Rubén Darío, por Grau Santos
Padre del modernismo, volcánico y genial, Rubén Darío es cien años después de su muerte, el 6 de febrero de 1916, referencia obligada de la poesía de las dos orillas del español.
Dos poetas de dos generaciones distintas, José Manuel Caballero Bonald (1926) y José Luis Rey (1973) arrojan en El Cultural dos miradas bien distintas sobre el excelente poeta nicaragüense: si para Caballero Bonald, Rubén sigue siendo "un extraordinario director de orquestas verbales", pero también "un volcán apagado", Rey defiende su vigencia, pues sigue "vivo más allá de nuestro tiempo".
Del Modernismo y los volcanes apagados
Por José Manuel Caballero BonaldNo soy yo muy devoto de los cánones poéticos modernistas, al menos no comparto la mayoría de sus ornamentos y policromías. Hay algo ahí que me suena de pronto, quizá por algún defecto auditivo, a bisutería musical, a cortejo de los paladines. Ocurre además que las secuelas del modernismo suelen desmerecer de sus orígenes, lo que, aparte de una consecuencia obvia, es bastante significativo como diagnóstico. Pero ahí está, por descontado, Rubén Darío, una espléndida individualidad estética surgida de los mestizajes culturales sucesivamente generados en Hispanoamérica.
Rubén Darío asimiló, por un sistema natural de ósmosis, la pasión minuciosa de la nueva poesía de los parnasianos, importándola a Nicaragua y refundándola en lengua española, aunque sin perder de vista al romántico Victor Hugo o al simbolista Verlaine. Fue una fusión magnífica y, como bien se sabe, una reacción contra las ya onerosas persistencias románticas. El parnasianismo propugnaba la preeminencia formal del poema, el prestigio de su construcción verbal frente a los recursos argumentales, aproximándose así de algún modo al simbolismo y a las mejores pautas de la poesía del siglo XX. Una operación impecable, si se piensa en las dotes expresivas de Darío.
La versión española de ese vertebral movimiento sólo alcanzó logros discontinuos. O no llegó a fructificar con eficiencia más que en contadas pero eminentes ocasiones. Sus mejores ejemplos, todos ellos contemporáneos de Darío, fueron posiblemente Leopoldo Lugones, José Martí, Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva, aparte de Valle-Inclán y de esa especie de intimismo modernista del primer Juan Ramón Jiménez y el primer Antonio Machado. Todos ellos se ejercitan en la formulación estérica propuesta por los parnasianos a través de Darío, sin desentenderse de alguna que otra apetencia por las arpas cubiertas de polvo. Con los años fueron apareciendo no pocos paradigmas y algún que otro intrusismo.
Se ha dicho tantas veces que no importa reiterarlo: la personalidad de Darío marca un fin de trayecto y un punto de partida en el recorrido histórico de la poesía española a partir de la aparición de Azul (1888). Sus atribuciones alcanzaron una inusitada notoriedad y se propagaron incluso por donde menos se pensaba. Pero ¿esa incontable tropa de prosélitos, discípulos, partidarios, contribuyeron realmente a la vigencia estética de un credo que era, más que una avanzada triunfante, la contraofensiva contra una precedente saturación de conceptos? Es una norma irrebatible que cada tendencia artística reclama un cambio regenerativo por agotamiento de la anterior.
El pensamiento modernista tiene mucho de volcán apagado o, al menos, de volcán que recupera de vez en cuando una cierta actividad para volver enseguida a su estado de durmiente. Entre nosotros se han producido repuntes alentadores, vagas tentativas de recuperación, pero no han supuesto más que amagos. Tengo la impresión de que, al contrario de lo que sucede -por ejemplo- con el romanticismo, el simbolismo o el surrealismo, la capacidad de resistencia al paso del tiempo del modernismo es bastante deficiente.
