Edna O'Brien. Foto: Jonás Bel

Edna O'Brien (Tuamgraney, 1930) es un clásico vivo de las letras irlandesas. Menos leída en nuestro país (al menos hasta que Errata Naturae publicó su primera novela en 2013, lo que la "situó" en el mapa de muchos lectores), en Irlanda, como en Estados Unidos e Inglaterra (en donde vive), su prestigio ha sido constante desde los años sesenta, cuando publicó Las chicas del campo. Aquella novela cayó como una bomba en cierto sector de la pacata sociedad irlandesa de entonces. Provocó, como recuerda ahora O'Brien, un "auténtico incendio" (el párroco de su pueblo quemó ejemplares en la plaza). A O'Brien, que arruga el gesto ante los elogios, la admiran, entre otros, Philip Roth, John Banville o Alice Munro (en su día Norman Mailer también, aunque se permitió decir que su literatura era "too interior", lo cual, según O'Brien, revela los prejuicios que muchos escritores hombres tienen hacia la literatura escrita por mujeres). Algunos dicen que es la mejor escritora en activo en lengua inglesa.



La autora, que vive en Londres desde hace más de cincuenta años, está estos días en Madrid para presentar su última novela, Las sillitas rojas, de la que Joyce Carol Oates escribió una entusiasta reseña publicada por El Cultural la semana pasada. Es la historia del místico Vladimir Dragan, y de su choque con la 'microsociedad' de un pueblecito del sur de Irlanda. Allí llega dejando atrás un pasado inconfesable y allí ejercerá de curandero y terapeuta sexual. En realidad, como se desvela muy al principio del libro, se trata de un genocida de la guerra de los Balcanes: la historia que inspiró a O'Brien es la historia real de Radovan Karadzic.



Pregunta.- Creo que tuvo la idea de escribir este libro la filmaban para un documental sobre su vida. ¿Qué fue lo que pensó?

Respuesta.- Tuve la idea de escribir sobre ese hombre cuando vi en la televisión cómo capturaban a Radovan Karadzic. Lo vi bajando de un autobús, esposado, ataviado tal y como lo describo en la novela. Y esa idea se me quedó en la cabeza, pero no tenía la historia clara todavía. Cuando estaban rodando aquel documental sobre mí, recordé algo que decía Tolstoi: que una de las más grandes historias que se pueden contar es la de un extraño que llega a un pueblo. Yo pensé que ese extraño que había visto por la televisión podía llegar a un pequeño pueblo de Irlanda. Así se unieron las dos ideas que dan pie a la novela.



P.- ¿Pesa más en la novela el retrato de esa Irlanda rural o el del genocida?

R.- Las dos partes son importantes para la historia. Una historia, una narración es un mosaico. Un mosaico compuesto de muchas teselas, de colores, imágenes y figuras muy distintas. Una novela no hace política. Claro que yo quería escribir sobre ese genocidio y sobre ese genocida, y claro que quería escribir de su peso desde un punto de vista político. Pero también quería ubicarlo en un marco humano con el que el lector pudiera sentirse identificado. Una novela es una historia, no es un ensayo o un editorial.



P.- Usted descarta pronto hacer un thriller o una historia de suspense, dejando claro al lector cuál es la identidad real de Vladimir Dragan e incluso su correspondencia con Karadzic.

R.- Sí, aunque yo quería escribir una historia con una tensión considerable. Pero "tensión", según lo veo yo, es muy diferente a "thriller". A la gente le gusta el thriller, pero a mí no me gusta demasiado. El thriller está escrito a partir de una fórmula y eso no va conmigo. En realidad lo que yo quiero hacer cuando escribo una novela es justo lo contrario: escribir una historia humana sin servirme de una fórmula.



P.- Se estableció en Londres hace muchos años, pero Irlanda sigue siendo la materia de su literatura. ¿Ha pensado alguna vez en volver a su país a vivir?

R.- Llevo cincuenta años fuera de Irlanda, pero vuelvo todo el tiempo precisamente por eso que dice: porque Irlanda está en mis libros. Volví a Irlanda esta misma semana. Irlanda es mi literatura y la fuente de mi imaginación. En Las sillitas rojas era importante para mí que Irlanda sea el centro de una historia global. Es un lugar que yo conozco, yo conozco los sentimientos, conozco a la gente, las costumbres y los chismorreos, las sospechas y las desconfianzas que puede despertar un extraño. Irlanda es un gran lugar para situar historias y al mismo tiempo me encuentro bien viviendo fuera de Irlanda.



P.- ¿Habría sido escritora de haberse quedado en Irlanda?

R.- Quizás, pero no lo sé. Yo tenía la sensación de que en aquella Irlanda de los años sesenta no me podía quedar. Yo quería escribir, escribir y escribir sin condiciones, sin que la gente me dijera lo que tenía que escribir. Me fui de mi país en busca de pluralidad, de otras visiones y culturas, no necesariamente de otras lenguas. Irme de Irlanda significó para mí ver el mundo que había fuera y traerlo conmigo, traer hacia mí ese mundo para tener una conversación más rica. De ese choque surge también la literatura. Para eso mi país no era suficiente.



