Richard Ford. Foto: Santi Cogolludo

Richard Ford nació en Jackson, Mississipi. Hasta los ocho años, fue un niño del montón, un hijo único sin demasiados amigos, un lector de Mark Twain. Luego, empezó a vivir en un hotel, un hotel de 300 habitaciones, un hotel regentado por su abuelo en Little Rock, y todo empezó a volverse un poco extraño. Pero a la vez terriblemente divertido y fascinante. Cada día era algo único. Y el pequeño Richard vagaba por todos aquellos pasillos haciéndose cientos de preguntas. ¿Qué había pasado con la pareja de la habitación 217? ¿Y con el tipo misterioso de la 123? Cosas por el estilo. La razón por la que Richard había quedado a cargo de su abuelo tenía que ver con su padre. Había sufrido un ataque al corazón y necesitaba reposo. La cosa se había complicado más de la cuenta y su vida corría auténtico peligro, así que su madre iba a quedarse con él. El niño, con el abuelo.



Es muy probable que el Richard Ford escritor, el Richard Ford que asistió a las clases de Doctorow, al que se tiene por representante del realismo sucio, junto a quien fuera su amigo, Raymond Carver -Raymond le envidiaba: envidiaba su vida estable, envidiaba hasta su forma de vestir, desacomplejadamente formal-, naciera en aquellos pasillos del hotel de Little Rock, observando a todas aquellas parejas entrar y salir de sus habitaciones, y manteniéndose siempre atento al detalle. Porque lo que diferencia al flamante nuevo Premio Princesa de Asturias de las Letras de Raymond Carver, es que, en cierto momento, se cruzó con William Gaddis y su monumental Los reconocimientos, y con buena parte de la literatura posmoderna, y decidió que, puesto que la literatura era artificio, iba a utilizar su voz en modo expansivo, y, así, iba a expandir el día a día de un norteamericano medio, iba a narrar la belleza que lo rodea sin que él sea en absoluto consciente de ella ("En Haddam", escribe en su libro Pulitzer, El Día de la Independencia, "el verano baña las calles suavizadas por los árboles como un bálsamo extendido por un dios negligente, lánguido, y el mundo marcha al ritmo de sus propios himnos misteriosos"), porque de pequeño había asistido a demasiados entierros (el de su padre, entre ellos), y nada le gustaba más que la vida, la vida, por todas partes, todo el tiempo.



Porque eso es lo que hay en las novelas y los relatos de Richard (hoy, Princesa de Asturias) Ford. Vida. Vida y una construcción de personajes de otro mundo. Ford esculpe sus personajes en piedra, los dota de aristas (casi siempre puntiagudas, incluso en los más inesperados) y los encierra en un mundo que da vueltas al margen de sus propias penas (y sus sueños). Veamos qué pasa con Dell, eje y voz de Canadá, la novela que precede a su última colección de relatos, al regreso de Frank Bascombe, Francamente, Frank. Dell es un buen chico. Lo único que quiere es seguir yendo a la escuela y aprender más sobre las abejas, y más sobre ajedrez, porque es fanático del ajedrez y sueña con ir a Moscú para conocer a los grandes genios y, quién sabe, tal vez poder batirse algún día en duelo con ellos. Un buen chico pervertido por un accidente (el atraco que perpetran sus padres en un banco) que no tiene tanto de accidente porque, después de todo, Bev (el Padre) podría haber conseguido los dos mil dólares que le pedían los indios de cualquier otra manera. Pero decide atracar un banco. Porque, como acaba concluyendo Dell, "se estaba convirtiendo en lo que siempre había querido ser". Y lo que siempre había querido ser era un triunfador. Sí, el maldito Sueño Americano. Sólo que un Sueño Americano de desvío. De Chico Malo cansado de hacer el Bien. De aventurero maldito.



Desde Canadá, Ford arremete, como pocas veces, contra América, asegurando, en boca del misterioso personaje que acoge al chico, Dell, que los americanos tienen miedo al fracaso (miedo al fin de ese Sueño Americano) y destruyen todas las pruebas del mismo que consiguen encontrar. A la soberbia y triste odisea del pequeño Dell se suman, así, un puñado de dardos envenenados que Ford, narrador de altura, lanza contra su país y los despiadados engranajes de la vida adulta en la jungla, la feroz jungla o el insidioso Lejano Oeste que en los 60 y aún hoy sigue cobijándose bajo la omnipresente bandera de barras y estrellas. Un Lejano Oeste que no existiría, en papel, sin Frank Bascombe, el periodista deportivo que luego fue agente inmobiliario y que, por el camino, lo perdió todo. Perdió todo aquello que Carver hubiera envidiado de él. Su vida estable. Una vida estable que, como bien sabía el niño Ford, no era más que un espejismo. Tu padre podía enfermar de la noche a la mañana y tendrías que mudarte con el abuelo y entonces todo empezaría de nuevo.



Quizá por eso Frank Bascombe no hacía otra cosa que empezar de nuevo en cada nueva entrega de la trilogía que los relatos de Francamente, Frank convirtieron en tetralogía. En cualquier caso, como dice el propio Richard, Frank ha sido desde el principio una especie de herramienta. Una voz que está ahí todo el tiempo. Un instrumento que le mantiene alerta. Algo que le obliga a prestar atención al presente, a lo que le rodea. Porque, aunque para muchos escritores lo verdaderamente valioso es el pasado, dice, para él lo es el presente. Estar vivo es un milagro, y hay que celebrarlo. Y aunque no haya nadie como él para hacer contener el aliento al lector (o lo que ocurre, sin ir más lejos, cuando Dell y su hermana visitan en la cárcel a sus padres el día siguiente de su detención, con la intención de llevarles gel, champú y una toalla, y se topan con el doloroso cartel 'SUICIDA' que pende de los barrotes de la celda de su madre) y pretender que viva luego, una vez todo se ha acabado, una vez todas esas vidas han vuelto a ser interrumpidas, con lo leído, lo cierto es que hay que celebrarlo.



Así que celebrémoslo.



Enhorabuena, Mr. Ford.



@laura_fernandez