Manuel Vilas. Foto: Lisbeth Salas

Con doce años Manuel Vilas ya era todo un fanático de Lou Reed. Sin embargo, aún no sabía casi nada de su país, ni que en él mandaba un tipo llamado Franco -aunque le quedaba poco, corría el año 1975-. Se enteró porque la versión española de un disco de su ídolo había sido "mutilado" por la censura. Indagando un poco supo que el máximo responsable de aquel ultraje, que aparecía en las fotos "como un sacerdote romano", era el mismo que impidió que el antiguo miembro de la Velvet Underground cantase Heroin en sus primeros conciertos en España.



Vilas fue poseído por aquella Voz, que nombra así, con mayúsculas, en su libro Lou Reed era español (editorial Malpaso). Porque en efecto fue su voz misteriosa la que se le coló dentro como una ventana a mundos desconocidos, ya que ni el autor ni nadie en España sabía una palabra de inglés. Fue más tarde cuando Vilas, hoy uno de los poetas más destacados de su generación, conoció la poesía que habitaba en las letras de las canciones de Reed. "Tenía una habilidad fascinante para incorporar el lenguaje de la calle a la poesía. Igual que Dylan, pero Lou Reed lo bordaba. Dibujaba lo que los americanos llaman short stories basadas en situaciones reales, con ese lenguaje de argot, metáforas y elipsis muy bien hechas, a la manera de escritores como Carver", dice el autor de Setecientos millones de rinocerontes, y no cabe duda de que esta manera de concebir la poesía determinó también la suya. Como ha declarado alguna vez, Lou Reed ha sido para él mucho más importante que Cernuda. Por eso, cuando le dieron hace un mes el Nobel a Bob Dylan, Vilas se sintió al fin "respaldado": "Para mí las letras de Dylan, de Reed y otros caben perfectamente dentro de la literatura, no veo ruptura entre ellos y Flaubert. Siempre lo vi así, pero muchos otros escritores lo veían y lo ven de manera distinta".



Vilas empezó a convertirse muy pronto en un pequeño experto en Lou Reed, aunque en su Barbastro natal solo podía informarse a través de las únicas revistas musicales de la época, Popular 1, Vibraciones y Disco Exprés. Desde entonces, Vilas lleva toda la vida leyendo sobre Reed y ha ido a innumerables conciertos del músico en nuestro país. Reed le ha hecho recorrer miles de kilómetros. Es más, conoció España gracias a él.



Era una España aún atrasada aquella en la que Vilas empezó a peregrinar conducido por la Voz. Primero a poblaciones cercanas más grandes que Barbastro buscando los discos suyos que la única tienda de su pueblo no tenía. Después a su primer concierto de Reed, en Barcelona. Allí se llevó una pequeña decepción al comprobar que la Voz no le pertenecía sólo a él, que no cantaba solo para él. Era una España de carreteras malas y autocares llenos de bocatas de chorizo, de gallinas en jaulas y de puros Farias. Y él con sus discos sin mutilar comprados en Andorra que llevaban en la portada la foto de "un maricón" o "un drogadicto" que no era una buena influencia para él, según le advirtió el guardia de la aduana al examinar sus pertenencias recién adquiridas en el pequeño principado.



Aquella España fue testigo de la evolución de Lou Reed durante cuatro décadas de visitas esporádicas, del mismo modo en que Lou Reed fue testigo de la modernización de nuestro país. Y en medio, Vilas, que recoge en el libro esta extraña metamorfosis paralela: "Cuando llegó por primera vez, aún vivía Franco y él era un macarra del rock and roll. Después él se convirtió en un artista de culto y España en una democracia próspera", comenta. En uno de los capítulos, Vilas compara el disco de Lou Reed Transformer, producido por el ingeniero de sonido Bob Ezrin, con el "disco" de Juan Carlos I Transición, producido por Adolfo Suárez.



Al principio a Reed le importaba un pimiento España, igual que le pasaba con todos los países que pisaba como un zombi drogado hasta las cejas. De hecho, cuenta Vilas que para muchos el gran atractivo de ver a Lou Reed era la alta probabilidad de que el músico la palmara encima del escenario. "Ya en los 70 él mismo dijo en alguna entrevista que era un milagro que siguiera vivo", señala el escritor. En aquella década, en la que empezó su carrera en solitario, andaría por la treintena, y al final aguantó hasta que un hígado destrozado se lo llevó por delante en 2013 a los 71 años.



En una de sus primeras visitas a Madrid, Lou Reed pidió que le llevaran al Prado porque se lo había recomendado Andy Warhol, su principal padrino además de David Bowie. Pero antes de eso pidió que le trajeran drogas al hotel y al final hasta el camello se apuntó a la excursión a la pinacoteca. Allí se paseó, colocado, por pasillos que le parecieron interminables y se partió de risa ante las obras de Goya y de Velázquez. En definitiva, ejerció de superestrella yanqui ignorante y egocéntrica.



Luego maduró, pero aunque vino muchas veces a tocar a España, Vilas asume que lo hizo porque aquí sus discos se vendían bien, tal como manda la industria musical, del mismo modo en que el dueño de una empresa extranjera de electrodomésticos vendría si se enterase de que aquí sus lavadoras se venden mucho. "Además de su afición a la poesía de Lorca y a las cuajadas, que se hacía enviar desde aquí a Nueva York, no demostró mucho aprecio por España".



Estas y otras anécdotas de sus visitas a nuestro país las cuenta Vilas en el libro, recreadas a partir de testigos cercanos y condimentadas con su inconfundible estilo. La más importante, sin duda, fue el concierto de junio de 1980 en el campo de fútbol del Moscardó, en el barrio madrileño de Usera. Después de un atasco monumental debido a una amenaza de bomba de ETA, llegó dos horas tarde al concierto. El público, bastante irritado, le silbó al subir al escenario y por poco no le abrieron la cabeza con una lata de Mahou. Reed paró el concierto de inmediato y se marchó al hotel. El estadio, el escenario y los instrumentos del músico fueron objeto de la ira colectiva. "Bruce Springsteen lo habría solucionado. Se habría disculpado por llegar tarde, habría dicho "viva Madrid" y la gente se habría calmado. Pero él no tenía empatía", comenta Vilas.



El libro de Vilas es también una crónica ilustrativa de ese tipo de relación tan común y a la vez tan extraña como es el fenómeno fan, en la que el seguidor adolescente escucha, dialoga, atesora y ama, mientras que el ídolo ignora por completo la existencia de la otra parte. Una relación unilateral y, sin embargo, real. "El ídolo a estas edades cumple la función de introducirte en una vida fascinante, pero conforme vas cumpliendo años te das cuenta de que las promesas que traía ese ídolo eran incumplibles. Eso ha pasado con el rock and roll y más ahora que están muriéndose todas sus grandes estrellas".



Pero ya no quedan ídolos así, que duren décadas. Los que hoy fabrica el marketing musical caducan en un par de temporadas. "No ha habido recambios para artistas como Dylan, como los Rolling Stones, como los Beatles, ni como Lou Reed. Son el fin de una raza que floreció en una década de oro, los 70, que muchos consideramos una época irrepetible en la historia de la cultura popular".



@FDQuijano