Con motivo de la 40 edición de la Feria del Libro Antiguo de Madrid diez escritores nos hablan sobre ese hallazgo único, ese libro que tiene un hueco especial en sus bibliotecas.
Todo lector guarda en su biblioteca un ejemplar especial. Puede ser por su rareza, por el momento en que se lo encuentra, por quien se lo regala o por tener un tema poco común, pero es un libro que guarda un valor personal que trasciende muchas veces los límites de la lógica.
Uno de los lugares donde uno se tropieza con mayor asiduidad con estas posibles joyas son las librerías de lance o las ferias de libros antiguos, donde se pueden encontrar, entre montañas de libros de la más diversa índole y procedencia, auténticos incunables. Con motivo de la 40 edición de la Feria del Libro Antiguo, que se celebra hasta el 16 de mayo en el Paseo de Recoletos de Madrid, diez escritores nos relatan en El Cultural como llegó (o no lo hizo) a sus manos ese hallazgo único, ese libro que tiene un hueco especial en sus bibliotecas.
Luis Alberto de Cuenca
En la Feria del Libro Antiguo he cobrado piezas muy interesantes en los últimos años, pero la joya de la corona no tuve que cazarla con mis propias manos, sino que llegó a mí bajo la especie de un regalo. Me explico: cuando me tocó dar el pregón de una de las Ferias, pongamos hace quince o veinte años, el llorado José Antonio Fernández Berchi, que se nos fue en 2010 y que era por aquel entonces el
boss del invento, me dijo que eligiera un libro que me gustaría tener, por si él pudiera conseguírmelo preguntando por él a los libreros que participaban en la Feria del Libro Antiguo. Así lo hice. Formulé mi petición bibliográfica y Berchi se desvivió por encontrarla, regalándome al cabo de unos días, en nombre de todos, un precioso ejemplar de la primera edición de
Alma, de Manuel Machado, publicado en torno a 1900. Tengo en mi biblioteca otros libros de gran interés encontrados en la Feria de Recoletos, pero ninguno como el que me regalaron el año en que leí el pregón de marras. Vaya para el maestro Berchi mi incombustible y emocionado recuerdo.
Soledad Puértolas
No sé si fue en 1977 o en 1978, no anoté la fecha, como hacen los serios coleccionistas, en una de las páginas del libro. Por aquella época me sentía muy interesada en los relatos que, a lo largo de los siglos, habían escrito las monjas, las nobles y otras mujeres de vida singular. Eran tremendamente solitarios, casi místicos, dolorosos o reivindicativos. Las
Cartas de la Monja Portuguesa era uno de mis textos preferidos. Casualmente, en una de las casetas de los libros de ocasión, en el paseo de Recoletos, vi un libro delgado y flexible, de buen tamaño, de cubierta oscura. Letras amarillas sobre fondo negro.
Vida amorosa de Soror Mariana, de Alice D´Oliveira. Lisboa, 1944. Ilustraciones de María de Vasconcelos. No lo estaba buscando. Salió a mi encuentro. No recuerdo que me costara mucho dinero, lo pagué con el dinero que llevaba encima. Fue una casualidad. Y por eso, porque en aquel momento me pareció un signo de aliento y bienvenida, lo tengo en mi biblioteca en un lugar especial.
Juan Pedro Aparicio
A mis veinte años me lancé al camino a buscar ejemplares de la primera edición del
Quijote estimulado por las palabras de una profesora de filosofía. Me acompañaba mi querido amigo Alfonso B. Haciendo autostop, viajamos en coche, camión y camioneta. También anduvimos bajo el sol y la lluvia, montamos en bicicleta, nos bañamos en ríos, jugamos a las cartas con unos lugareños avispados y perdimos… no fue mala la aventura, pero no conseguimos nada de lo que nos movió a salir. En los pueblos y aldeas, preguntábamos por el alcalde -eran tiempos muy de autoridad- y cuando, siguiendo sus indicaciones, nos acercábamos a la casa donde había libros antiguos, como por arte de magia aparecía el cura. Los libros se guardaban en grandes cestos de mimbre, sus cubiertas eran de piel añosa y curtida como las mismas manos campesinas que nos los mostraban. Pero ningún ejemplar del
Quijote a la vista, ni primeras ni últimas ediciones; la mayoría de los libros eran eclesiásticos o teológicos. Pocas veces se me ha mostrado tan cruda y viva la médula de España.
