Claudio Magris
No ha lugar a proceder, la última novela de Claudio Magris, es la historia de un excéntrico coleccionista que pretendía crear un Museo de la Guerra que sirviera para la Paz. El tipo existió, el escritor lo conoció, y lo que cuenta "no es su historia porque no hubiera resultado verosímil", pero se le parece lo suficiente como para que se dé por hecho de que proviene de algo real. "Como decía Mark Twain, 'truth is stranger than fiction', la realidad es siempre más rara que la ficción".
"Sí, el coleccionista existió", revela el escritor, mientras juguetea con un bolígrafo y se lanza a orquestar nutridos discursos sobre un personaje, el otro, y la idea de la novela total. Porque No ha lugar a proceder es una novela total. En el sentido en el que pretende contener "un centenar de historias en una sola". Un centenar de historias encabezadas por la del coleccionista que existió, "y al que pude conocer, y que, como el de la novela, murió en extrañas circunstancias, exactamente las mismas extrañas circunstancias que describo", y la de Luisa, el personaje "inventado", que debe darle forma al museo después de la muerte de aquel, y que le sirve a Magris para reflexionar sobre el horror de la guerra y cierto sentido de la impunidad. "No sólo de la impunidad criminal, sino sobre todo de la impunidad vital. De hasta qué punto queda impune aquello que pensamos, lo que hacemos, nuestras cobardías, todo. Esa idea de la impunidad me ha perseguido durante mucho tiempo, y ni siquiera he acabado de tener claro lo que pienso de ella después de escribir este libro", confiesa el autor de El Danubio, encargado anoche de dar el pistoletazo de salida al Día del Libro en Barcelona, con un pregón en el que sobre todo se habló de la literatura en tanto que generadora de empatía. "Su potencial humano es enorme. La manera en que te permite meterte en la piel de otros es la verdadera democracia", sentenció, en determinado momento.
Aparece, evidentemente, Hitler, en la novela. Puesto que, no contento con reunir "todos esos objetos" relacionados con el conflicto, fuesen cuales fuesen, "llegó un momento en que el coleccionista quiso más, y entonces se dedicó a recoger nombres, los nombres que los presos del campo de exterminio nazi Risiera di San Sabba, habían grabado en las paredes, y que no eran ni sus nombres ni los de los verdugos, sino los nombres de aquellos que los conocían y que sabían lo que estaban haciendo y que, pese a saberlo, no hacían nada". Ese campo de exterminio se encontraba a las afueras de Trieste, su ciudad. "Trieste se presenta en la novela como una especie de laboratorio del Bien y el Mal, y una buena muestra de que la Historia puede llegar a ser el mayor Carnaval que podamos imaginarnos", dice. Y menciona la celebración del cumpleaños del Führer que tuvo lugar el 20 de abril de 1945, "cuando ya las tropas rusas habían rodeado Berlín", en la que el líder nazi afincado en Trieste llamaba a sus semejantes "y a los aliados" a luchar "contra los rojos eslavos". "Proclamaban su fe en la victoria, y no podían hacer otra cosa, pero lo que me llama la atención de esa fiesta no es que estuvieran todos esos agentes nazis, sino que empresarios de la zona acudieran, cuando podían no haberlo hecho, acudieron de todas formas", añade el escritor, para quien, si alguien importa en su historia es Luisa.
Luisa es, decíamos, la encargada de poner en marcha el museo, al que piensa darle el barroco nombre que sigue: 'Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia'. "En sus manos, los objetos de ese museo, cobran vida, cobran la vida de aquellos que los sostuvieron y que murieron por ellos, como si al frotarlos, ejerciese el mismo poder mágico que ejerce el que frota la lámpara de Aladino. De ahí lo que dicen, de que he escrito 'Las Mil y Una Noches del Mal', sólo que con un montón de Sherezades", apunta, y se apresura a añadir que lo que le interesa, por encima de todo, de Luisa, es su relación con el amor, sobre todo, con el amor una vez éste se ha acabado. "Me gusta pensar en el amor que queda después del amor, es algo en lo que creo profundamente", dice. Luisa es también la punta del icerberg de un crisol cultural que arranca con otra Luisa, su antepasado; una Luisa del siglo XV que tuvo que enfrentarse a la Inquisición "por haber tenido relaciones con el Diablo". El Diablo era un caribeño, que le había raptado. "Luisa, esa Luisa, era negra, y se había casado con un blanco, porque por entonces, en España, los matrimonios mestizos estaban permitidos, algo que no ocurrió en Estados Unidos hasta cinco siglos más tarde", apostilla.
Pero la Luisa presente, aquella que frota objetos y los devuelve a la vida, o devuelve a la vida, mejor, las historias de quienes los poseyeron, no tiene nada que ver con aquella otra; la Luisa presente es una judía de Trieste, "y conjuga la historia trágica colectiva con la suya personal", trágica por igual. "Su madre es sospechosa de delatar a otros judíos a la Gestapo y su padre es un sargento afroamericano, llegado con las tropas de los aliados, y ella es, por lo tanto, hija, también, del éxodo, de uno y otro pueblo, el negro y el judío", se explica el escritor, que, en el proceso de documentación tuvo incluso acceso al interrogatorio que el tribunal de la Inquisición le hizo a ese antepasado de Luisa a la que pretendían quemar en la hoguera por bruja. "No la quemaron, pero cuando tuve delante de mí aquellas preguntas, y las respuestas que ella había dado, no podía dejar de pensar en qué clase de voz le sale a alguien del cuerpo cuando está tratando de defenderse de la hoguera, cuando lo más probable es que acabe siendo quemada viva, ¿qué expresión tendrían sus ojos? ¿Qué podía leerse en su rostro, un rostro en el que la Historia había dibujado tantas otras cosas?", se preguntaba Magris, para quien, por supuesto, la novela también tiene otra función, y es la misma que la del museo que ese coleccionista excéntrico, en cierto sentido, chiflado, pretendía: la de conservar la memoria, o alzarse ante su pérdida, la pérdida de "la memoria del Mal".
@laura_fernandez