Boualem Sansal. Foto: Farouk Batiche

Traducción de Wenceslao-Carlos Lozano. Seix Barral. Barcelona, 2016. 272 páginas, 19'50€, Ebook: 11'99€

¿Cómo sería un mundo gobernado por el fundamentalismo religioso? Boualem Sansal (Argelia, 1949) ha abordado ese temor en 2084, una novela que no disimula su deuda con 1984, la célebre distopía imaginada por Orwell para advertir sobre los riesgos del totalitarismo político. Sin miedo a internarse en el terreno de lo políticamente incorrecto, Sansal ha basado su fantasía en el Islam, mostrando las aberraciones morales de una religión que nunca ha disimulado su hostilidad hacia los valores de las sociedades democráticas. No obstante, su ficción puede aplicarse indistintamente a cualquier religión, pues la verdad revelada siempre aspira al poder absoluto y al exterminio del adversario, dividiendo al género humano en creyentes e infieles. "Puede que la religión haga amar a Dios -escribe Sansal en el umbral de su obra-, pero no hay nada como ella para acabar detestando al ser humano y odiar a la humanidad".



Sansal sitúa la trama en un lugar indeterminado de un futuro no muy lejano. Ati, el protagonista, se recupera de la tuberculosis en un sanatorio alejado de los núcleos urbanos. La tuberculosis se ha convertido en epidemia en una época que oscila entre una pobreza primitiva, casi medieval, y un progreso tecnológico orientado a garantizar el control de la población, combatiendo sin tregua al enemigo interior. Tras una sucesión de Guerras Santas, ha surgido un único país, Abistán, que adora a Yölah, el único Dios, y Abi, su Delegado. El gobierno descansa en la Justa Fraternidad que persigue cualquier forma de herejía mediante solemnes ejecuciones en masa concebidas como espectáculos públicos. La pluralidad de lenguas de otro tiempo ha sido reemplazada por la "abilengua", un idioma deliberadamente empobrecido que carece de recursos para expresar emociones e ideas complejas. Una vez al año, se celebra el Día Bendito, una fiesta religiosa que incluye el sacrificio de miles de animales por degollamiento. Para Ati, que ha experimentado la enfermedad como una invitación a reflexionar, sólo es "una especie de orgía inabarcable y vulgar". El culto a Yölah se basa en la obediencia y en la sumisión. El Aparato, un organismo político-religioso, se ocupa de garantizar el orden y castigar a los impíos. El concepto de libertad de expresión ni siquiera existe, pues la "abilengua" ha reinventado el pensamiento, eliminando las ideas que representan un peligro para el orden establecido.



Abi será llamado con el paso de los años Bigaye. Es evidente que el autor juega con el significado de un término inexistente, pero que puede descifrarse fácilmente. No hace falta mucho ingenio para deducir que Bigaye puede traducirse como el "Gran Ojo". El "Gran Ojo" que todo lo observa, que todo lo escruta. La representación de Dios como un gigantesco ojo es un lugar común de las religiones. Esa iconografía se repite porque se basa en un dogma común: no es posible eludir la mirada de Dios, su omnipotencia y su providencia rebasan nuestros pobres recursos. Caín levantó la primera ciudad, huyendo del acoso divino, pero no consiguió nada. La analogía con el "Gran Hermano" de Orwell es evidente. Este universo semántico manifiesta que el poder temporal y el poder espiritual sólo son variantes del mismo afán: someter al hombre, privarle de su libertad, asfixiar su pensamiento. En el mundo de Bigaye está prohibido dudar y la hipocresía, lejos de ser un defecto, constituye una virtud, pues el individuo no debe exteriorizar sus especulaciones, sino acatar las creencias impuestas desde arriba.



