Las masas del franquismo se manifestaron para denunciar el "contubernio"

XXVIII Premio Comillas. Tusquets. Barcelona, 2016. 480 páginas, 22'90€, Ebook: 12'34€

Aquel puñado de españoles, venidos del exilio y del interior, representativos de todas las corrientes de la democracia liberal, que se reunieron en Múnich en junio de 1962, no vieron cumplido su deseo de iniciar una transición a la democracia, que no se produciría hasta quince años después, demasiado tarde para que ninguno de ellos pudiera jugar en ella un papel protagonista. No estaban allí ni los comunistas, que no fueron invitados, ni aquellos que hasta el final fueron fieles al régimen de Franco, pero había suficientes representantes de las dos Españas de los años treinta, desde José María Gil Robles hasta Rodolfo Llopis, por entonces secretario general del PSOE, como para que aquel encuentro, se convirtiera en el símbolo de esa reconciliación que haría posible el gran consenso de 1978. No fueron los padres de la democracia, pero sí sus profetas.



La historia de lo que los medios franquistas denostaron como el "Contubernio de Munich", una denominación despectiva que la historia ha consagrado en positivo, ha sido contada varias veces pero quizá sea poco conocida por las jóvenes generaciones, por lo que vale la pena volver sobre ella, sobre todo en estos tiempos en que las diferencias partidistas, en sí mismas legítimas, hacen tan difícil lograr los acuerdos necesarios para la regeneración económica, social y política de España. Jordi Amat (Barcelona, 1978), destacado historiador de la vida intelectual española de la segunda mitad del siglo XX, lo hace desde una perspectiva original, que no se centra en el episodio de Múnich en sí mismo, sino en todo el entorno cultural y político que lo precedió y lo siguió, evocando, a partir de fuentes inéditas o poco conocidas, algunas páginas sugestivas de nuestra prehistoria democrática. Por sus páginas desfilan personajes como José Luis Aranguren, José Bergamín, Josep Maria Castellet, Manuel de Irujo, Pedro Laín Entralgo, Salvador de Madariaga, Marià Manent o Enrique Tierno Galván.



Sus dos grandes protagonistas son sin embargo dos personajes de trayectorias políticas contrapuestas que acabaron por confluir en una misma convicción democrática. El uno, Dionisio Ridruejo, todo un icono de nuestra cultura democrática, a pesar de su procedencia falangista, cuya tardía llegada a la reunión de Múnich, tras haber atravesado clandestinamente los Pirineos, recordaba así uno de los presentes, el escritor catalán Marià Manent: "Al vespre mentre sopàvem, arriba Ridruejo amb els tres companys que van passar amb ell, a peu, la frontera española. S'els fa una ovació inolvidable". El otro, Julián Gorkin, un intelectual y político casi enteramente olvidado y a veces vilipendiado, entre otros por el gran hispanista Paul Preston, quien al pedirle Jordi Amat su opinión sobre el personaje, la resumió en un insulto malsonante. Ese joven admirador de la revolución bolchevique, que cambió sus muy españoles apellidos Gómez García por ese Gorkin de sonoridad rusa y andando el tiempo se convertiría en activo anticomunista, no fue, a diferencia de Ridruejo, un escritor brillante y no parece haber dejado tras de sí ningún texto memorable, además de haber estado al parecer aquejado de una vanidad cercana a la megalomanía. Pero Amat observa con razón que bien merece ser recordado, pues en pocas biografías se enlazan tanto la historia intelectual española con la universal del siglo XX.



En realidad el gran pecado que enturbia la memoria de Gorkin es el de su anticomunismo contaminado por el apoyo de la CIA, equivalente funcional en la mentalidad actual de izquierdas de lo que la ascendencia judía era en la España del siglo XVI. Miembro en España de ese partido comunista disidente que fue el POUM, Gorkin entró en el exilio en contacto con exponentes de la izquierda antiestalinista y ello le llevó a incorporarse al Congreso por la Libertad de la Cultura, una asociación internacional de intelectuales fundada en 1950 para defender en el plano cultural los valores occidentales.



Y con ello entramos en un tema, secundario pero polémico, que aparece a menudo en las páginas de La primavera de Múnich, porque en los primeros años sesenta el Congreso por la Libertad de la Cultura financió algunas actividades en las que participaron varios de los protagonistas del libro y a partir de 1966 se vino a saber que a su vez había recibido en sus orígenes financiación de fundaciones vinculadas a la CIA. Con la falta de sutileza que suele darse en estos casos no es extraño que algunos concluyeran que el Congreso había sido "una operación encubierta de la CIA", aunque algo sorprende encontrarse esa afirmación en la contraportada del libro de Amat, que es bastante más matizado.



En los años sesenta la financiación venía de la Fundación Ford y las escasas pero interesantes actividades culturales que en España recibieron ayuda del Congreso no pueden interpretarse en clave de guerra fría. Lo cual no evitó que Pablo Martí Zaro, responsable de la Sociedad Anónima Seminarios y Ediciones, que fue en España la receptora de las ayudas del Congreso, terminara por verse marginado.



Una de las actividades más relevantes apoyadas por el Congreso fueron los dos Coloquios Cataluña-Castilla, celebrados en 1964 y 1965, el primero en Barcelona y el segundo en Toledo, en los que destacados intelectuales procedentes del resto de España, como Aranguren, Ridruejo, Tierno Galván, Julio Caro Baroja y José Antonio Maravall debatieron las reivindicaciones catalanistas con Fèlix Millet, Josep Benet o un entonces muy joven Ernest Lluch. Manent resumió así lo ocurrido en Toledo: "Se han desvanecido peligrosos prejuicios, y los contactos humanos de estos tres días han aportado la promesa de un entendimiento". De nuevo, un anticipo del espíritu de la Transición.



Estamos pues ante un libro, de estructura quizá un poco dispersa, que evoca aspectos importantes y poco conocidos de nuestra historia, que muestran cómo el espíritu democrático de concordia y transacción, tan notoriamente ausente en los años treinta, se había abierto paso entre nuestros mejores intelectuales mucho antes de que la muerte del dictador abriera la posibilidad efectiva de un cambio. Liberales, democristianos, socialdemócratas y socialistas, nacionalistas catalanes y vascos que no renegaban de España y españoles de otras regiones dispuestos a aceptar la pluralidad cultural de España, sentaron las bases de la futura democracia en reuniones en las que pudieron contrastar sus puntos de vista. El encuentro entre Gil Robles y Llopis, representantes de los dos grandes partidos cuya mutua incomprensión tanto había contribuido al fracaso de la experiencia democrática republicana, fue particularmente significativo y por ello escandalizó sobremanera a los críticos del contubernio. "Como si los españoles no tuviésemos memoria…", apuntó el diario ABC. En realidad Llopis y Gil Robles sí la tenían y por ello querían superar los errores del pasado.



El espíritu democrático y la grandeza de miras no lo fueron sin embargo todo. Hubo también rencillas y ambiciones personales que dificultaron la consolidación de la oposición democrática semitolerada por la dictadura, que apenas consistía en algo más que un puñado de personalidades de carácter independiente. En su libro, Jordi Amat se muestra especialmente crítico respecto a "la alargada sombra de Tierno Galván" y en su día Ridruejo se refirió a "un clima de canibalismo moral que, para mayor tristeza, más bien parece vicio de los seudoamigos que de los enemigos frontales".