La puerta de los asesinos. Historia de la guerra de Irak
George Packer
29 abril, 2016 02:00Soldados norteamericanos en Bagad en pleno conflicto
En La puerta de los asesinos, su crónica de la guerra de Irak, George Packer (California, 1960) cuenta cómo Drew Erdmann, un joven funcionario estadounidense en Bagdad que se acababa de doctorar en Historia por Harvard, relee La extraña derrota, el clásico de Marc Bloch sobre la caída de Francia en 1940. Un par de líneas atraen su atención: "El abecé de nuestra profesión -afirma Bloch- es evitar los grandes términos abstractos para intentar descubrir tras ellos las únicas realidades concretas, que son los seres humanos". La de Estados Unidos en Irak es una historia de ideas abstractas y realidades concretas. "Entre ellas -dice Packer- media una distancia aún mayor que los 13.000 kilómetros que separan Washington de Bagdad".Packer empieza su absorbente relato con las ideas que llevaron a Estados Unidos a la guerra. Unos cuantos neoconservadores llevaban tiempo pensando que derrocar a Sadam Husein allanaría el camino a una gran reordenación de Oriente Próximo, sacaría a la región de la tiranía y el antiamericanismo, y la llevaría a la modernidad y la democracia. Pero la razón más extendida era que constituía una manera audaz de emplear el poder estadounidense en la que se combinaba la fuerza con el idealismo. Muchos neoconservadores, seguidores de Reagan, creían en una postura enérgica, incluso agresiva, de Estados Unidos en el mundo. Para ellos, los de la década de 1990 -con Bush padre, y con Clinton- habían sido años de retirada. "Rebosaban confianza", relata el autor. "Lo único que necesitaban era una misión". Sin embargo, sin el 11-S no la habrían tenido. La encontraron en Irak.
El autor recopila los artículos sobre Irak que publicó en The New Yorker, pero va mucho más allá. A su libro le falta una tesis concreta o una estructura. Pero estas carencias quedan más que compensadas por la absoluta integridad e inteligencia de sus reportajes desde Washington, Nueva York, Londres y, por supuesto, Irak. Packer brinda página a página una vívida descripción de la azarosa, lamentablemente planificada y casi delictivamente ejecutada ocupación de Irak. Su lectura nos muestra la asombrosa brecha que separa las ideas abstractas de la realidad concreta.
Por mucho que cueste creerlo, el Gobierno de Bush emprendió el mayor proyecto de política exterior de toda una generación sin apenas planificación. Ocupó un país de 25 millones de habitantes en el corazón de Oriente Próximo prácticamente sobre la marcha. Packer, que estaba a favor de la guerra, se abstiene de hacer juicios a lo largo de la mayor parte del libro, pero, al final, no se puede contener: "Envueltos en ideas abstractas, indiferentes a la rendición de cuentas" los responsables "hicieron que una empresa difícil se convirtiese en innecesariamente mortífera".
Packer narra las discusiones previas a la guerra en el marco del proyecto El futuro de Irak del Departamento de Estado, que elaboró un documento que ponía de relieve los problemas políticos que planteaba gobernar Irak. El memorando concluía que el éxito dependía de instaurar la seguridad y contar con el apoyo internacional. Se podría pensar que este mensaje hobbesiano -que el orden es el primer requisito de la civilización- resultaría atrayente para los conservadores. Pero se desestimó.
Parte del problema fue el brutal y debilitante enfrentamiento entre el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa, que tuvo como consecuencia un proceso político absolutamente disfuncional. Thomas White, el secretario del Ejército cesado tras la invasión, explicó a Packer que, para el Departamento de Defensa, "lo primero era que ellos tenían que controlar el asunto, por lo que todos los demás eran sospechosos". El problema principal era que el secretario de Defensa Donald Rumsfeld (y, probablemente, Dick Cheney) creía firmemente que la construcción nacional era una mala idea, que el Gobierno de Clinton ya se había dedicado a ello en exceso y que el Ejército estadounidense tenía que dejar de hacerlo. Así que el plan de batalla inicial, pensado para 500.000 efectivos, se rebajó a 160.000. Si el general Franks "no hubiese opuesto cierta resistencia, la cifra se habría reducido muy por debajo de los 100.000", asegura Packer. En un momento dado, Anthony Zinni, predecesor de Franks, hizo indagaciones sobre la situación de Dessert Crossing [Atravesar el desierto], su plan para la posguerra que incluía el sellado de las fronteras, medidas para mantener el orden, etcétera. Le dijeron que lo habían descartado porque sus supuestos eran "demasiado negativos".
Cuando empezaron los saqueos, la ocupación perdió su aura de autoridad e inició su espiral descendente. "Esperábamos que los estadounidenses convirtiesen el país en un ejemplo, en una segunda Europa", le dijo un electricista en paro a Packer el primer año de ocupación. "Por eso no contraatacamos. Y estamos desconcertados, es como si hubiésemos retrocedido 100 años". La prueba de la multitud de errores cometidos es que en 2004 Washington cambió de rumbo. Se aplazó la retirada de las tropas y se pidió a la ONU que interviniese.
Digámoslo claramente: el Irak actual es un lugar mucho mejor, incluso más liberal, que el de Sadam Husein. Tiene elementos más progresistas que muchos países árabes. Pero tampoco es lo que muchos habían esperado que fuese: un modelo y una inspiración para el mundo árabe. Por cada día de elecciones hay meses de caos, delitos y corrupción. Las cosas mejorarán, pero tardarán años, y los costes han sido demasiado altos, tanto para los estadounidenses como para los iraquíes.
"La guerra de Irak se pudo ganar siempre", asegura Packer, "y todavía se puede. Precisamente por eso la imprudencia de sus autores es difícil de perdonar". Pero no se trata solo de imprudencia. El libro que Erdmann debería haber estado leyendo en Irak no es La extraña derrota, sino Strange Victory [La extraña victoria], de Ernest May, en el que May expone que la caída de Francia se debió a los errores de juicio cometidos. Como una premonición, sostiene que "hoy en día, las democracias occidentales exhiben las mismas características que Francia y Gran Bretaña en 1938-1940: arrogancia, una fuerte aversión a arriesgar vidas en la batalla, una fuerte dependencia de la tecnología como sustituto, y unos procedimientos administrativos mal diseñados para anticiparse o hacer frente a los ingeniosos desafíos de los comparativamente débiles". Sobre todo, hace hincapié en los costes fatales de la arrogancia, y concluye su libro con el mandato que Oliver Cromwell dio en 1650 a la Asamblea General de la Iglesia de Escocia: "Os imploro, por las entrañas de Cristo, que penséis que es posible que estéis equivocados". Nadie en el Gobierno de Bush lo hizo jamás, y por eso en Irak estamos donde estamos.