicción y el fracaso, el suicidio es el otro gran asunto de la novela y un final bastante frecuente en literatos atormentados.
R.- Ha habido tropecientos mil escritores suicidas. Muchas veces va unido al concepto de literatura que tienen muchos escritores y también mi personaje, que es llegar a lo más profundo de uno mismo. Y cuando llegas a ese abismo interior te puedes dar cuenta de que nada sirve para nada y que la literatura ha podido hacerte más daño que beneficio. Camus dijo que el verdadero problema filosófico era el suicidio, esa indagación tan exhaustiva en el yo puede llevarte a perder la noción de la realidad. Además, el suicidio es otro tema tabú, igual que las drogas. Cuando estaba escribiendo la novela, un psiquiatra me dijo que había 4.000 suicidios al mes en España. Esas personas nunca tienen una portada en ningún sitio porque nos enfrentan cara a cara con el deseo de morir. Y eso queremos mantenerlo alejado de nosotros.
P.- Bolaño es el autor que más nombra en el libro. ¿Es también el que más admira?
R.- Bolaño cambió mi percepción respecto a la literatura y al modo en el que entrar en ella: silenciosamente o como un elefante en una cacharrería. Él lo consiguió de la segunda manera y nos demostró que es mejor así: intentando desestabilizar lo que se ha construido anteriormente. Cuando las aguas se estancan es necesario que alguien meta el pie y remueva. Siendo más joven caí completamente a los pies de Bolaño. Ahora se me ha pasado un poco, he ido encontrando a otros escritores que me han hecho efrentarme al fenómeno literario y creativo desde otras posiciones. Pero mi obsesión por ser escritor tiene su origen en la fiereza de Bolaño y esa postura aguerrida de un guerrero que va a la batalla con cada palabra como si fuera la última.
P.- ¿Qué otros autores están entre sus favoritos?
R.- Soy muy mitómano, es algo que se me escapa de las manos. De repente me hago fan de un autor y lo devoro de arriba abajo y esto me imposibilita centrarme en otros libros y estilos. El último ha sido Emmanuel Carrère, después de leer Limónov. Había leído El adversario, De vidas ajenas, Una novela rusa... Pero Limónov es un libro inmenso. Carrère tiene una enorme capacidad para meterse en las tramas y salirse de ellas, de expandir los géneros, con una escritura sobria que parece sencilla. Aunque luego con El reino he sacado a Carrère de mi pedestal para airear la mente. En él suelo colocar a escritores contemporáneos, me gusta que sigan escribiendo, que puedas escuchar entrevistas, ir a las primeras novelas que escriben. Los conoces cuando ya son grandes, pero yo siempre voy a las primeras novelas para ver cómo empezaron. Lo he hecho con Perec, con Barnes, con Coetzee, porque me obsesionaba ver qué primera novela iba a hacer yo. Me ha costado mucho adquirir una voz propia.
P.- ¿Cree que ha encontrado su voz definitiva?
R.- Este libro necesitaba un estilo así, una prosa que fluye y que refleja esa verborrea, ese frenesí de pensamiento y palabra del protagonista. También es la escritura consciente de un autor con muchas influencias, pero sin embargo creo que he adquirido cierta personalidad reconocible.
P.- En el libro menciona a una generación que lo ha leído todo de Kerouac, Carver y Bukowski, pero nada de Bolaño, Casavella o Foster Wallace ("tríada de ídolos posmodernos que uno podría pensar que debido a sus méritos habían logrado que los jóvenes escritores dejaran de lado el realismo sucio y la generación beat"). ¿Hay mucho postureo en esa actitud que critica?
R.- Es un hándicap que tienen muchos lectores. Se forman un altar en torno a tres o cuatro escritores que ya están demasiado trillados y no quieren salir de ahí porque se encuentran cómodos. Eso evidencia que la gente no lee y muchos de los que sí lo hacen consideran la lectura un entretenimiento más. Lo ideal sería que al leer a ciertos escritores les entraran más ganas de leer. Lo importante es que un escritor te lleve a otro. Si un autor no te conmueve, no te perturba, no te obliga a hacerte preguntas, a ir a otro libro y seguir leyendo, ese escritor no merece la pena.
P.- Hay una escena en la que el protagonista se ensaña escribiendo lo que piensa de Pérez Reverte, pero al final se pasa la noche entera enganchado a uno de sus libros.
R.- Es lo que el personaje del libro siente hacia el establishment literario. Como los escritores bárbaros me gustaría cagarme y mearme en sus libros, pero tienes que tener cierto respeto hacia la literatura que han hecho ciertos escritores con los que no tienes afinidades. Más adelante, el Daniel de la novela también habla de Alberto Olmos, de José Ángel Mañas, de Ray Loriga y Agustín Fernández Mallo, que fueron referentes en su momento y han escrito buenos libros, así que no los vamos a barrer de un plumazo.
P.- ¿Tampoco comulga con ellos?
R.- Hay algunos libros de estos autores, pertenecientes a una generación anterior a la mía, que fueron fundamentales para mi formación como lector. Tokio ya no nos quiere y El hombre que inventó Manhattan, de Loriga, y Trenes hacia Tokio y A bordo del naufragio, de Olmos, son libros que me han influido y me han hecho pensar: "Valoro vuestro esfuerzo, pero no es lo que quiero hacer yo. ¿Y qué quiero hacer yo? Pues no lo sé". La literatura es una lucha entre generaciones. Es una frase muy buena, pero ni siquiera es mía, la leí en algún libro.
P.- ¿Qué será lo próximo?
R.- Tengo otra novela que va en la misma línea que esta, pero estoy en esa fase en la que sientes más desencanto hacia ella que pasión. Está muy avanzada, llevo más de 200 páginas, pero estoy atascado. Además, desde que me dieron el premio sentarme a escribir me genera más ansiedad que paz y la he dejado un poco de lado. Creo que lo que haré será corregir la colección de cuentos, dejar que pase un tiempo prudencial y un buen día retomarla para ver si merecía la pena. En ella vuelvo a jugar con Daniel como personaje desligado de mí y de mi experiencia, pero con el que comparto muchas cosas. Vuelve a haber drogas y camellos, pero en esta novela la influencia más clara es la de Carrère. Me obnubiló tanto su poderío y su estilo que me dije: voy a imitarlo. Por eso, entre otras razones, me he quedado estancado. Seguiré escribiendo con el mismo descaro y la misma procacidad. Pero siento que la libertad que yo tenía cuando estaba sentado en mi habitación sin un lector claro se me ha limitado un poco. Pienso: si he ganado un premio con mi primera novela, ¡a ver qué mierda hago con la segunda!