Claudio Magris
Traducción de Pilar González Rodríguez. Anagrama. Barcelona, 2016. 396 páginas, 20'90€, Ebook: 9'99€
En Otras inquisiciones, Borges cita una comedia de Bernard Shaw, donde se menciona el incendio de la biblioteca de Alejandría. Un personaje advierte a Julio César que el fuego podría reducir a cenizas la memoria de la humanidad. César le contesta: "Déjala arder. Es una memoria de infamias".
La Antigüedad fue pródiga en matanzas, pero la posteridad no se ha caracterizado por el respeto a la vida humana. Claudio Magris (Trieste, 1939) nos rinde cuentas de la continuidad del horror en No ha lugar a proceder, un libro ambicioso y profundo. Su objetivo no es simplemente narrar los momentos más trágicos del siglo XX, mezclados con fugaces incursiones en un pasado más remoto, sino comprender el mal moral y metafísico capaz de engendrar abominaciones como Auschwitz e Hiroshima. Magris apunta que no debemos familiarizarnos con el humo desprendido por los cuerpos calcinados, pues "si no se deja de hablar de ello se continúa respirando, se termina por respirar sólo ese humo sin darse cuenta y por morir, al menos por dentro". Para que nuestra conciencia moral siga viva hay que ir más allá, aceptando que ese humo tal vez procede de nuestro interior y es "un mal aliento del corazón".
La trama desplegada es suficientemente elástica para combinar filosofía, historia y literatura, plasmando un ejercicio de creatividad que cumple todos los requisitos de la obra total. Un profesor triestino compra material bélico para crear en su ciudad un museo que contribuya a propagar la causa de la paz, disuadiendo a las futuras generaciones del uso de la violencia. No es un planteamiento ingenuo, pues el profesor reconoce que la paz no será posible hasta que se lleve a cabo "la desactivación de la Historia".
¿Nos propone algo imposible? Si no hay Historia, no hay humanidad. Magris no está planteando una paradoja. Su propósito es más temerario, pues contempla lo sobrenatural y escatológico. La Historia comienza con el asesinato de Abel. Caín levanta la primera ciudad para esconderse, inaugurando las edades del hombre. Su crimen es la culminación del pecado original, que no es una afrenta contra Dios, sino un ataque contra la objetividad del bien y el mal. No es casual que Magris conceda un notable protagonismo a Luisa, doblemente estigmatizada por ser el fruto de la unión entre una deportada judía y un sargento afroamericano. Luisa es el Otro, el enemigo natural del hitlerismo y el estalinismo, que sueñan con hacer realidad la promesa de la serpiente en el paraíso: "Y seréis como dioses" (Gen 3, 5). El museo es la memoria del Otro, del que ha muerto una y otra vez porque el Yo no acepta ninguna obligación o reciprocidad hacia el Tú, simple resistencia a su afán de dominación y poder.
Magris intercala la historia de Luisa, símbolo de la humanidad que el totalitarismo pretende abolir, con el catálogo que pretende ordenar las armas adquiridas. Es evidente que no se trata de un museo más, sino de una "suma antropológica" con la pretensión de radiografiar los estratos más hondos de nuestra naturaleza. Ninguna aventura humana está exenta de violencia: "El Viejo Mundo descubrió el Nuevo Mundo para destruirlo". El indio chamacoco que llevó a Praga un célebre explorador para curarlo de una rara enfermedad se convierte en una nota estridente en el paisaje urbano. Su dolencia está diezmando a los miembros de su clan. El indígena piensa que es víctima de la Gran Madre, una gran boca que extermina al mundo. No comprende que la causa de su inmolación es el Progreso, la Razón, que ya ha comenzado su andadura hacia los hornos crematorios de Birkenau o de Risiera de San Sabba, el único campo de exterminio levantado en Italia, concretamente en Trieste. Cerca de 5.000 personas ardieron en sus modestas instalaciones. Luisa y el profesor sin nombre luchan por su museo en uno de los escenarios más modestos de la Shoah.
Magris entiende que la política de exterminio nazi no es una aberración histórica, sino la consumación de la inversión de los valores postulada por Nietzsche: "La guerra es Kultur, la Kultur muere y da fruto en la guerra". La cultura es el polo opuesto de la civilización. La cultura es la exaltación de la Sangre y el Suelo, del Superhombre que legisla autónomamente, de espaldas a la ley moral natural, cuyo primer mandato es: "No matarás".
Sin embargo, el bien despunta incluso en mitad de las peores carnicerías: "Sin las canciones, la guerra sería sólo el matadero. Lo es, por supuesto, pero... ¿Por qué hay tantas canciones fraternas, bonitas, humanas, que te hacen amar la vida, nacidas del matadero?". La fraternidad esboza un mundo nuevo, distinto, pero la historia conspira para que el mal se eternice. Magris relata con sobriedad la destrucción de Lídice, el pueblo checo escogido para ejecutar la venganza por la muerte de Heydrich en un atentado de la resistencia checa. La Paz no será algo real, definitivo, hasta que la historia sea desactivada, algo que sólo puede acontecer en un plano metafísico. Hay esperanza, sí, pero más allá de este mundo. Magris no es un intelectual desencantado, sino una mente rebelde que se niega a expulsar a Dios del horizonte de las expectativas humanas. El título de su novela, No ha lugar a proceder, refleja que la fantasía del museo no es pura ficción, sino la recreación de un hecho histórico. El profesor sin nombre de Trieste es un homenaje al profesor Diego de Henriquez, que dedicó su vida a crear un Museo de la Guerra, concebido como un llamamiento a favor de la paz. Ambos personajes mueren en un misterioso incendio que la justicia archiva con el comentario: "No ha lugar".
Julio César era un militar y tal vez por eso no le importaba que la memoria de la humanidad se convirtiera en humo, pero Magris, que cree en Dios y en el Hombre, ha escrito un magnífico alegato en defensa de la memoria. No ha lugar a proceder es una obra con una aguda exigencia moral y un extraordinaria calidad literaria. Con una prosa intensa, poética y reflexiva, sortea la tentación del escepticismo, asegurando que sí hay motivos para investigar y clarificar las "zonas grises" de nuestra historia. Mientras la memoria siga despierta el pasado no será un espacio cerrado, sin posibilidad de redención y reparación. El minucioso e infructuoso trabajo del profesor de Trieste no constituye un fracaso, sino una hazaña semejante a la de Otto Schimek, el joven soldado austriaco que se negó a participar en el fusilamiento de una familia polaca durante la II Guerra Mundial. Se ha dicho que la historia de Schimek es una leyenda, pero su gesto simboliza un absoluto moral, que expresa qué es el bien. No ha lugar a proceder es el museo que soñó el profesor de Trieste. Cada una de sus páginas es un canto a la paz perpetua, quizá la única utopía capaz de suscitar el fervor de toda la humanidad.