P.- Creo que desde hace años escribe en voz alta. ¿Por qué? ¿Es tan importante la sonoridad de las palabras para usted? ¿Cree que su característico estilo se puede traducir?

R.- ¡Espero de verdad que mis novelas sean musicales! Sé que mis novelas son un desafío para los traductores. En primer lugar, porque ha de traducirse la fluidez. Yo además utilizo el inglés de Irlanda. Si tú lees a un escritor inglés actual y después coges un libro mío y lees un párrafo, verás que ambos están escritos en inglés, pero la sintaxis es diferente. Es algo común a todos los escritores irlandeses. James Joyce es el mejor ejemplo. La audacia y la originalidad de su inglés (el inglés de un territorio satélite) es una especie de venganza histórica, la venganza de los territorios que fueron conquistados. Dicho esto, creo que el mejor inglés es el inglés isabelino. El inglés de Shakespeare y, como el suyo, el de muchos escritores de su época. Es un inglés maravilloso.



P.- ¿Cuáles fueron las primeras lecturas que le influyeron?

R.- Nosotros no teníamos libros en casa. Teníamos un solo libro de cocina y muchos libros para rezar. Pero recuerdo haber leído de niña algo de mitología irlandesa. Mi madre pensaba que la literatura era peligrosa, así que yo no tenía demasiadas opciones. Aquellas historias extravagantes, en las que aparecían toros, reyes y reinas y batallas fueron mis influencias más tempranas. Pero entendí más tarde que, aunque esas historias pueden estimular tu imaginación, no pueden ser modelo o ejemplo para un futuro escritor. Así que tiendo a pensar que mi primera lección literaria perdurable fue una página concreta de James Joyce, de su Retrato del Artista Adolescente. Aquel libro estaba en una librería de segunda mano, en Londres, lo compré y lo saqué conmigo y abrí una página. Era la escena de la cena de Navidad en casa de Stephen Dedalus. Había platos maravillosos, todo estaba puesto allí a favor de la felicidad, como en un cuento de hadas. Y de repente hay una irrupción, un asunto político relacionado con los sacerdotes. Cuando leí aquello me di cuenta de que había estado escribiendo estupideces, cosas ridículas y artificiales, y pensé que, si realmente quería escribir, debía hacerlo desde la experiencia de mi propia familia. Flaubert, que era un genio, dice aquello de "Bovary soy yo". Pues bien, Bovary no es él, pero lo son sus emociones. Yo no podría haber escrito Las chicas del campo sin la sabiduría de James Joyce, por un lado, y sin las experiencias que viví en mi país, pero tampoco sin el corte o la separación que decidí tener con Irlanda. Tampoco el segundo libro. Dicho esto, no me di cuenta hasta mucho más tarde de cuánto amaba mi país, aun con el enfado que sentía.



P.- ¿Siente que ha enriquecido su obra la educación religiosa que recibió?

R.- Desde luego que sí. Su influencia es muy notable. Siempre está ahí. Un escritor ruso viene a Europa y tú le puedes ayudar, puedes enseñarle inglés y colaborar para que se integre, pero en su sangre y en su identidad siempre estará la Rusia ancestral. Lo mismo me ocurre a mí. La religión y la educación religiosa que recibí me envuelven y también me envuelve la historia. Son aspectos de mí que encuentran su camino para introducirse, muy despacio, muy imperceptiblemente, en cada texto que escribo.



P.- ¿Le ha causado en algún momento de su vida un conflicto interior su crítica a la iglesia católica y sus creencias católicas o el bagaje de su educación?

R.- Absolutamente. Y es un conflicto del que la escritura no se puede librar. La escritura en este sentido es pasiva y amable, pero proviene, cuando es verdadera, de un conflicto entre muchas cosas muy distintas, especialmente sentimientos que surgen de algo original.



P.- ¿Sigue el catolicismo teniendo tanta influencia en la vida pública de Irlanda?

R.- No como antes, aunque mantiene la presencia. Cuando vivía en Irlanda, la iglesia estaba en todas partes, lo veía todo, lo que hacías, lo que comías, lo que decías. Está en Joyce también. Lo que ha ocurrido hoy con la iglesia irlandesa es terrible. La historia más terrible que se puede contar hoy de esa iglesia es la del trato a los niños, los abusos físicos y sexuales que han tenido lugar en los monasterios y en las escuelas. Eso ha sido un shock increíble para la sociedad irlandesa. Pero, discúlpeme, me debería ir ya. Me espera un día muy largo...



P.- Una más: ¿qué opinión tiene del Brexit?

R.- Le daré una respuesta corta: un terrible desastre.



@albertogordom