Berta Vias Mahou
Sabiendo lo mucho que me han atraído siempre las momias, los cementerios y los desplegables de anatomía, hace 35 años mi amigo Pepe Gil Vernet-Sedó me llevó a una librería de San Luis (Menorca) que parecía el desván de un trapero. Allí, entre revistas viejas y novelas de Corín Tellado, una portada en verde y oro, como un traje de luces, llamó nuestra atención.
La generación humana de G.-J. Witkowski, en cuya cubierta aparecía una mandrágora dorada. La planta de las brujas que ningún humano podía arrancar sin poner en peligro su vida, explicó sonriendo Pepe, entonces estudiante de medicina, hoy reputado urólogo de Barcelona. Para ello utilizaban un perro al que ataban a la planta. Publicado en 1886, es un libro muy avanzado para su tiempo que, entre otras cosas, habla de castración, de eunucos, de penes dobles en seres polimelios. Mira, Berta, además de buenas descripciones anatómicas, encontrarás reflexiones morales sobre los peligros del onanismo, las enfermedades venéreas y extraños dispositivos para evitar la tentación... Estaba en lo cierto. Y frases que no tienen desperdicio:
Post coitum si mingas apte servabis urethras… Así, de paso, conocí el origen de alguna que otra palabra.
Jesús Marchamalo
En 1985, Jorge Luis Borges firmaba en la Feria del libro de Madrid
Los conjurados. Ceremonioso, ya casi ciego, se le veía deslizar el bolígrafo sobre la página de cortesía de los libros. La fila de lectores fue creciendo hasta que alguien contó algo más de 300 y dijo que no firmaría más. 333 fue la cifra exacta, al parecer propicia, que Borges había decidido. Cuando llegó a ese número, se guardó el bolígrafo, y se marchó.
Mi amigo José Luis Melero lo recuerda pequeño y elegante, casi dócil, y cómo le llamó la atención que no pareciera escribir ni firmar, sino que más bien trazaba un signo, un punto y una raya, y diríase un firulete tembloroso. Aquel día tuvo que irse sin su signo de Borges, pero años más tarde consiguió uno de los 333 libros del que su dueño se había desprendido y que ahora está en su biblioteca. Lo que no sabe es que yo tengo otro que encontré hace ya tiempo en la Feria del Libro Antiguo de Recoletos, y que a veces fantaseo con la posibilidad, tan borgeana, de que un día, entre los dos, nos hagamos con los 331 que nos faltan.
Elvira Sastre
Nos pasamos la vida analizando todo aquello que se nos ofrece, señalando aquí y allá con ahínco y convirtiendo caprichos en obsesiones. Sin embargo, hay momentos en los que es el destino -o una suerte de casualidad regalada- el que nos apunta con el dedo y viene directo hacia nosotros de una manera inevitable, como un parto o un amor bien dirigido. Eso me pasó con este libro,
Oscar Wilde, de S. Juan Arbó, publicado por Ediciones G. P. Llevaba semanas trabajando en la traducción de algunos poemas de amor de Oscar Wilde. Lo cierto es que la faceta poética del autor, desconocida para muchos, esconde un brillo poco común que agradezco haber descubierto. La traducción es un camino menos laberíntico cuando cuentas con el proceder del autor; cuando esta oportunidad no se da, es ideal conocer los máximos detalles posibles de su vida a través de biografías. Así se presentó este libro ante mí, tan rico en anécdotas y detalles, un libro que se lee como el que viaja sentado en el tren y observa el paisaje que se mueve. Me señaló durante un paseo por la Cuesta del Moyano, encendiendo la luz de esos libros que te señalan y te eligen a ti, sobre todos los demás, para siempre.
