El escritor húngaro Imre Kertesz, ganador del Premio Nobel de Literatura en el año 2002, ha fallecido este jueves a los 86 años de edad, según ha confirmado su editorial a la agencia de noticias estatal MTI. Kertész, superviviente de los campos de concentración nazis, fue reconocido precisamente por novelas y ensayos en los que plasmó el Holocausto, siendo su obra un alegato contra la crueldad del ser humano y por la defensa de su dignidad.

Quizás Kertész no sea uno de los autores más conocidos del lector en nuestro país, algo que ocurre con la literatura húngara en general, probablemente con la excepción de Sandor Márai. Pero su obra, como explicaba el jurado del Nobel en 2002, refleja como pocas veces se ha visto en la literatura "la frágil experiencia del individuo contra la atroz arbitrariedad de la Historia".

Nació en Budapest en 1929. Solo era un adolescente cuando Eichmann realizó el milagro burocrático de enviar en unos pocos meses a 325.000 judíos húngaros a los Lager alemanes. Kertész era judío, pero no descubrió lo que eso significaba hasta que sufrió la experiencia de la deportación. Su estancia en Auschwitz fue muy breve (apenas tres días); el resto de su cautiverio lo pasó entre Buchenwald y Zeitz. Ese traslado significó el paso de un Vernichtungslager (campo de exterminio) a un Arbeitslager (campo de trabajo). Tras la durísima experiencia consiguió regresar a Hungría, y después de muchas dificultades, trabajó como periodista, traductor y autor de comedias y guiones cinematográficos en buena medida basados en su experiencia.

Autor tardío en parte (sólo en parte) por sus iniciales problemas con las autoridades comunistas, su primera novela y una de las más conocidas, Sin destino, que refleja la experiencia y el horror de Auschwitz, es de 1975. La segunda llegaría en 1977, El buscador de huellas, que narra un retorno al aquel infierno —con sentimientos contradictorios— muchos años después. Para los críticos una de sus mejores obras sería Kaddish por el hijo no nacido de 1990. Precisamente estos días, Acantilado prepara la publicación de la última parte de sus diarios La última posada, de los que el viernes pasado ofrecíamos en El Cultural un adelanto.

Kertész podría haber relatado su experiencia en forma de autobiografía, imitando los procedimientos de Primo Levi, Steinberg, Améry o Klöger, pero prefirió crear un personaje imaginario para recrear su peripecia, a fin de preservar la distancia y la ironía del relato. Su intención era preservar la memoria de lo que sucedió, sin incurrir en sentimentalismos que pudieran falsificar su experiencia. Además, Kertész percibía la escritura como ese trabajo que le alejaba de la posibilidad del suicidio en que se hundieron Celan, Borowski o Levi.

La obra del autor húngaro (no más de una docena de libros, entre novelas con cierto fondo autobiográfico, relatos y textos de carácter más ensayístico) se encuadra por tanto entre la de los supervivientes a la experiencia del Holocausto. Atento siempre a descubrir el "antisemitismo" que padeció brutalmente, otros le han reprochado (cuando viajó tras el Nobel por vez primera a Israel) que no tomara parte en la denuncia de todas las víctimas del mundo algunas ignoradas por el estado de Israel. Como sea, la obra de Kertész es densa y rica, una obra nacida en el dolor y en su análisis, y estas cartas a una amiga nos ayudan a ver su lado íntimo más cercano.

LA ENFERMEDAD

En sus diarios Kertész se refería a menudo a su enfermedad, que ha terminado por llevárselo este jueves. "La enfermedad no tiene nada que ver con nuestras concepciones", escribe. “La enfermedad, de hecho, no tiene nada que ver con nosotros, a lo sumo nos mata. No tiene nada que ver con la moral, nada que ver con nuestros actos, no guarda ninguna relación con nuestras virtudes o nuestros pecados. Las células son ciegas y nos gobiernan de una manera absurda”. El escritor, que fue deportado a Auschwitz siendo un adolescente, iba despidiéndose poco a poco en desgarradores fragmentos de este dietario, considerado por él mismo el colofón de su obra. “La vida no es un asunto demasiado serio —escribe—. Le damos una importancia mucho más grande que la que le corresponde en la realidad. En la realidad, una vida humana equivale a cero. Es un ejemplar de la especie ni siquiera digno de mención. Sólo a nosotros nos duele esa vida humana, sea porque amamos, sea porque da la casualidad de que es la nuestra".

"La enfermedad de Parkinson me marca con un estigma —continúa—. Me tiembla la mano, y todo el mundo lo ve. El tío se bajó del coche; lo primero que apareció fue su mano temblorosa… Oye, no sabía que le temblaba la mano; la verdad es que me asusté. Le costó un montón apearse del vehículo". "También la vejez marca. Pero sólo mientras te resta un poco de libido y crees poder vivir como un hombre; cuando ya no lo crees, da igual. Yo todavía estoy en la fase del estigma".