Manuel Cruz
"El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad". Esta cita de Shakespeare, que expresa a la perfección la enorme subjetividad con que experimentamos la duración de las cosas, abre Ser sin tiempo (editorial Herder), el último libro de Manuel Cruz. El filósofo certifica en él el fin de la temporalidad: el modelo de vida capitalista ha auspiciado el cortoplacismo hasta el punto de convertir el tiempo en una "pura sucesión ininterrumpida de instantes".Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y ganador de prestigiosos premios de ensayo como el Anagrama, el Espasa y el Jovellanos, Cruz nos explica en esta entrevista las cuestiones principales de un libro en el que también aborda el papel que tiene en la sociedad contemporánea la filosofía, cada vez más necesaria para explicar el mundo y, paradójicamente, cada vez más arrinconada por los planes de estudio. El pasado sábado, en el Foro de la Cultura celebrado en Burgos, el autor demostró esa utilidad práctica que se le reclama constantemente a la filosofía debatiendo junto a sus colegas Daniel Innerarity y César Rendueles sobre otra cuestión de importancia en la esfera pública actual: la emergencia de colectivos que abren y reclaman más espacios de participación ciudadana frente al descrédito de la clase política.
Pregunta.- Dice en su libro que la clave del cambio de percepción del tiempo es la sustitución del círculo, marcado antiguamente por los ciclos naturales, por la línea ascendente, determinada por la idea de progreso. ¿Cuándo tuvo lugar este cambio?
Respuesta.- La idea de progreso no deja de ser una determinación particular de la idea de historia, y esta, a su vez, se hace visible cuando las transformaciones en la vida de los individuos y de los grupos, consecuencia de sus propias acciones, no solo empiezan a ser constantes sino que parecen circular en una determinada dirección de avance, mejora o, como poco, acumulación. Esta historia -distinta a la historia natural, imperceptible casi por definición para los seres humanos- puede considerarse como una variante, desplazada, del conocido giro copernicano, que pone al hombre en el lugar explicativo que antes ocupaba la naturaleza.
P.- Los filósofos se enfrentan, como dice, a la eterna pregunta sobre la utilidad de su disciplina. Usted considera que la sociedad tiene la sensación de que no sirve para nada porque no sabe qué hacer con ella. ¿Qué propone usted que hagamos con ella?
R.- Considerarla como lo que es: un saber que nos permite entender tanto el alma humana como sus productos, tanto el mundo como sus efectos, y actuar en consecuencia. En todo caso, que la filosofía se vea arrinconada como resultado de considerarla inútil prueba, de manera contundente, precisamente la necesidad que tenemos de ella. Porque una sociedad que no es capaz de preguntarse por el significado de determinadas utilidades ni, por tanto, de ponerlas en cuestión es una sociedad con un severo déficit de reflexión, pero, sobre todo, inerme frente a las agresiones del mundo.
P.- Llama la atención sobre una curiosa paradoja: a medida que la filosofía va perdiendo peso en la enseñanza, cada vez hay un mayor interés por parte de la sociedad (especialmente a través de los medios) en que los filósofos nos aclaren un poco el sentido del mundo en que vivimos.
R.- Creo que constituye una buena noticia ese digamos que índice de resistencia que todavía encontramos en la sociedad, y pienso que expresa una necesidad profunda de los seres humanos, la de entender lo que les pasa, imposible de soslayar (aunque al respecto, por pura prudencia, prefiero no ser triunfalista). De ser así, quizá habría que poner el foco de la atención, más que en la cuestión corporativa o gremial de la oferta (los filósofos o la filosofía), en el aspecto casi antropológico de la demanda (el anhelo de comprender al que gustaba de referirse Hannah Arendt).
P.- También critica el elitismo de algunos filósofos que no quieren ocuparse de asuntos aparentemente triviales.
R.- Me parece que es un error distinguir entre asuntos triviales y asuntos trascendentales o, como también suele hacerse, entre cuestiones propiamente filosóficas y cuestiones sin interés filosófico alguno. La diferencia importante, a mi juicio, no está en el objeto sino en el tratamiento. Ya hace décadas que diferentes autores -y no solo filósofos, por cierto- llamaron la atención sobre el hecho de que uno puede leer fenómenos como el de la moda, el fútbol, la televisión o cualquier otro como síntomas o indicadores de instancias dignas de análisis.
P.- Cree que su teoría del "ser sin tiempo" encaja bien con lo que plantea Lipovetsky en su reciente libro De la ligereza y con la "modernidad líquida" de Bauman?
R.- En cualquier época y momento de la historia sin duda son muchos los autores que se esfuerzan por aportar claves que permitan entender lo que está sucediendo. Los dos autores por los que me preguntas han dado muestras de pensar de manera aguda y penetrante sobre las estructuras, cambiantes, del mundo actual. En la medida en que participo del propósito tendría sentido que alguien creyera apreciar sintonías, sinergias, o incluso, directamente, coincidencias.
P.- ¿Cree que la abundancia de términos difíciles de entender es una razón de peso por la que la filosofía tiene esa fama de ininteligible o elitista? ¿Se puede renunciar a ellos sin perder rigor o precisión?
R.- Wittgenstein afirmaba que todo lo que se puede decir, se puede decir con claridad y, por su parte, Ortega, algo antes, había sostenido aquello de que la claridad es la cortesía del filósofo. Sin duda los filósofos hemos de hacer un esfuerzo para que no sea nuestro propio lenguaje el que se constituya en un obstáculo para la comunicación, y no tengo dudas de que en muchas ocasiones buena parte de mis colegas han sido, en el sentido orteguiano, poco corteses con sus lectores.
