Cerramos esta serie de cuentos de verano con el relato Qué vergüenza, que da título al primer libro de cuentos de la chilena Paulina Flores. Nueve relatos que, de la mano de la editorial Seix Barral, llegan a librerías el 13 de septiembre.

"¿Cuánto falta? Estoy cansada", se quejó Pía, y resopló y arrastró los pies pesadamente.



"Shhh -la calló Simona, su hermana mayor-, deja de molestar."



Llevaban más de una hora caminando por el lado de la calle en que pegaba más fuerte el sol. El padre iba unos pasos más adelante. Se había dado cuenta muy tarde de que la sombra iba por el frente, y los autos que bajaban acelerando por Bellavista ya no les permitían cruzar. De todas formas no tenía sentido pues quedaba poco camino, y la numeración impar a la que se dirigían estaba por ese lado, el del sol.



"¡Papá! ¡Estoy cansada!", gritó Pía, y se sentó en el suelo caliente con las piernas extendidas. El padre no pareció escucharla y siguió andando.



"¡Papá!", gritó con más fuerza. Él se dio vuelta y, sin decir palabra, la aupó con brazos resignados y siguió con ella a cuestas. Pía asomó la cabeza tras la espalda de su padre, como un títere saliendo a escena. Se abrazó a su cuello con fuerza y sonrió victoriosa. Simona alzó las cejas y miró fastidiada a su hermana, para darle a entender cuánto trabajo daba el que fuera tan pequeña. Aunque eso no le evitó sentir cierta amargura. También está cansada, pero ya es demasiado grande para que su padre la cargue.



Es el año 1996. Las niñas tienen nueve y seis años. Su padre, veintinueve, y está cesante.



Simona tuvo que apurar el paso para alcanzarlo. Los pasos de su padre se volvieron aún más largos y rápidos. Caminaba con la mandíbula apretada y parecía serio, por lo menos desde donde ella lo alcanzaba a ver. Está nervioso, pensó Simona. Claro que verlo así de tenso no la entristeció como otras veces, sino que la hizo inflar el pecho de orgullo. Significaba que a su padre le importaba lo que estaba sucediendo. Y lo que estaba sucediendo, lo que estaba a punto de suceder, era idea de ella. Metió la mano al bolsillo de su vestido y apretó el anuncio y el mapa como si se tratara de un boleto ganador.



El orgullo también provenía de la satisfacción de saber que ella sí entendía lo que sentía su padre, no como su hermana chica que hacía problemas por todo. Porque era ella quien había pasado todas esas noches con la oreja pegada a la pared oyendo las peleas de sus padres. Y las mañanas siguientes se había levantado a buscar en el diccionario todas esas palabras que ellos se decían y que para ella eran desconocidas. E incluso buscaba algunas que sí había escuchado antes, pero que en su opinión no calzaban con su padre: fracasado, cobarde, egoísta. Simona se afligía, pero a la vez le encantaba sentirse parte de la solemnidad de los conflictos adultos. Eran el tipo de responsabilidades que venían con el cargo de hermana mayor.



Desde principios de las vacaciones de verano todas las mañanas eran caminatas largas y extenuantes. Por el Centro, por Providencia, por Las Condes. En general, lugares lindos, limpios y modernos. Lejos de la comuna en la que ellos vivían. El padre había quedado cesante hacía mucho, pero con las niñas en casa, de vacaciones, no le quedaba otra que salir con ellas a repartir los currículos o asistir a las entrevistas. La madre dijo que no podían quedar solas. Utilizó la palabra abandonar, "no puedes abandonarlas en la casa".



Al principio a él le pareció un fastidio. Su esposa se estaba desquitando, podría haber hecho más esfuerzos por conseguir a alguna vecina vieja y desocupada que las cuidara. Luego pensó que en realidad no era tan mala idea. Quizá le diera algo de ventaja. Si lo veían llegar con dos niñas, tal vez se compadecieran de él y le dieran el puesto.