No es tan brillante como

Ati abandona el sanatorio y conoce a Koa, que pertenece al linaje de una familia que destacó por su fidelidad a Yölah y a Abi, su Delegado. Ambos desconfían del relato oficial. Ati ha contemplado durante su convalecencia el tránsito ininterrumpido de misteriosas caravanas. Los dos han oído hablar de una Frontera que conduce a un territorio desconocido, donde los hombres y las mujeres viven de espaldas a Yölah, con infinidad de lenguas, un amplio abanico de libertades y una inaudita tolerancia. Saben que existe Hor, el país de los Regs o renegados, pero sólo es un gueto que soporta los ataques y bombardeos de Abistán. Sospechan que la Justa Fraternidad no destruye Hor porque le interesa mantener indefinidamente el estado de guerra. El poder no puede sobrevivir sin antagonistas a los que hostigar y reprimir. Si no existe un enemigo, hay que inventarlo. Hor es la negación de la Ciudad de Dios, centro sagrado de Abistán. Hor es la Ciudad del Hombre, la provincia de la libertad, la cuna y el refugio de la diferencia. En Abistán, se desconoce la existencia de los libros, pues fueron destruidos hace mucho tiempo. En su lugar se lee el santo Gkabul, donde Abi expresa en versículos la revelación de Yölah. No es un libro, sino la Palabra de Dios. El Gkabul -ignoro si Sansal pretende aludir de forma bastante explícita a la antigua capital de los talibanes- lanza anatemas contra los impíos: mujeres impúdicas, hombres escépticos, mentes inconformistas. Exalta la guerra, la pena de muerte, la sumisión. Las semejanzas con el Corán y la Biblia son aplastantes e inquietantes, pues millones de contemporáneos no reconocen otra autoridad.



La Justa Fraternidad no persigue tan sólo a los herejes o disidentes. Cualquiera puede ser su víctima. La esencia del poder totalitario es despojar al individuo de derechos. La vida no es un bien protegido por la ley, sino un privilegio otorgado por la autoridad. En cualquier momento puede ser revocado. Las consignas de Abi son tan monstruosas como las de 1984: "La muerte es la vida", "La mentira es la virtud", "La lógica es lo absurdo". Desgraciadamente, una mayoría prefiere obedecer sin rechistar, no por miedo a los castigos, sino por lo inaceptable que les resulta la finitud. "La religión, es sin duda, el remedio que mata", escribe Sansal. 2084 no es tan brillante como 1984, Un mundo feliz o Farenheit 451, pero logra atrapar al lector desde las primeras páginas. Su prosa, de raigambre borgeana, discurre con enorme elegancia y no hay que esforzarse demasiado para simpatizar con sus personajes, donde apreciamos desamparo, vulnerabilidad y una búsqueda infatigable de la verdad. Sería pueril restringir 2084 al ámbito del Islam. No es un libro contra una religión, sino contra las religiones. La sharia no es menos abominable que los autos de fe organizados por las iglesias cristianas. El ayatolá Jomeini es un energúmeno tan deleznable como Calvino, Lutero, Torquemada o Savonarola.



"Cristiano es el odio al espíritu -escribe Nietzsche-, al orgullo, al valor, a la libertad, al libertinaje del espíritu; cristiano es el odio a los sentidos, a las alegrías de los sentidos, a la alegría en cuanto tal…". Podríamos cambiar "cristiano" por "musulmán" y la frase conservaría intacto su sentido. Sansal plantea una alternativa valiente y esperanzadora. El ser humano sólo será libre cuando pierda el miedo a "la violencia intrínseca del vacío", cuando acepte que su vida se extinguirá y el universo continuará sin él. La santidad no consiste en adorar a un Dios, sino en amar la vida. La liberación definitiva de la humanidad no se consumará hasta que las religiones retrocedan al ámbito de lo privado y dejen de interferir en la política. Los dogmas de fe transforman a los individuos en "corderos adormecidos". Los libros -como 2084- los despiertan, mostrándoles que el sentido de vivir no es aguardar una inexistente eternidad, sino aceptar el incesante devenir, sin fantasear con ídolos o quimeras.