Image: El bosque infinito

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Letras

El bosque infinito

Annie Proulx

18 noviembre, 2016 01:00

Annie Proulx

Traducción de Carlos Milla Soler. Tusquets. Barcelona, 2016. 858 páginas. 23'90€, Ebook: 12'99€

Escriba sobre lo que escriba, la novelista y autora de relatos Annie Proulx (Connecticut, 1935) siempre trata, al menos en parte, la tormentosa relación con la naturaleza. El tema está presente en el imponente mar de Atando cabos, ganadora del Pulitzer, en los ranchos miserables y el "polvo maldito" de sus relatos sobre Wyoming (incluido "En terreno vedado", en el que el deseo es la fuerza natural que exige se le debe), y en El bosque infinito, su novela más reciente, una historia de avaricia miope y duradera cuyo tema no podría ser más importante: la destrucción de los bosques del mundo. La extracción de recursos a escala industrial es el mejor ejemplo de la infame tragedia del patrimonio colectivo. La degradación del entorno es un coste fraccionario dividido entre todos y cada uno de nosotros, mientras que el beneficio que va a parar a cada explotador es un número entero que estos no tienen por qué repartir. Por ejemplo, si yo talo indiscriminadamente un bosque, causo un daño que nos afecta a todos, incluido yo mismo. Pero, dado que las ganancias recaen solo sobre mí, puedo devastarlo alegremente y seguir a lo mío. De ahí El bosque infinito.

Proulx emplea una sofisticada estrategia narrativa en la que el foco de atención va oscilando. Concede una atención admirable a la dicotomía entre la despilfarradora explotación maderera estadounidense del siglo XIX y las prácticas forestales alemanas dirigidas a la conservación. Al tiempo que transmite todas estas cosas, El bosque infinito sigue a dos inmigrantes franceses y a su descendencia a lo largo de más de tres siglos mientras abaten los bosques de las costas de Canadá, Maine, Nueva Zelanda y Michigan. Cuando llega a Canadá en 1693, Charles Duquet (un patán asesino y ladrón obligado a trabajar para pagar su pasaje) contempla la penumbra verde que lo rodea y toma nota: "Aquí está el bosque del mundo. Es infinito". Luego huye y monta un negocio. Hacia 1700 lo encontramos en China preguntándole a un comerciante local: "¿Hasta dónde puede retroceder un bosque antes de que se vuelva a poblar?".

De vuelta a su tierra de acogida original en Canadá, descubre que "el paisaje había degenerado...". Por un instante se queda aterrado: si unos pocos hombres armados con hachas podían eliminar kilómetros de bosque en tan poco tiempo, ¿es que el bosque era tan vulnerable como el castor? "No. Esos bosques no podían desaparecer. En Nueva Francia eran inmensos y eternos". Como habría sentenciado Kurt Vonnegut sobre lo que un descendiente de Duquet se dice convenciéndose a sí mismo: "La selva es tan vasta y tan rica que se impone a cualquiera que intente conquistarla", así son las cosas hasta el mismo Brasil del siglo XX.

La novela sigue a dos inmigrantes franceses y a su descendencia a lo largo de tres siglos mientras abaten los bosques de Canadá, Maine, Nueva Zelanda y Michigan

A base de vida social, riesgos e intercambios, el negocio se convierte en lo que hoy en día llamaríamos una multinacional. En un café de Ámsterdam Duquet conoce a un inglés que "mantenía estrechas relaciones comerciales con el recién nombrado contratista real de mástiles". Así que el francés aprende el arte de "hacerse con la propiedad de grandes troncos de pino blanco adquiriendo antiguas concesiones municipales". Comercia a escondidas con Escocia, anglicaniza su nombre transformándolo en Duke, y, cuando su vida toca a su fin, la firma Duke e Hijos es ya una máquina de talar y vender en funcionamiento.

Al principio de la novela, Duquet está acompañado por otro subordinado de nombre René Sel, que no huye. Para poder casarse con una rica francesa, el amo se deshace de su concubina, a la que casa con Sel. De la unión de estos dos surge el otro hilo narrativo de la novela.

Los Duke, en su mayoría euroamericanos, venden cada vez más y más madera, mientras que los mestizos Sel se baten entre la subsistencia en una cultura indígena en su ocaso y el trabajo a destajo mal pagado en la industria maderera. Las generaciones del relato llegan y desaparecen cebándose de árboles muertos y representando y volviendo a representar la tragedia de las tierras comunales cuya adictiva aritmética del yo primero impide que la mayoría -no todos- se paren a pensar que algún día la fiesta se acabará para todos.

Annie Proulx está del lado de los ángeles. Necesitamos más escritores como ella que nos insistan en que haríamos mejor dejando de maltratarnos mutuamente y de maltratar nuestro planeta. Por desgracia, lo que hace la autora es justamente insistir. Toda la novela sufre de esta bidimensionalidad, como en un episodio de la década de 1750 cuando un descendiente de Duke se queja de los competidores furtivos que han talado su propiedad y, acto seguido, deja caer el contenido de su pipa, lo cual provoca un incendio. Que un tipo supuestamente astuto pueda ser tan negligente tratándose de su propio beneficio es algo inverosímil, pero Proulx lo pierde de vista en su afán por recordarnos quiénes son los que despilfarran.

Necesitamos más escritores como Proulx que nos insistan en que haríamos mejor si dejáramos de matratarnos mutuamente y de maltratar nuestro planeta
Pero peores son sus infortunios estilísticos. A veces sus personajes nativos hablan entre ellos un pidgin tabernario que abandonan más adelante en la misma página. Pero, aunque la novela no sale muy bien parada considerada línea a línea, muchos de sus personajes permanecen en la memoria: la holandesa que, cuando muere, resulta ser un hombre; la deliciosamente valiente y seria Lavinia Duke, que "no podía resistirse a su naturaleza", y por eso destrozaba los bosques de su entorno sin piedad.

Proulx es especialmente competente a la hora de comunicar la influencia que tiene una generación en la siguiente. Pensemos en las repercusiones cuando Achille Sel, que todavía conserva el modo de vida de los micmac, vuelve de una temporada en los bosques vírgenes del norte y se encuentra su tienda incendiada y a su esposa asesinada por los soldados ingleses. Deja a su hijo y a su sobrino "hasta que les mande recado de reunirse con él", se marcha en busca de un "lugar seguro" y, como no hay ninguno que lo sea, va de un empleo mal pagado a otro como maderero y no vuelve nunca a su casa. El mundo que él quería que conociesen ha desaparecido".

Actualmente, nuestro mundo también está poco a poco desapareciendo. La raíz de nuestro empobrecimiento autoinfligido se desentraña reflexivamente en El bosque infinito, cuya mejor frase posiblemente sea la siguiente: "He dedicado mi vida entera a acabar con el bosque por el bien de la humanidad".

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW