El boxeo, ya lo sabemos, es territorio ganado de la literatura. En la foto, Ernest Hemingway "haciendo guantes" frente al espejo

Demipage. Madrid, 2016. 516 páginas, 22 €

El boxeo, ya sabemos, es territorio ganado para la literatura. Metáfora esencial, directa, resulta imposible no entender las razones de su estilización artística. Pero luego hay que pisar los gimnasios de barrio en los que se entrenan los últimos boxeadores de España, ducharse rodeado de sus conversaciones, recibir algún crochet cariñoso en un entrenamiento, en fin: comprobar que hay realidades.



En un texto de Eduardo Arroyo incluido en Besos a la luz de la lona, se lee que es una "curiosa paradoja la del boxeo: de ser un deporte popular ha pasado a convertirse en material para la ficción. Artistas plásticos, cineastas, escritores, cultivadores de una estética del derribo buscan en el boxeo una fuente de inspiración diferente. Y el ring deviene un lugar abstracto, donde se establece, cuerpo a cuerpo, el sentido de la vida". La cita contiene buena parte de lo que puede decirse acerca de este libro, una antología de textos en torno al boxeo que es una fiesta, y al aparecer en su tramo final sirve también para remachar una sensación imperiosa: acaso Besos a la luz de la lona sea uno de los libros que he reseñado que menos parece necesitar una reseña. La antología está tan precisa e inteligentemente planteada en todos sus aspectos que uno aplaudirá o, si es su capricho, no aplaudirá, pero no cabe despistarse acerca de este objeto cuidadísimo y que se explica muy bien él solo (por hoy, obviemos piadosamente la posibilidad de que una reseña nunca sea estrictamente "necesaria").



El nivel medio del libro es prácticamente infalible, e incluso los autores de cuya estética uno desconfía más encajan sin problemas

Su portada imbatible ilustrada por Jean-François Martin abre el camino a una estructura tan consabida como atractiva: los textos se agrupan de dos en dos, combatiendo entre sí bajo la etiqueta de las categorías clásicas del boxeo (pesado, pluma, crucero, mosca, etc.). En cada asalto, la extensión, la adscripción genérica o la intencionalidad le confieren cierta igualdad de condiciones a los autores enfrentados, y el programa incluye dos asaltos dedicados a la no-ficción y un especial "fuera de programa", el relato fundacional "Por un bistec", de Jack London, el único participante ajeno al ámbito de la lengua española. Si exceptuamos ese broche, el resto de autores son españoles o latinoamericanos, y el texto más antiguo recogido, de Francisco Ayala, data de 1929. El prólogo de Quique Peinado y la larga nota "A esta edición" de Enrique Turpin están francamente bien, empezando por la vinculación que Peinado establece entre boxeo y contradicción, y hay algunos autores que salen dos veces al cuadrilátero (sé que acabo de agotar el número de metáforas boxísticas que debería tolerar el lector): son Eduardo Arroyo, Ignacio Aldecoa y Roberto Fontanarrosa. Hay dos mujeres escribiendo magníficamente sobre ese mundo de testosterona, Ana María Shua y Liliana Heker.



Sin embargo, es probable que usted apenas esté prestándome atención porque unas palabras siguen zumbando en su cabeza: "cultivadores de una estética del derribo". Frase magnífica, parece señalar una de las características de esa estética, hacer cuajar sentencias que se quedan al borde de la obviedad pero se redimen por cierta verdad y una plasticidad definitiva. Como el boxeo, vaya. En esta antología, lo logran por ejemplo Onetti ("la gimnasia no es un hombre, la lucha no es un hombre, todo esto no es un hombre"), Aldecoa (cuando, al describir a una asistenta que nunca logra limpiarse del todo, habla de "la porquería como un tatuaje"), o Loriga ("todos los hombres están solos o no son nada"). Son solo ejemplos.