"Acuérdense de pensar en algo triste", les decía a sus hijas antes de entrar a las oficinas.



"¿Como que mamá y tú se mueran?", preguntó Pía, confundida, la primera vez que su padre se lo pidió. Sus ojos se volvieron acuosos y palpitantes.



"No, no. No eso. No tan triste -se corrigió el padre-. Lo que quiero decir es que no se anden riendo, ni jugando, ni haciendo chistes mientras me esperan. Quiero que hagan como si estuvieran tristes. Tristes de mentira, como hacen las actrices en la tele..., y después yo las invito a comer papas fritas y nos reímos los tres solos."



Pía sonrió aliviada y feliz ante la idea de las papas fritas. Pero al rato sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas cuando, ya sola con su hermana, Simona le dijo: "¿Sabes lo que pienso yo para estar triste? Que papá y mamá van a separarse".



Simona alzó la vista y miró desafiante al sol. Tantas veces le habían advertido que no lo hiciera y ahora, totalmente confiada, pensó que era capaz de recibir todos los rayos. Porque esta mañana sería diferente. Esta mañana triunfarían y valdría por todos los esfuerzos y fracasos anteriores. Y ella había planeado todo. Por fin serviría su ayuda.



Intentaba colaborar desde hace mucho. Por las tardes se sentaba en la mesa de la cocina, junto a su padre, y, con su propio montón de diarios a cargo, buscaba cualquier aviso laboral que apareciese.



Lo marcaba con destacador fluorescente, lo recortaba con cuidado y lo pegaba en una hoja blanca que, después, colmada de anuncios, archivaba en una carpeta rotulada Avisos clasificados para papá. Al final del día se la entregaba con la gravedad que merecía el asunto.



El hecho mismo de que su padre encontrara trabajo no motivaba su entusiasmo y dedicación. Tampoco el deseo de acabar con las peleas de sus padres o los apuros económicos. Lo que ella ansiaba lograr era que su padre volviese a ser el de antes.



Al principio, cuando se enteró de que lo habían echado, no pudo evitar sentir una gran satisfacción. No se lo dijo a nadie, pero estaba muy contenta.



¡Por fin disfrutaría de su padre todo el día! ¡Todos los días! Y más encima en vacaciones; parecía un sueño. Nada se interpondría en sus juegos: ni el trabajo, que lo dejaba tan cansado por las noches, ni su madre.



Porque su madre parecía el mayor obstáculo. Nunca la dejaba pasar tiempo con él: acaparaba y dominaba cada aspecto de su vida. La de ella y la de su hermana menor. Les servía las comidas, las llevaba al colegio, a los cumpleaños, a comprar ropa. Cuando su padre llegaba del trabajo, seguía adjudicándoselo todo: revisando las tareas y las mochilas, secándoles el pelo tras el baño, vigilando que se lavaran bien los dientes, arropándolas en la cama y apagando la luz. Apenas recibía el "buenas noches" cuando su padre se levantaba a ponerle llave a la casa.



¡Qué decir de los domingos! Cuando por fin podía disfrutar de él, su madre lo frenaba con retos: "No la molestes, Alejandro", gruñía cuando él se abalanzaba sobre ella para comenzar una guerra de cosquillas. "¡Es una niña!" Lo mismo en el almuerzo, cuando su padre empezaba con el chiste de "quien termina primero ayuda a su compañero": "Déjalas comer tranquilas". Simona no quería que la dejara tranquila, no quería que su madre la defendiera. Ella sabía que se trataba de bromas, y le gustaban. Pero su madre no lo entendía, y se quejaba con sus amigas diciendo "es como tener un hijo más" o "siempre me deja como la mala de la película".



Pero ocurrió que al quedar cesante las cosas fueron todavía peores. Y entonces Simona se dio cuenta de que había un muro aún mayor que la separaba de su padre.