Marsh confiesa que evita ver a sus pacientes la mañana antes de la operación. Foto: Tom Pilson
Cuando era un médico joven que empezaba a trabajar, Henry Marsh (Oxford, 1950) vio a un neurocirujano operándole a una mujer el cerebro, en busca de un peligroso aneurisma que podía romperse y matarla. Esta clase de operación -que se llevaba a cabo en el interior de la cabeza del paciente, a varios centímetros de profundidad- era peligrosa y a menudo se la comparaba, como escribe el autor en su fascinante autobiografía, con la desactivación de una bomba, "aunque el valor que se necesita es de una clase diferente, ya que lo que está en juego es la vida del paciente, no la del cirujano".Primero estaba "la búsqueda", en la que el cirujano acechaba a su presa en las profundidades del cerebro, y luego "el clímax, cuando encontraba el aneurisma, lo atrapaba, lo eliminaba con una reluciente pinza de titanio cerrada con un muelle, y salvaba así la vida del paciente". Y más que con eso, prosigue Marsh, "la operación tenía que ver con el cerebro, el misterioso sustrato de todo pensamiento y sentimiento, de todo lo que era importante en la vida humana (misterio que se me antojaba tan grande como las estrellas por la noche y el universo que nos rodeaba). La operación era elegante, delicada, peligrosa y estaba llena de profundo significado. ¿Qué podía ser mejor, pensé, que ser neurocirujano?".
Marsh se convertiría en uno de los más destacados neurocirujanos de Gran Bretaña y, en este audaz libro, Ante todo, no hagas daño, nos ofrece una visión de su vocación extraordinariamente íntima, compasiva y, en ocasiones, aterradora. Escribe con una fuerza y una franqueza poco habituales. Y aunque su libro podría perturbar a los lectores (hay tantas cosas que pueden ir mal en el cerebro, tantas cosas que pueden torcerse en un hospital), al mismo tiempo les brindará una aguda percepción de las maravillas del cuerpo humano y hará que se sientan agradecidos porque existan cirujanos como Marsh que usen su experiencia, obtenida con gran esfuerzo, para salvar y enderezar vidas.
Cuando era más joven, recuerda Marsh, experimentaba una "euforia intensa" después de una operación que culminaba con éxito; se sentía, explica, "como un general victorioso" tras haber evitado el desastre y salvado al paciente: "Era un sentimiento intenso y profundo que sospecho que pocas personas, aparte de los cirujanos, llegan a experimentar". Pero puntualiza que, aunque ha hecho muy felices a muchos pacientes con operaciones que salieron bien, también ha sufrido "muchos fracasos terribles", y que "la vida de la mayoría de los neurocirujanos está salpicada de periodos de desesperación profunda".
Marsh enumera con sinceridad una lista de "desastres" en este libro; lápidas de "ese cementerio que el cirujano francés Leriche dijo en una ocasión que todos los cirujanos llevan dentro". Una mujer quedó paralizada casi por completo porque Marsh no dio importancia a los signos iniciales de una infección postoperatoria. Otro paciente salió bien de una operación de la glándula pituitaria, pero al cabo de unos días, sufrió un ictus debilitador que lo dejó "completamente privado del lenguaje". Una niña ucraniana de 11 años con un enorme tumor en la base del cerebro, que sufrió un ictus grave tras una segunda operación, volvió a su casa más discapacitada que cuando salió de ella y murió 18 meses después.
Estas historias ponen de relieve la función que desempeñan en la medicina la mala suerte y los errores garrafales, que provocan las tan temidas "complicaciones". Un componente de un equipo quirúrgico puede funcionar mal; puede ocurrir que un tumor esté muy pegado al cerebro y sea imposible extirparlo por completo; se puede tomar una mala decisión (incluso la de si operar o no); una vena puede rasgarse e inundar el cerebro de sangre, con lo que lo oculta todo y obliga al cirujano a operar "calculando a ciegas, como un piloto perdido dentro de una nube".
Un médico en prácticas, supervisado por un veterano como Marsh, también puede fastidiar un procedimiento ordinario: "Una de las verdades dolorosas de la neurocirugía es que, en los casos que son muy difíciles, uno solo llega a ser bueno si practica muchísimo, pero ello conlleva cometer muchos errores al principio y dejar un rastro de pacientes lesionados".
Entre los dramas neuroquirúrgicos que contiene este libro, encontramos algunas escenas de humor negro que reflejan las absurdas situaciones que provoca la burocracia en el Servicio Nacional de Salud: no solo la escasez crónica de camas (que se traduce en largas esperas y frenéticos malabarismos con la planificación de las intervenciones), sino también lo que Marsh llama una "pérdida del espíritu de regimiento" y las reuniones ridículas, como una presentación de diapositivas de "un joven con experiencia en catering que me decía que debía tener empatía, mantener la concentración y sentirme tranquilo".
Marsh ofrece un relato visceral del terror y la ansiedad que a menudo experimenta antes de una operación complicada, y de la culpabilidad y la vergüenza que siente cuando las cosas salen mal ("el infierno de ver después al paciente destrozado cuando paso a planta" y sentirme "responsable de la catástrofe"). Describe el complejo cálculo del riesgo que conlleva la toma de decisiones: sopesar la posibilidad de salvar a los pacientes de un deterioro lento o un dolor constante, frente al peligro de agravar su situación; poner a un lado de la balanza la habilidad y la experiencia y, al otro, los riesgos de una operación que tal vez no resuelva el problema oculto.
Marsh también escribe sobre "el miedo a la fase quirúrgica" y su aversión a ver a los pacientes la mañana en que va a operarlos; "prefiero que nada me recuerde su humanidad y su temor, y no quiero que sospechen que yo también estoy angustiado".
Una vez que está en el quirófano y el paciente -en gran parte oculto tras los equipos de monitorización y los tubos de anestesia- se ha metamorfoseado del todo y "ha dejado de ser persona para convertirse en un objeto", explica, su propio estado mental sufre un cambio similar: "El terror ha desaparecido y ha sido sustituido por una concentración intensa y dichosa".
Pero, por mucho que Henry Marsh hable de la distancia que los médicos deben aprender a poner, el libro en sí mismo deja muy claro lo mucho que le importan al doctor los pacientes. Muchos de los momentos más difíciles que relata no tienen lugar en el quirófano, sino en conversaciones ocurridas antes o después de la operación; conversaciones en las que Marsh intenta encontrar un equilibrio entre el realismo, la necesidad de esperanza de los pacientes ("ese frágil rayo de luz en medio de tanta oscuridad") y su propio conocimiento de que "la muerte los acecha y yo intento ocultar, o al menos enmascarar, a la oscura figura que se acerca a ellos".