Y esa misma frase de Arroyo, o de Cocteau citado por Arroyo, recuerda también que, en realidad, esta antología sobre el boxeo es también una antología sobre el fracaso, el de los boxeadores y el de cualquiera. De hecho, sometiéndolo a una poda bien calculada, Besos a la luz de la lona podría ser una antología sobre prostitución, o sobre periodismo deportivo. Pero siempre seguiría hablando de fracasos, renuncias y tiempo. Es Gonzalo Suárez quien hace más explícita la vinculación del boxeo con el tema del tiempo, en dos sentidos: queda suspendido en el combate, pero vence inevitablemente sobre el mejor de los combatientes. Es sólo cuestión de tiempo que seas anciano y quebradizo. "El tejido del tiempo es el silencio, el tiempo está hecho de silencio. Por eso el silencio absoluto es insoportable cuando estamos en el ring", escribe Suárez.



Cuesta encontrar un relato que hable de éxito, entre otras razones porque no hay éxito que no perezca
Cuesta encontrar en este libro un relato o una crónica que hable de éxito, entre otras razones porque no hay éxito que no perezca, puesto que uno pelea contra sí mismo y su sombra. La decadencia física (experimentada por el personaje o prefigurada por el narrador) es una de las corrientes decisivas en estas páginas, hasta el punto de que, cuando Loriga empieza su relato hablando de "niños boxeadores", a lo terrible de esa idea se añade lo insólito del contraste con todo lo anterior, y la devastación es mayor.



El lector realmente aficionado al boxeo y a su traslación literaria sabrá intuir posibles ausencias (¿Cortázar?) y valorará en lo que valen los textos más imprevistos, aparte de que podría divertirse preguntándose cuántos de los autores seleccionados se subieron alguna vez al ring. En lo que me compete, digamos que aquí entran cuatro piezas canónicas de la literatura en lengua española de los últimos setenta años, sin matices temáticos: hablo de "Jacob y el otro" de Onetti y "Young Sánchez" de Aldecoa entre los retirados, y de "El laucha Benítez cantaba boleros" de Ricardo Piglia y "El boxeador polaco" de Eduardo Halfon entre quienes andan en activo. Villoro, Heker y Fontanarrosa hacen aportaciones espléndidas, el mexicano y el argentino en su registro más seductor al cruzar guantes y amor. Leve y gentil es "Semblanzas deportivas" de Fontanarrosa, leve y final es "Un disparo" de Villoro, que contiene esta maravilla: "A saber cómo encontró al amante en cuyas manos Bambi parecería un pequeño sarcófago". Pero el nivel medio es prácticamente infalible, e incluso los autores de cuya estética uno a priori desconfía más encajan sin problema, y pienso en esa breve pero a decir verdad irreprochable "Oración del boxeador" de Fernando León de Aranoa.



Tal vez los dos asaltos de crónicas resulten los más confusos, no por su calidad sino por un criterio de selección tal vez errático, pero así accedemos a curiosidades como el texto de Joan de Sagarra. Por cierto, Julià Guillamon recogió algunas ideas sobre deporte y boxeo sensacionales de Josep Maria de Sagarra, el padre, en su muy curioso y reivindicable libro Jamás me verá nadie en un ring (edicions Comanegra): "Hay quien cree más en la eficacia de la sonrisa de Voltaire que en la eficacia del puñetazo de Tunney; hay quien cree lo contrario. Yo creo en la eficacia de las dos cosas".



El de Sagarra, con sus matices catalanes, es un texto que completa otro viaje implícito en el libro, el de la lengua castellana. Aquí suena el acento cubano (Pedro Juan Gutiérrez), el espléndido y eléctrico idioma de un Ayala en el 29, latinoamérica, la fina casquería en argot de muchos arrabales, los anglicismos homologados. El conjunto se disfruta tanto que, cuando a Jack London le toca cerrar el festín con un texto legendario, su aparición se aplaude como a un lujo: claro que eleva la euforia, claro que sin él la juerga ya era rugiente.