Pocas cosas pueden restituir el placer adolescente de leer libros que no entiendes. No hablo de libros como La crítica de la razón pura, Ser y tiempo o El capital, que sientes que te quedan grandes, sino de esos otros libros, íntimos, secretos, como las cartas de un vecino que tuviste la suerte de poder abrir sin su permiso, en que los incidentes y los nombres te son extraños pero que lees quizás por eso mismo, por el placer raro de entrar en una intimidad que no es tuya. Ése era el tipo de placer que sentí al leer en una sola tarde interminable Mazurca para dos muertos, en Santiago de Chile, allá por los primero años de la década de los noventa.
No recuerdo ni la trama, ni los personajes del libro. Recuerdo que había sexo, y muertes, y más sexo y más muertes entre lluvia y nombre de gente que pasaba por la novela dejando detrás de ellos una estela de palabras que no conocía y que sabía que no encontraría en el diccionario. Escrito todo en castellano que era casi gallego, o en un gallego que era casi castellano. Esa lengua aproximada, esa lengua entre medio de otra lengua que hacía que comprendiera menos de la mitad de lo que ahí se decía, en vez de alejarme del libro, me acercó milagrosamente a él.
Nunca he estado en Galicia y no manejo ni los rudimientos de ese idioma, pero ese lenguaje, misteriosamente, me resultaba más cercano que el español supuestamente más neutral que usaban los otros escritores peninsulares. El español de las novelas españolas me resultaba siempre distante, sonajero, escrito hasta cuando quiere parecer oral. Mazurca para dos muertos me resultaba realmente escuchada más que redactada. Su forma de decir tenía, ahora que lo pienso, mucho que ver con la forma en que hablan los chilotes, los habitantes de esa isla del sur de Chile, refugio de españoles, gallegos sobre todo, cuando el resto del país se independizó. Isla de trasgos, que se llaman allá traukos, y barcos con tripulaciones de fantasmas, que se llaman allá kaleúches, y sirenas que se llaman allá pincoyas. Un mundo en que las cosas se cuentan mientras al mismo se callan, donde la calma perfecta del paisaje es interrumpida de pronto por dos amigos que le cortan el brazo a un tercero en un paradero de autobús para que queden así saldadas sus deudas. Eso contado por la víctima o los victimarios sin culpas ni explicaciones sociológicas ni psicológicas. La forma de contar las cosas de Mazurca para dos muertos (o antes La familia de Pascual Duarte). Novelas indudablemente españolas que podían, ajustando sólo detalles y vocabularios, ser perfectamente chilenas, peruanas, bolivianas.
Acostado en mi cama de veinteañero leyendo Mazurca para dos muertos, no conocía aún al marques de Iria Flavia, ni al señor que explicaba en la televisión cómo podía absorber por el ano un litro de agua. No conocía al censor de Franco que era al mismo tiempo el eminente censurado del régimen. Leyendo su libro simplemente podía adivinar que esa excentricidad más o menos oficial era su forma de esconder la naturaleza profundamente periférica de su prosa, que evita como el diablo el vicio tan español de señalarte cada dos páginas quiénes son los buenos y quiénes son los malos de la historia.
Cela se comportó como el último gran señor del siglo XIX quizás porque era de los pocos escritores españoles que descubrieron que vivir en el siglo XX no era una decisión ni una propuesta sino una realidad con la que había que contar, que había que simplemente contar. Es algo que, modestamente, del otro lado del charco, nunca hemos podido dudar. Desnudo del aura de cualquier tradición, libre de instituciones culturales sólidas, la prosa de Camilo José Cela -el hombre que representaba a todas las más vetustas instituciones españolas- me resultaba una forma rara de libertad y de cercanía. Feliz de leer sin entender, entendía justamente una novela que sabe que la tarea del novelista es esconder lo que cuenta para mostrar mejor quién lo cuenta.