Antonio Colinas
No me considero un bibliófilo maniático, pero me he emocionado cuando he encontrado, en una Feria del Libro Antiguo, con una edición especial y asequible de un libro de Juan Ramón o de Neruda. Y de que conserve en mi biblioteca la primera edición de
Campos de Castilla, de Antonio Machado. Pero hoy quiero recordar, de manera especial, una edición mexicana de
Resurrección, de Tolstói. Todavía no había leído esta novela, que me llevó también, hace dos veranos, como en una especie de cruce astral, a escuchar el oratorio de Händel también titulado
Resurrección, en la espléndida versión del Collegium de Praga. A revivir, en suma la Pascua rusa que Rilke vivió en Moscú en 1900. En la novela de Tolstói los trenes que iban hacia Siberia estaban cargados de prerrevolucionarios. Pocos años después, en
Doctor Zhivago, la novela de Pasternak, los trenes que van hacia Siberia iban llenos de personas perseguidos por la revolución. Paradojas de la historia cruel y pasajera frente a la permanencia de la intrahistoria en ese amor raro, bello, intenso, de las novelas de Tolstói y Pasternak.
Antonio Gómez Rufo
Berlanga y yo, durante muchos años, buscamos libros y revistas para enriquecer nuestras bibliotecas eróticas y a veces nos regalábamos un hallazgo. Él, más viajero, encontraba verdaderas joyas en librerías y tiendas de lance parisinas, neoyorkinas y londinenses; en mi caso, Madrid era la fuente principal de búsqueda y descubrimiento. Y, por supuesto, la Feria del Libro Antiguo, que recorrí algunas veces con Tierno Galván acompañados, o no, por el entonces director de la RAE Laín Entralgo. Me acuerdo que en una de aquellas visitas se suscitó un debate sobre el "laísmo" y el "leísmo" que el académico zanjó recomendándonos literalmente que nos desentendiéramos, que bastante compleja era la cuestión. Fue en otra visita a la Feria donde encontré una novela de la colección Las grandes enamoradas,
Laura Bon. La fogosa, de G. Jarro, publicada por el editor italiano Caro Raggio en 1922, con prólogo de Julia Fenino. En cuanto descubrí la galante historia de la célebre actriz italiana, amante del rey Víctor Manuel II, supe que era un regalo ideal para Berlanga, aunque luego (quizá no debería decirlo), se quedó en mi biblioteca porque, tras leerlo, me arrepentí y decidí no dárselo. Lo que, por fortuna, él nunca pudo reprocharme porque nunca llegó a saberlo.
Ángela Vallvey
Una tarde, gracias a que buscaba un libro raro, encontré el amor. He hecho muchas cosas inconfesables por los libros. Siendo así el asunto, por supuesto no voy a contarlas ahora. En las librerías de viejo he hallado ejemplares descatalogados que nadie quería pero que yo venero. Algunos de ellos están escritos en idiomas que ni siquiera soy capaz de leer. Me importa un bledo. Soy fetichista y hay libros que me gustan como puros objetos -o como objetos puros-; no tengo ninguna necesidad de leerlos. Los toco, los miro, los siento. Y andando… Soy una aprovechada del libro objeto. Aunque lo cierto es que la mayoría de los tesoros que encuentro en las librerías anticuarias y de segunda mano me han proporcionado maravillosas lecturas. Uno de esos libros me llevó a vivir una aventura apasionante. Ya la contaré algún día. El caso es que me pirran. Quiero decir que me encantan los libros -y los hombres- viejos, antiguos y de ocasión.
Juan Carlos Suñén
He disfrutado descubrimientos felices en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, pero este me ha venido enseguida a la memoria. En 2004 -y tuvo que ser tal día como hoy- escuché en televisión a José Luis Coll decir que su libro de humor favorito era
No es verdad que sea la muerte (1941), de Giovanni Mosca; que lo había prestado, que no se lo devolvieron y que ya no se encontraba. Por la tarde, visitando las casetas de Recoletos (a las que acudo siempre que me es posible más en busca de la ocasión que de la antigüedad, todo sea dicho), me topé casi enseguida con la primera edición en castellano (El monigote de papel, 1948). El librero aseguró no tener otro ejemplar. Leerlo aquella noche fue coser y cantar pues, en efecto, se trata de una singularísima novela, magníficamente escrita, poética y divertida a rabiar. Por entonces se publicaba la colección Escuela De Letras (fracaso del que aún presumo) y hablé con Coll para que redactase el prólogo a una nueva edición. Aceptó y cuando recibí su texto le regalé mi ejemplar (quizás el suyo). No es tan raro, me dicen, pero no he vuelto a verlo.