Descubre el ¿final? del relato "Estaciones de tren" de la barcelonesa Laura Ferrero, que pertenece a su primer libro de relatos, Piscinas vacías (Alfaguara).



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- Tercera parte

Esas dos palabras te acompañan mientras desenvuelves la taza amarilla, y cuando la tienes en tus manos solo consigues decirle "Feliz Navidad". Como si fueran las dos únicas palabras que quedaran en el mundo.



No añades nada más.



Y andáis, ahora en silencio, hacia un restaurante que sabes que le gustará.



Estás haciendo las cosas lo mejor que puedes.



Has elegido actuar. Le has confesado a tu mujer que tienes una crisis. Todo te resulta muy difícil.



-Me parece todo una mierda -dice ella de repente.



Le dices que a ti también y se hace un silencio incómodo. Continúas diciéndole que te gustaría intentarlo. Intentar algo. ¿Intentar el qué? Te oyes decir que la quieres. Tú, que no sabes decir muchas cosas. Y ella te mira y sabes que no te cree.



Te vienen a la cabeza escenas de películas que aborreces. Escenas que no creías que pudieran existir fuera de la pantalla, y sientes que estás atrapado en una de esas conversaciones absurdas.



No sabes por dónde empezar. Las culpas, la responsabilidad. Oyes la voz de tu padre: "Culpas ninguna; responsabilidad, toda". Ya no sabes frente a qué eres responsable ni qué es lo que te hace sentir culpable. Tu mujer, tus hijos. O tú mismo.



Cediste en demasiadas cosas y ahora desconoces lo que te falta o qué era lo que buscabas en tu isla sin trenes. Te jactas de haber sabido elegir las renuncias adecuadas, pero recuerdas que la vida estaba para llenarla. Y lo hiciste. Después, en algún punto y aún no sabes por qué, empezaste a ceder.



Ya no estás seguro de cómo continuar; la miras con insistencia. Piensas en besarla, en sentir sus labios en los tuyos, y te dices que eso sería cometer una torpeza. Ni siquiera sabes si podrías hacerlo. La deseas y no quieres reconocerlo. Llevas tiempo obviando todo eso. El deseo: las ganas que tienes de hacer el amor con ella.



Tienes miedo de hablarle de la realidad, de lo que en ese momento te está pasando por la cabeza.



Ella te dice que no quiere ir a cenar. Ya no quiere ir a ninguna parte.



Estás sorprendido: no sabes bien qué está ocurriendo. Quizás no quieras saberlo.



Ella te da dos besos y se marcha en dirección opuesta.



Cuando das media vuelta, ella ha doblado ya la esquina. Sientes una opresión en el pecho y quieres llamarla, la voz te falla.



Todo te falla últimamente.



Al final, echas a andar detrás de ella, casi corriendo, y la alcanzas. La coges del brazo y ella, asustada, se vuelve. Te mira y te sientes paralizado. Pero la besas. Y cierras los ojos y la estrechas contra tu cuerpo. No te importa estar al lado del restaurante donde sueles ir a desayunar. No te importa que tu hija te esté llamando de nuevo. Tal vez sería mejor que te fueras, pero te quedas en silencio. Hace tiempo que sientes que las palabras no dicen demasiado.



Os separáis y notas que ella tampoco sabe qué hacer.



Te mira y te dice que quizás tengas que irte. Tú quieres decirle que no, que te vas a quedar con ella. Pero eres consciente de que en dos horas estarás de nuevo en casa y que mañana te levantarás para ir con tu mujer a la fiesta del colegio de tus hijos. Vámonos a París. Si pudiéramos. Si tú, si yo, si nosotros. Solo eso.



Entonces le dices:



-Si al menos todo esto...



Pero no continúas porque ella te mira y sientes que hay tristeza en sus ojos.



Y te dices que eres imbécil.



La miras. Es entonces cuando ella se aparta ligeramente y te dice:



-Bueno, no sé. Hay tiempo. Estaremos en contacto, ¿no?



Sabes que es una manera de hablar.



Esta vez, cuando se da la vuelta y empieza a andar, saca el teléfono del bolsillo de su abrigo. De repente, se para en seco, se gira y dirige su mirada hacia ti. Tienes los brazos cruzados y aprietas fuerte contra el pecho la bolsa de cartón donde está tu taza. Estás agarrado a ella como si fuera un salvavidas, como si pudiera mantenerte a flote. Sabes, sin embargo, que solo es una taza.

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