Releer los libros poéticos capitales de Darío al siglo justo de su muerte es una experiencia sumamente didáctica. Con frecuencia gozosa, encuentra el lector marcas de manifiesta excelencia, pero también pasajes de más que prevista inclinación al lenguaje envejecido del liróforo. En cualquier caso, Darío es un gran poeta, un magnífico innovador, un extraordinario director de orquestas verbales. Un volcán apagado.
Cien años de música
Por José Luis ReyCuando Juan Ramón Jiménez cruzaba el Atlántico para casarse con Zenobia en Nueva York, en 1916, escuchó por la radio la noticia de la muerte de Rubén Darío. Mucho le debía Juan Ramón, al igual que Machado, a Rubén. Mucho le seguiría debiendo la poesía española, desde el 27 a los Novísimos, pasando por Blas de Otero, Caballero Bonald o García Baena, al gran inventor de la poesía moderna. Él mismo aclaró con plena ironía, ante el miedo de resultar anticuado en el porvernir, lo que significaban papemor y bulbules. Aves raras. Y el triunfo de un ave rara que se convirtió en águila imperial fue su poesía. Lo extraño, lo insólito, acabó convirtiéndose en canónico. Y acaso llegó a intuir que el paso del tiempo no haría más que confirmar su predilección por la brillantez del lenguaje: hoy celebramos sus cien años de música. Para mí, desde mi adolescencia, fue siempre un maestro definitivo. En mi reciente ensayo titulado Los eruditos tienen miedo. Espíritu y lenguaje en poesía (La Isla de Siltolá) lo incluyo entre los primeros puestos de mi canon personal. Estoy convencido de que Darío y Góngora, junto a Juan Ramón, son los primeros poetas que ha de leer el adolescente de habla española interesado por la poesía.
La explosión, el punto cero, el big bang de todo nuestro universo lírico contemporáneo está en Rubén Darío. Porque él fue y seguirá siendo un músico moral. Nos hizo ver que no hay mayor moral que la música, ni mayor compromiso con el hombre que concederle un reino de inmensa belleza construido gracias a la palabra. Rubén, aunque en ocasiones pueda parecerlo, no es un poeta exterior. También él va por dentro. Su música nos conmueve en lo más hondo. ¿Dichoso el árbol que es apenas sensitivo? ¡Dichoso quien lee y descubre a Darío a los catorce años! Porque ya nunca se apartará de una lección estética tan grande que acaba siendo ética: entregar la vida a la poesía como a una religión. Y prometer la salvación moral: Mi intelecto libré de pensar bajo./ Bañó el agua castalia el alma mía... Cuánta falta nos hará siempre Rubén. En mi generación a pocos he oído hablar de él: lo creen superado, tal vez antiguo. Pero él es más moderno que ellos. Príncipe del lenguaje, en su voz nunca dejó de soplar también el espíritu. Sus poemas son epifanías, llamaradas del espíritu encarnando en alto verbo. Un mago es siempre un moralista musical, un iniciador del camino del Arte como Vida. ¿Llevamos puesta la coraza para empezar la divina pelea? Porque la música no acaba sino con la vida.
Del mismo modo que el hechizo adolescente al que entregamos nuestra existencia, hechizo descubierto gracias a Rubén y que llamamos poesía, no acabará sino con la muerte. Yo no sé si hoy se lee más o menos a Rubén. La turba pseudopoética de Internet no parece que lo haya leído mucho. Porque quien lee y aprende de Darío ha de ser muy exigente después consigo mismo. No vale cualquier cosa. Estamos aquí después del Sol y un rayito en invierno puede ser algo alegre, pero calentará poco. Rey Sol, Rubén. Para muchos de nosotros seguirá vivo más allá de nuestro tiempo. Alegrémonos de que la lengua española haya podido dar cimas como él, en las que poesía y vida se funden para que adolescentes futuros comprendan la razón de su existir y para que siempre bufe el eunuco.
- Lee aquí una selección de poemas de Rubén Darío