En su Filosofía de la composición, Edgar Allan Poe definía como “shock of recognition” esa mezcla particular entre turbación, sorpresa, inquietud y emoción que sentimos cuando nos vemos violentamente reflejados en una obra literaria, cuando percibimos de una manera maravillada que alguien ha conseguido dar no sólo con las palabras adecuadas o con unas hermosamente elegidas (eso todavía podría pertenecer al terreno de lo relativamente común), sino con las palabras (esas y no otras) que definitivamente ponen de manifiesto una realidad compleja, ambigua y llena de contradicciones que hasta ese momento habíamos creído inenunciable.
Cuando apenas llevaba quince páginas leídas de este extraordinario ensayo-de-viaje de Sergio del Molino (Madrid, 1979), tuve un vívido recuerdo: una excursión un tanto macarra de mi adolescencia en la que fui con tres amigos a destrozar los restos de un pueblo completamente abandonado de Guadalajara, el sueño dorado de un adolescente, bates de béisbol y casas de adobe para ensañarse a placer. Hasta que casi se nos cayó un tabique encima, evidentemente. Al regresar a casa la visión de ese pueblo abandonado comenzó a ejercer sobre mí una fijación hipnótica, como si hubiese arañado algo de mi país que me había pasado desapercibido hasta ese instante, una conciencia desolada con la que el adolescente urbanita que era yo no había dialogado hasta ese día.
Podría zanjar la cuestión esencial de esta crítica diciendo sin más que La España vacía de Sergio del Molino es un ensayo no sólo pertinente sino absolutamente imprescindible, que éste era el momento para escribirlo y que el hecho de que Del Molino pertenezca a la generación a la que pertenece no es, en absoluto, baladí.
¿Qué lugar ocupa exactamente esa España vacía en nuestra conciencia? ¿Hasta qué punto han determinado nuestro carácter esos kilómetros y kilómetros de nada de nuestra meseta, esos pueblos vacíos, ese complejo que nos hace dar la espalda al campo, esa desconfianza que aún creemos sentir en las miradas de los habitantes de ese país que parece distinto al nuestro y que tratamos de desarticular con una impostada naturalidad nerviosa? Lo que Del Molino llama en su libro el Gran Trauma, el gran éxodo que dejó vacías para siempre nuestras zonas rurales, forma parte de nuestro ADN como el aire que respira una familia. Uno podría no hablar ni un segundo del tema en toda su vida y la conciencia de ese trauma seguiría empujando nuestra sangre o determinando nuestros pensamientos.
No quiero avanzar aquí las sorpresas que se esconden tras una puerta tan aparentemente familiar como la de este libro que, por otra parte, ha tardado tanto en llegar. El hecho de que se deslicen frente a la mirada los temas más o menos previsibles (Puerto Hurraco, Las Hurdes, las novelas de Delibes o de Ramón J.Sender, la Institución Libre de Enseñanza, los pantanos franquistas, los extraradios-pueblo de las grandes capitales como Madrid y Barcelona, la reinvención romántica de los pasajes rurales, etc.) no significa que Sergio del Molino los trate de una manera previsible. Todo lo contrario: han hecho falta cuarenta años de democracia para que este libro pueda ser escrito en este tono.
Todas las obras de extraordinario calado literario tienen algo en común: parecen, por un lado, la demostración evidente del talento individual de quien las ha escrito y, por otro, una supuración genérica de lo humano, algo natural y perteneciente a todos, como una roca, o un estrato. Era necesario que alguien se sentara a escribir este libro que no existía. Lo ha hecho Sergio del Molino. No sé si lo habría podido hacer mucha más gente. Si este libro tratara de Francia y hubiese sido escrito por un francés no tardaría demasiado tiempo en formar parte de los manuales de lecturas obligatorias de los últimos años de la secundaria con toda seguridad. Pero este país es España, dirá la vieja guardia. Es posible. Pero la nueva guardia está cansada de perder, y no tiene el lomo tan fácil.