»Dicho lo cual, creo que valdría la pena romper una lanza por la precisión filosófica, que no debería confundirse con "jerga". Cuando el filósofo usa adecuadamente las palabras, habla de "ser" porque quiere referirse a algo específico y bien distinto a "cosa", "ente" o "realidad". Lo propio cabría afirmar de cualquiera de sus términos habituales (y tanto da, al respecto, que hablemos de "racionalidad", "esencia", "juicio", "trascendencia" o la que se prefiera). Los excesos de algunos hiperacademicistas no deberían hacer que tiráramos el niño junto con el agua del baño y malbaratáramos una herencia teórica, la de la historia de la filosofía, de enorme valor.
P.- Dice que una de las tareas de la filosofía es pensar en cosas inéditas, en fenómenos nuevos que van surgiendo. ¿Qué cuestiones cree que han sobrevenido en nuestra época y que aún no han sido tratadas a fondo por la filosofía?
R.- Yo preferiría referirme no tanto a cosas inéditas como a dimensiones inéditas de cosas conocidas. Cuando la gente utiliza la expresión "esto [lo que sea] no es lo que era" en cierto modo define el asunto con precisión. Probablemente uno de nuestros mayores problemas lo constituya el hecho de que la mayor parte de cosas han ido adquiriendo nuevos perfiles con el paso del tiempo, y constatamos que el amor no es lo que era, las instituciones no son lo que eran, el poder no es lo que era, nuestras relaciones con los otros no son lo que eran... e incluso nosotros mismos, obligados a menudo por las circunstancias a mutar en aspectos esenciales de nuestras vidas, no somos lo que éramos.
P.- Del Ser y tiempo de Heidegger a su Ser sin tiempo, ¿qué ha ocurrido entretanto para que se dé esta transformación tan grande en la percepción de la temporalidad? ¿Son sus causas fundamentales el capitalismo e internet?
R.- El capitalismo hace mucho que dejó de ser solo un modo de producción económico para pasar a constituir un modo de producción de vida. Hablar de capitalismo hoy no es hablar de una forma de producir riqueza sino de una manera de vivir. En la cual, por cierto, se incluye Internet. Como se incluye el conocimiento en su conjunto. Y se incluye de una manera bien concreta: el conocimiento ha pasado a ser una formidable fuerza productiva. O tal vez fuera mejor decir, en vez de "ciencia" o "tecnología", que ha sido el entero complejo científico-técnico el que ha devenido en fuerza productiva. Eso significa que la lógica, en apariencia autónoma, de determinados instrumentos es la del capitalismo. Y no me refiero solo a la obsolescencia programada, cuyos efectos todos conocemos (la generalizada ansiedad por adquirir el último modelo de un móvil que experimentan los consumidores es absolutamente inducida desde el aparato productivo), sino también a intensidades en apariencia más personales, como la prisa o la acelerada forma de relacionarnos con los mensajes, eco último en nuestras mentes de la exigencia de hiperproductividad del capitalismo en cuanto tal.
P.- Una de las ideas más destacadas de su libro es que la desaparición de conceptos como promesa, compromiso y lealtad no se debe a una crisis de valores sino al nuevo imperio del corto plazo, que lleva a la atemporalidad y de ahí a la angustia y a la inquietud. ¿Cómo llegó a esta conclusión?
R.- La respuesta más corta es la más sencilla y, al mismo tiempo, la más veraz: mirando a mi alrededor.
P.- Otro problema contemporáneo es la frustración que produce acelerar cada vez más nuestro ritmo de vida sin llegar a alcanzar el ritmo del mundo, que siempre será más rápido que nosotros. ¿Qué hacer entonces? ¿Es partidario de los movimientos "slow" que han surgido en los últimos años? ¿Debemos dejar que el mundo corra y "bajarnos" de esa carrera para eliminar esa frustración?
R.- No hay afuera del mundo al que escapar ni apeadero en el que bajarnos. Solo cabe transformar lo que hay o, en su defecto, resistirnos para que su deriva no nos aplaste por completo. Y una forma de resistencia (no estoy diciendo que la única, quede claro) la proporciona el pensamiento o, formulado de una manera un punto provocadora, la teoría. Un filósofo francés -a los franceses esto se les da muy bien- seguro que diría que la contemplación ha pasado a ser revolucionaria.
P.- Sostiene que la memoria externa que nos proporciona la tecnología, además de la capacidad restauradora de la humanidad tras la destrucción que provoca una guerra o una catástrofe, ha modificado sustancialmente el sentido de la palabra "pasado". ¿Cuál es ahora su significado, o nuestra relación con él? ¿Es un proceso que continuará al ritmo de los avances tecnológicos?
R.- Nuestra relación con el pasado ha sufrido modificaciones sustanciales. La disponibilidad absoluta de muchos de sus productos (imágenes, películas, música...) ha alterado de manera radical nuestro vínculo con el mismo, hasta el punto de que cabría afirmar que tiende a fusionarse con el presente. Ya no "viajamos al pasado" porque lo tenemos entre nosotros de manera permanente. Benjaminianamente se diría que el pasado ha perdido su aura, transformándose en un episodio más del presente. Uno de los efectos de semejante transformación es que este pasado presentizado, además de perder su capacidad de evocación (de ahí que yo hable, en un epígrafe de mi libro, de nostalgia de la nostalgia), ha perdido casi por completo su capacidad de interpelación. Es un pasado átono: sin brillo ni tensión. Y no hay en el horizonte indicios que inviten a pensar que pueda recuperarlos.
@FDQuijano