Traducción de Gerardo Di Masso Arpa. Barcelona, 2016. 400 páginas, 18'90€

Nuestras vidas están cada día más conectadas a las redes de información global. La tecnoutopía prometida por Silicon Valley, la tecnología al servicio de la humanidad, parece cada más cercana. El acceso a una educación de calidad es cada día más fácil a través de sitios web como la Khan Academy. El móvil permite que un agricultor valenciano pueda acceder a los mismos datos sobre las enfermedades de la naranja que un doctorando del MIT. La interconectividad es uno de los puntos fuertes de Internet. Permite establecer conexiones entre personas distintas y distantes.



Las ventajas del mundo en línea son evidentes. Sin embargo, esa misma red global que entre otra muchas cosas controla el tráfico aéreo, tiene también su lado obscuro. Con el comienzo de los ordenadores personales surgieron los primeros piratas informáticos. Como escribe Marc Goodman en su incisivo libro Los delitos del futuro (Ariel, 2015), Steve Jobs y Steve Wozniak vendían a los estudiantes de la Universidad de California unos artilugios llamados "cajas azules" para hacer llamadas gratis de larga distancia. De ahí salió el primer dinero para construir Apple. En 1986, dos hermanos paquistaníes infectaron con el virus Brain los PC de IBM. Amjad y Basit Farooq Alvi afirmaban que no se respetaban los derechos de autor de su virus y eso les cabreaba. El desarrollo tecnológico ha propiciado que los piratas informáticos se hayan vuelto más ingeniosos, más ambiciosos y más capaces de hacer daño. En 2008, un adolescente polaco de catorce años entró en el sistema de regulación de la circulación de tranvías de Lodz provocando varios choques con víctimas. El ciberespacio se ha ido poblando con hackers de muy diverso pelaje, multitud de agentes gubernamentales y sofisticadas mafias transnacionales dedicadas al cibercrimen que lo mismo clonan tarjetas de crédito, protegen la pederastia o se alían con los terroristas del Estado Islámico.



En este complejo mundo de Internet, los activistas sociales y políticos se han abierto a codazos un hueco en la primera fila de la influencia pública. Los hacktivistas han logrado conformar uno de los grupos más poderosos de todo el ciberespacio. Anonymous, LulzSec, Antisec, WikiLeaks, o el Ejercito Electrónico Sirio, entre otros, han lanzado ataques que han tenido una resonancia internacional. Personajes como Julian Assange, Chelsea -antes Bradley- Manning o Edward Snowden se han convertido en figuras de fama mundial. Sin embargo, existe un curioso e interesante grupo de hacktivistas que han elegido el anonimato. Sus integrantes deben permanecer ocultos o serán expulsados. No se admite liderazgo alguno y todos sus miembros están disueltos en un variado y complejo magma de actividades. Cuando sus líderes aparecen en público quedan ocultos por las máscaras de Guy Fawkes, el inglés católico que, en 1605, quiso asesinar al rey Jacobo I de Inglaterra y volar con pólvora el Parlamento.



Anonymous pretende ser una organización colectiva que lleva a cabo ataques informáticos para apoyar causas justas y sociales. Han respaldado a activistas en Tunez, Egipto y, en un ataque denominado "Operación Darknet", castigaron sitios web de pornografía infantil. El colectivo dejó sin conexión aquellas páginas web e hizo pública una lista de mil quinientos usuarios pedófilos. La revista Time colocó, en su número anual dedicado a los personajes del año, a Anonymous entre las cien personas más influyentes del mundo en 2012. Un año antes, los indignados acampados en la Puerta del Sol de Madrid proyectaron sobre uno de los edificios de la plaza la máscara de Guy Fawkes, el icono de lo que desde hace años se ha convertido en una marca.



Gabriella Coleman, alias "biella" en la red, es quien mejor ha articulado hasta la fecha lo que da título a este volumen: las mil caras de Anonymous y su compleja articulación de hackers, activistas, espías y bromistas. Nacida en 1973 en San Juan de Puerto Rico, se formó como antropóloga en las universidades de Columbia y Chicago y hoy es profesora en la prestigiosa universidad canadiense McGill.



Estas páginas tienen textura académica y escritura destinada al gran público. Están concebidas como una investigación de corte cualitativo, propia de la escuela clásica de antropología, pero a la vez la autora va narrando su propia peripecia autobiográfica. El objeto de estudio ya no es una tribu perdida en una remota isla del Pacífico, sino un colectivo amplio, inestable y de difícil acceso autodenominado Anonymous. Todo empezó con una beca postdoctoral para indagar la estructura de la Iglesia de la Cienciología. En eso estaba Coleman cuando los cienciólogos lanzaron en 2008 un vídeo en el que Tom Cruise, su estrella más famosa, "personificaba la visión narcisista del mundo que tiene la Cienciología". Los geeks de Internet se indignaron ante lo que era una expresión superlativa de soberbia y los Anons, término para referirse a los miembros de Anonymous, se lanzaron al ataque.



Coleman quedó fascinada y desvió su investigación hacia lo que podría denominarse una forma de la cultura de la protesta. A partir de ahí comenzó a entrar con lentitud y habilidad en algo tan difuso como Anonymous. Poco a poco entró en contacto con unos y otros. Dedicando muchas horas a chatear fue entendiendo el laberinto en el que se había introducido. En 2010, los Anons protestaron contra el bloqueo bancario impuesto a WikiLeaks y alcanzaron fama global. La Primavera Árabe, el 15-M español, Occupy Wall Street o el ciberataque a la productora Sony tras la película The Interview, una parodia sobre la dictadura de Corea del Norte, hicieron de Anonymous un objeto de estudio cada vez más atractivo para una investigadora quizá demasiado implicada en su investigación.



Este volumen ofrece un intenso viaje en primera persona a través de una organización que hace del anonimato su primera regla, en abierto contraste con una época de selfies en la que el yo ha cobrado su máxima altura. Un trayecto que se inicia como una reacción contra la Cienciología, sigue con ataques a la cultura de la violación en Estados Unidos y en Canadá, lucha contra la censura y se implica en mil batallas. Un activismo que surge de las profundidades sórdidas del Internet de los geeks y del troleo para acabar luchando contra el cinismo y el famoseo con el que tantas personas tratan de protegerse hoy en día. Un activismo cuya presencia política y cultural no conviene minimizar. Más allá de las consideraciones éticas derivadas de la actividad de Anonymous, lo que aquí también queda claro es que la seguridad y la privacidad en Internet son realmente frágiles.