Truman Capote. Foto: Archivo

Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2016. 186 páginas, 16'90€, Ebook: 9'99€

Sócrates atribuía su sabiduría a un daimon o divinidad menor, que le inspiraba en sus indagaciones y disputas dialécticas. Truman Capote (Nueva Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984) también afirmaba que un "demonio interior" le poseía desde niño, instigándole a escribir. Hijo de una madre alcohólica e inestable, nunca conoció el arraigo de un domicilio fijo. Su infancia y su primera adolescencia se caracterizaron por una existencia nómada y traumática, semejante a la de Perry Smith, uno de los asesinos de A sangre fría (1966). Bajito, aniñado y frágil, la escritura le salvó de la locura que devastó la mente de su madre, pero no del alcohol y las drogas. Familiarizado con el sufrimiento desde niño, siempre se identificó con los personajes marginales: negros, pobres, desempleados, ancianos, enfermos. Su empatía hacia los parias se acentuó al tomar conciencia de su homosexualidad, una tendencia inaceptable en el Sur profundo, puritano y racista.



Capote había declarado muchas veces que su vocación literaria se manifestó a los ocho años y que a los once ya componía relatos, pero hasta ahora no habíamos podido comprobar que no mentía. Los relatos conservados en la New York Public Library en treinta y nueve cajas de cartón revelan que la precocidad del autor no era un mito, sino algo inauditamente real. Sus cuentos explican la sorprendente madurez de su primera novela, Otras voces, otros ámbitos (1948), publicada cuando sólo tenía veintitrés años. Como era previsible, los relatos no están a la altura de creaciones posteriores, pero ya destacan por su prosa limpia, poética, cuidadosamente elaborada, lejos de cualquier forma de afectación o retórica. En todos los cuentos palpita el miedo a la soledad y al abandono.



Capote, deslumbrante en los círculos sociales y literarios, nunca logró curar las heridas psíquicas de su niñez. Su madre quiso abortar y cuando deseaba divertirse, le encerraba en la habitación de un hotel, a veces con sólo dos años de edad. A los veinticuatro, parecía un niño de doce, con una voz aguda y estridente. Los catorce relatos recuperados rebosan ingenio, agudeza y vulnerabilidad. No pretende ser sincero, pues vive la tragedia de ser una niña atrapada en el cuerpo enclenque de un adolescente. Capote está en todos los relatos. Es el joven mendigo de "Los caminos se separan", humillado y maltratado. Es la niña que casi se ahoga en "La tienda del molino". Es la estudiante aplicada que roba a sus compañeras en "Hilda", llamando la atención de un modo autodestructivo. Es la pequeña Lillie en "La señorita Bellen Rankin", que hurta enormes cestas de flores para regalárselas a los niños negros. Es Grace, la adolescente abandonada por el hombre al que ama en "Si yo te olvidara".



"Sintió que tal vez había nacido para estar sola, lo mismo que alguna gente nace ciega o sorda", leemos en "La polilla en la llama". En otro lugar, Capote afirma que "la muerte es un amante grotesco". En "Esto es para Jamie" despunta una vez más el ansia de afecto de un niño desatendido. En "Lucy", una criada negra esboza el retrato ideal de una madre, con "una inteligencia natural" y "una profunda comprensión y compasión por todo lo existente". Las familias rotas, el suicidio y el escapismo circulan por el resto de los relatos.



Mediocre estudiante, Capote se identifica con la niña que fantasea con aventuras inverosímiles en "Donde el mundo comienza", huyendo de la rutina escolar. Relatos tempranos es una "plegaria atendida", el despegue de una vocación literaria perfilada como el único camino de salvación. No son cuentos perfectos, pero tampoco merecen ser rebajados a mera "arqueología". En cada página se aprecia la huella inconfundible de un escritor chispeante, seductor e hipersensible. Escribir es un don y una fatalidad, si el ingenio es hijo de la desdicha y la soledad. Al margen de la literatura, Capote sólo concibe un paraíso: el paisaje. Ya sea el del Sur, con colinas de hierba susurrantes, o el de los rascacielos, que resplandecen en la noche "como centinelas de un mundo antiguo". Su historia nos hace recordar una frase de Ernesto Sábato: "los dioses no escriben; la literatura es un vástago de la infelicidad".



@Rafael_Narbona