Fuente de los niños (Stalingrado), símbolo del sufrimiento infantil en la guerra
Como suele suceder con los autores que obtienen el Nobel de Literatura, la obra de Svetlana Aleksiévich (Stanislav, 1948) ha conocido una rápida difusión en breve tiempo. Como es sabido, la escritora bielorrusa lo ganó en 2015. La mayor parte de sus obras importantes ha sido vertida al castellano en los últimos meses. El público español puede así tener un conocimiento bastante ajustado de sus preocupaciones, sus temas y del modo concreto en que los aborda. Quizá lo primero y más importante que habría que destacar es que Aleksiévich no responde al patrón convencional del novelista, fabulador o poeta que consiguen el prestigioso premio. Alexiévich es más bien una periodista o, si se prefiere, una ensayista en la línea del también afamado cronista de los avatares del mundo actual que fue Ryszard Kapuscinski. Esto no quiere decir que ambos se parezcan, porque la escritora bielorrusa tiene una voz propia y un estilo inconfundible. Ello es así, primero, por su perspectiva femenina, es decir, por su manifiesta voluntad de dar voz a las mujeres, en su opinión no solo las mayores damnificadas de guerras y catástrofes, sino también las grandes marginadas, las permanentemente silenciadas. La obra que mejor expresa y simboliza esa recuperación de la mirada femenina es sin duda La guerra no tiene rostro de mujer (Debate). En sus páginas encontramos los testimonios de una parte de las miles de mujeres que vivieron -sufrieron- las penalidades de la Segunda Guerra Mundial, expuesto con una sinceridad desgarradora, con la mínima elaboración por parte de la autora, con el fin de no restar un ápice de protagonismo a las víctimas ni a los testigos directos de las penalidades. He aquí, implícito, el segundo denominador común de la obra de de Alexiévich, su decidido empeño en dejar expresarse a los protagonistas sin interposición, sin buscar réditos literarios o estilísticos. En un mundo en el que los egos hipertrofiados están a la orden del día, no puede considerarse este un asunto menor. Así, en Voces de Chernóbil, la autora del libro permanece ostensiblemente en la penumbra para que sean los habitantes de la zona los que cuenten de primera mano las consecuencias de la catástrofe. El tercer rasgo de la producción de la escritora bielorrusa es su afán por ceder la palabra a la gente común, esa población a la que no se le da voz ni voto pero que sufren de modo brutal las decisiones arbitrarias de los poderosos. Otra de sus obras más celebradas, Los muchachos de zinc (Debate), trata de los jóvenes que fueron a morir en la desgraciada guerra de Afganistán. Por último, el cuarto gran atributo de la literatura de Alexiévich es su vívido retrato del desplome de las ilusiones del paraíso socialista en obras como El fin del Homo Sovieticus (Acantilado). En Últimos testigos, el libro que ahora nos ocupa, Svetlana Alexiévich vuelve a poner de relieve la mayor parte de las virtudes y características señaladas en las líneas anteriores. Nuevamente, las víctimas más vulnerables, en este caso los niños; reaparece el escenario bélico, la Segunda Guerra Mundial y otra vez, las voces de los protagonistas sin apenas mediación. Tanto es así que la autora renuncia a la contextualización o incluso a una breve introducción y prefiere, dicho así en la primera página, "en lugar de prefacio..., una cita". Una cita para recordar que en la "Gran Guerra Patria" murieron millones de niños soviéticos. Y, tras ese recordatorio, una pregunta demoledora, la que formuló Dostoievski en su momento y que aquí adquiere proporciones de lamento desgarrador: ¿es posible la absolución de un mundo que produce el sufrimiento de un niño inocente? Las páginas que siguen recopilan testimonios de decenas de niños de entonces, hoy ya muy mayores, los "últimos testigos" que menciona el título. Privilegiados hasta cierto punto porque sobrevivieron, porque no formaron parte de los casi trece millones de niños muertos que produjo la guerra. Pero que quedaron marcados por un sufrimiento atroz: muchos vieron cómo torturaban o asesinaban a sus padres, madres o hermanos, cómo quemaban o destruían sus hogares. Pasaron sed, hambre, frío y enfermedades, malvivieron aterrorizados en guetos, prisiones o campos de exterminio. No es extraño que una de las voces que se recogen resuma todo así: "Me dan miedo los hombres... Me dan miedo desde la guerra".