John Le Carré
Una huida a Berna, desde su Inglaterra natal, cuando aún contaba diecisiete años, y una "afición indiscriminada por todo lo alemán" determinó la vida de John Le Carré (Dorset, 1931). Lo confiesa en sus memorias, Volar en círculos (Planeta), que llegan hoy a las librerías de todo el mundo. El escritor cuenta que recorrió las ciudades arrasadas del Ruhr, que enfermó y guardó convalecencia en un "viejo catre de la Wehrmacht" y que visitó tras la guerra los campos de concentración de Dachau y Bergen-Belsen, "cuando aún persistía el hedor en los barracones". Desempeñó labores de inteligencia en Austria y después, en Bonn, fue espía bajo la tapadera de un cargo subalterno en la embajada británica. Recorrió medio mundo (a menudo con identidades falsas) y vivió aventuras que ahora, en la vejez, es incapaz de desligar de las de sus personajes: "El recuerdo puro -escribe el exitosísimo autor de novelas de espionaje- sigue siendo tan difícil de aprehender como una pastilla de jabón mojada".
En realidad, todo lo anterior es un resumen apresuradísimo de una vida que ya quisieran para sí muchos personajes de ficción. Ni siquiera como escritor, pronto celebrado por El espía que surgió del frío (1963), ha sido Le Carré un sedentario. Para sus novelas acostumbraba a acompañar a periodistas y corresponsales de guerra: Camboya, Vietnam, Israel y Palestina, el Congo, un lado y otro del telón de acero. "A partir del mundo secreto que conocí, he intentado crear un teatro para los mundos más extensos que habitamos", escribe. "Espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro", apunta en otro lugar. Recuerda que en Bonn, cuando su misión consistía "en obtener traidores para su causa", comenzó su vida de escritor. Aunque sitúa su vocación literaria por delante, reconoce que el espionaje le vino dado de nacimiento, como "el mar a C.S. Forester, o la India a Paul Scott".
Le Carré no ha sido el único espía convertido en escritor. Cita a Somerset Maugham ("agente secreto británico, aunque no demasiado bueno"); a Compton Mackenzie, que en 1932 llegó a ser condenado a pagar una multa de cien libras esterlinas por revelar secretos en sus Greek Memories; o al más célebre, Graham Greene. Le Carré revela al lector que, a finales de los cincuenta, un abogado del MI5 le anunció que llevarían a juicio a Greene por Nuestro hombre en La Habana. "El libro es bueno", se quejó el abogado. "Es condenadamente bueno. Ahí está el problema". El propio Le Carré consigna algunas anécdotas reveladoras de las incomodidades que generaban sus novelas en los servicios de espionaje británicos. Tras la publicación de El espejo de los espías, la historia de un agente británico-polaco enviado en misión a Alemania del Este, Denis Healey, exsecretario de Defensa británico, del Partido Laborista, le gritó, en una fiesta privada: "¡Yo sé lo que eres tú! ¡Eres un espía comunista!".
Le Carré se divierte al recordar ahora, ante su escritorio, en el sótano del chalet suizo que se construyó con los beneficios de El espía que surgió del frío, aquellas fricciones, aunque en su día le causaron no pocas zozobras interiores. ¿Se estaría convirtiendo en un traidor? De hecho, aún hoy, avisa en sus memorias, se abstendrá, por respeto a su juramento, de revelar ciertos secretos que comprometan la seguridad de su nación. "De mi trabajo para la Inteligencia británica -escribe-, desempeñado sobre todo en Alemania, no quiero añadir nada a lo que ya han escrito otros, de manera inexacta, en otros sitios".
"El KGB nos superó en astucia"
Le Carré se hace, con sorna, el despistado, cuando recuerda los ataques que viene soportando desde que el espionaje pasó de oficio a fuente de inspiración. Sobre un iracundo excolega que amenazó con tumbarle de un puñetazo, dice: "Habría sido inútil hacerle ver que en algunas de mis novelas he pintado a la Inteligencia Británica como una organización mucho más competente de lo que es en realidad". Y un centenar de páginas después: "Todos los servicios de inteligencia tienden a mitificarse, pero los británicos somos una clase aparte. Mejor no hablar de nuestra triste figura en la Guerra Fría, donde el KGB nos superó en astucia y en capacidad de infiltración prácticamente a cada paso".
Otro de los blancos de Le Carré (en realidad el principal) es su padre, al que acusa de "embaucador y farsante". Un hombre que se codeó con el crimen organizado y visitó la cárcel varias veces. También pegaba a sus hijos. Y a sus mujeres. "Lo hacía tan a menudo y con tanta determinación, y a unas horas tan intempestivas, cuando volvía a casa por la noche, que por un impulso de caballerosidad me autoerigí en su ridículo protector y por eso dormía en un colchón, delante de la puerta de su dormitorio, con un palo de golf en la mano, para que Ronnie tuviera que enfrentarse conmigo antes de acceder a ella". El retablo familiar de Le Carré es descorazonador. Su madre lo abandonó cuando tenía cinco años y se reencontró con ella dieciséis años después. Tenía otros dos hijos. "Todavía hoy sigo sin saber qué clase de persona fue", escribe. Y en otro lugar: "Graham Greene dice que la infancia es el saldo que tiene un escritor a su favor. Si es así, yo nací millonario".