En los doce cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego, presentación ante el lector español de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) aunque en el mercado latinoamericano ya había publicado varios libros, parecen convocarse los trazos de lo que podríamos llamar literatura de terror. Ese terror, como dice el cliché, parece a veces incardinarse o derivarse de lo cotidiano. Otras veces, uno diría que para muchos personajes el terror se intuye en un primer momento preferible a lo cotidiano, que empieza a surgir en sus vidas como fórmula de escape o corrección frente a lo que una mirada restrictiva está dispuesta a considerar ‘realidad', sólo para acabar topando con otra realidad sórdida e intuida en duermevela que, por supuesto, remite a la primera en un bucle perturbador.
¿Y cuál es esa primera realidad? Por ejemplo, la historia argentina, en particular la que coincide con la peripecia individual y generacional de la autora, que aquí puede ser vista desde la capital o la provincia, la periferia degradada o el desierto, la frontera o el corazón del país. Pero también, la estructura misógina de una sociedad que se traduce en microinstituciones tocadas por lo enfermizo, como el barrio, la familia, la pareja (una colección de hombres grises o agresivos, cuando no ambas cosas, recorren estas páginas; todos son reconocibles y verosímiles, sin sombra de maniqueísmo). O la clase social, que de hecho queda registrada como otra frontera interior, peligrosa si se franquea, pero imposible de omitir sin caer en el cinismo. Como se ve, hablar de literatura de terror era sólo empezar a explicarse.
En Las cosas que perdimos en el fuego, aparecen elementos tan propios del género como la casa encantada, los aparecidos (¿o desaparecidos?) en carreteras, los niños malditos, una procesión siniestra que podría firmar Poe (pero que también, para que imaginen la ductilidad de la propuesta, podría filmar el Rob Zombie de The Lords of Salem), el espectro de un psicópata… La idea de una ola de mujeres que se prenden fuego voluntariamente para retar al patriarcado es desoladora y de una crueldad finísima.
Pero tanto horror, además de fascinar como está obligado a hacerlo toda propuesta sólida y atractiva que tenga cabida en el género, se acaba revelando hecho de densidad política y analítica. En las tres citas siguientes caben la visión que Enriquez ofrece de su generación, “nosotras odiábamos a la gente inocente”; de la patria, “todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados”; y de las relaciones humanas en la época del aislamiento digital, “la gente triste no tiene piedad”. Y así, su libro se lee de una sentada, y de paso confirma que con Selva Almada, Samanta Schweblin, Ariana Harwicz o Macky Chuca, todas nacidas en los setenta, Mariana Enriquez representa a una generación que sabe afrontar lo enfermizo y pesadillesco para explicarse esa realidad insalvable.