Litografía anónima publicada en 1890 por Calvert Litho Co. Detroit, Michigan

Durante este mes de agosto, El Cultural adelanta por entregas, de lunes a jueves, cuatro cuentos de autores españoles que se publicarán este otoño. El 3 de octubre, Menoscuarto Ediciones lanzará la antología de microrrelatos Yo también soy Sherezade, de José de la Colina (ed. Fernando Valls). A continuación reproducimos algunos de ellos.



- Primera parte

- Segunda parte

- Tercera parte

La metamorfosis, según Hamlet, según Shakespeare

Ser o no ser. Ser escarabajo feliz o ser Gregorio Samsa infeliz: he ahí el dilema.




Aviso a los turistas

Se recomienda a los aficionados al ciclismo que eviten pasar por el pueblo de Titinzán, cuyos habitantes, todavía salvajes, son particularmente golosos de las bicicletas y suelen acechar a los ciclistas, despojarlos de sus vehículos y comer éstos, se dice que guisados o cocidos o asados a la leña, o bien crudos con el solo añadido de tres gotas de zumo de limón.




El contertulio

Quizá no hay mejor amigo que López. Siempre dispuesto a escucharte, a ayudarte en tus dificultades, a reconocer tus méritos, a alegrarse por tus alegrías y afligirse con tus aflicciones. Es además conversador tan gracioso como discreto, y en la tertulia del café esperamos su llegada e intentamos retrasar su partida... Pero, todo se debe decir, tiene una peculiaridad inquietante: cuando se despide de cada uno con un apretón de manos, lo hace como si con el tacto nos leyera el estado de los huesos y el tiempo que podrían durar.




El trapecista

El trapecista niño saltó desde el primer trapecio, dio una voltereta en el aire, llegó al segundo trapecio, dio dos volteretas en el aire, volvió a saltar y a volteretear y a saltar por tercera vez... y así sucesivamente, y llegó al enésimo trapecio, desde el cual saludó a los espectadores que allá abajo circundaban la pista del circo y que estaban aterrados porque con sus potentes anteojos y telescopios veían que el circense atleta era ya un hombre que peinaba canas, que usaba dentadura postiza y le temblaban las corvas y sonreía fatigadamente,



pero



entonces el trapecista reemprendió el número al revés, de enésimo a primer trapecio, y cuando llegó a éste era nuevamente un niño, pero aún más niño: un nene de sonrosados cachetes que se orinó desde allá arriba, mojando a unos cuantos espectadores que no lo tomaron a mal, sino que, al contrario, aplaudían con aún mayor entusiasmo, y él allá en sus alturas, entre su aérea selva de trapecios, sonreía y decía agogó, agogó, agogó, contento de haberse ganado el gran plato de natillas que su mamá, la domadora de elefantes, le daría en premio de su hazaña.




El perdido

Tras arduas buscas un aviador lo percibió a la mitad del desierto, allá abajo, en la gran extensión de fulgurante arena y muy lejos del avión caído. En el viaje de retorno fue hundiéndose en un terco silencio, fijando la mirada en las nubes que pasaban como gigantescas ballenas espectrales tras la redonda ventanilla del avión del rescate. Se mantuvo indiferente a los flashes de los fotógrafos y a las preguntas de los reporteros, a las exclamaciones de sorpresa y de alegría de los amigos, a los abrazos de los hermanos y a los besos de la esposa y las caricias de los hijos. Tardó meses en adaptarse a la, como suele decirse, vida común y corriente, y a la ciudad, a la oficina, a la tertulia, a los partidos de fútbol vistos por la tele y al coito conyugal del sábado en la noche. Y todo, al parecer, iba bien, pero a veces, en la alta noche, salía del lecho procurando no despertar a la esposa, iba a la salita, se servía una copa de coñac, fumaba un lento cigarrillo y se enfrentaba al gran espejo de encima del trinchador para escudriñarse la mirada, y si aquella era su noche feliz veía surgir de sus ojos reflejados en el espejo un vasto, un silencioso, un soleado desierto, al que retornaba durante el tiempo de un parpadeo, y, así, en pijama, con la copa en la mano y el cigarrillo en los labios, tarareando mentalmente una vieja y querida cancioncilla, caminaba gozosamente sin rumbo y se perdía en el horizonte de infinita arena que se confundía con el horizonte de infinito cielo que era en realidad (¿en realidad?) el horizonte del infinito espejo.




La metamorfosis, según Miguel de Cervantes

En un barrio de Praga de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un joven viajante de comercio de los de camisa semanaria, corbata manchada de sopa y zapatos polvorientos. Es pues de saberse que este sobredicho viajante, en los ratos en que no andaba vendiendo, que eran los más del año, se daba a leer libros de entomología, ciencia que trata de los insectos, con tanta afición y gusto que olvidó de todo punto su trabajo y leyendo se le pasaban las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio. Y, rematado ya su juicio con tales lecturas, vino a dar en el más extraño pensamiento en que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, para escapar al fisco y a los acreedores, convertirse en un escarabajo...

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