Hay quien sitúa el origen del prestigio del libro como regalo en los tiempos de la Ilustración, cuando obsequiar con bienes culturales comenzó a ser un hábito saludable, además de delatar complicidad con el amigo, conocimiento del otro y, sobre todo, honestidad y saber. Por eso, un año más, EL CULTURAL orienta en este número especial a los lectores-compradores sobre cuáles son los mejores libros para regalar esta Navidad. Eso sin olvidarnos de los discos y los dvds. Un número que se abre además con un relato inédito de Cristian Crusat (Málaga, 1983), ganador del European Union Prize en 2013 y uno de los cuentistas más destacados de su generación. Solitario empeño es su último libro (Pre-Textos, 2015).

En el ksar de O., cerca del oasis de N., ocurrió que vivía un hombre con su mujer, la cual le dio una hija. Pero un día la madre murió y entonces una vecina se acercó y le dijo a la pequeña:



-Dile a tu padre: "Cásate con mi tía la tejedora, nuestra vecina, será una buena madre para mí".



Así que la hija se lo dijo al padre.



-Tu madre -respondió el padre- murió hace muy poco. ¡No te daré una tía! Esperaré hasta que se cumpla el tiempo dispuesto.



Ella le suplicó de nuevo:



-¡Será una buena madre para mí!



-Mientras tú estés conmigo -argumentó el padre-, no tendré motivos para la tristeza.



-Pero yo -dijo la niña- estaré siempre triste por carecer de madre.



El padre se levantó y, atendiendo los ruegos de su hija, decidió tomar por esposa a la tía en cuestión. Esta tía era madre a su vez de otra niña. Y todo lo que la hija de su nuevo marido hacía bien, la tía afirmaba que era obra de su propia hija. Y todo lo que su propia hija hacía mal, la tía aseguraba que era obra de la hija que había engendrado el marido.



Una mañana le dijo la tía a la niña:



-Pídele a tu padre un poco de trigo para hacer el gofio.



Prepararon juntas el gofio, que la tía comió luego con su propia hija.



A la niña de su marido le tendió un plato diferente:



-¡Ten, cómete esto!



-No quiero -respondió la niña.



Pero tuvo que hacerlo. En cuanto terminó de masticar, su vientre empezó a hincharse, a hacerse más y más grande. Y la tía, mientras tejía, le susurró a su marido:



-¿No lo ves? Tu hija se ha paseado por los jardines.



-Mentira. Mi hija no ha traspasado jamás el umbral de mi casa, no conoce el mercado ni la fuente. ¿Cómo podría estar embarazada?



-Dile entonces que te rasque la cabeza -dijo la tía- y acerca tu oreja a su vientre.



El padre llamó a su hija:



-¡Revísame la pelambrera!



Ella le frotó y peinó el pelo de la cabeza, luego el de la barba. El padre pegó su oreja a la hormigueante barriga de su hija y notó un gran barullo dentro de ella. Si lo hubieran degollado en ese momento, no habrían encontrado una sola gota de sangre en todo su cuerpo. Al caer la oscuridad, enjaezó el caballo, llamó a su hija y se internaron en el desierto. Cabalgaron durante tres días hasta que llegaron adonde ningún hombre había puesto los pies. En un lugar sin huellas ni piedras esperaron a la noche. Y cuando ella se durmió, el padre la abandonó y regresó a su casa.



-Puesto que no entregaste tu corazón a mi hija, entrégame ahora tu silencio -le dijo el padre a la tía cuando llegó-. Por tu culpa estoy condenado a hablar de mi hija como si hablara de las rocas o del viento del sur.



II

Al despertarse por la mañana en el desierto, la niña se encontró sola. Empezó a llorar y a gemir. Fatigada por sus vanos quejidos, el hambre y la sed, imploró al cielo:



-Oh, envíame un poco de viento.



Y le fue concedido el viento que la sepultó bajo la arena.



-Oh, envíame unas gotas de lluvia para que me hunda un poco más.



Y la lluvia cayó, enterrándola poco a poco, alejándola de sí misma y del mundo.



Pero sucedió que un nómada pasaba por allí buscando dónde levantar su tienda. Clavó la primera estaca y, en ese instante, escuchó brotar un grito del pecho de la tierra. Aterrado, miró a su alrededor. Y no vio nada.



-¿Eres una criatura de este mundo o del otro? Si eres de este mundo, describe tu linaje. Si provienes del otro, descríbelo también.



-Soy de este mundo -respondió ella mientras se ponía en pie, cubierta de arena.



Al retirarle la arena del cuerpo y de la cara, el nómada se encontró ante una chiquilla tan bella que parecía ser el fruto de la unión de la mitad oculta del sol con la cara visible de la luna. Al pasarle la mano por el vientre hinchado le preguntó:



-¿Qué guardas ahí dentro?



-No lo sé, no estoy segura -respondió ella.



El nómada la examinó. También le preguntó por su nombre, aunque ella no lo recordaba después de tanto tiempo bajo la arena.



-En el ksar del que provengo me creen muerta.



A continuación, el nómada despellejó un camello, lo asó, saló y le dio de comer a la chiquilla, que apenas tenía fuerzas para llevarse los trozos a la boca. También le ofreció agua, que mezcló con unas raíces. Cuando las hubo tragado, ella se puso a gritar:



-¡Me duele el vientre!, ¿qué me has dado?



Pero él le dio más agua y más raíces. Y, agarrándola por los pies, la puso boca abajo. Apenas se sorprendió cuando de la garganta de ella comenzaron a salir siete serpientes. Siete serpientes que resbalaban de los labios de la chica como el agua fresca por la cáscara de una calabaza.



-Tú no estabas enferma. Alguien escondió en tu gofio un huevo de serpiente.



A medida que caían las serpientes, el nómada les cortaba la cabeza y las introducía en un viejo zurrón de cuero. Finalmente se asomó la última serpiente, cuyas siete cabezas -anchas como un puñado de ajos- fueron cortadas con un único golpe de machete. El nómada volvió a poner de pie a la chica y preparó una comida ligera.



Entretanto se había hecho oscuro.



La chica durmió siete días y siete noches con las manos alrededor de su joven vientre. Al despertar, él preparó siete veces siete ollas de alcuzcuz y le regaló siete colgantes. Abrieron el viejo zurrón y juntos sembraron los dientes de las serpientes alrededor de la tienda. De estos dientes nació un pequeño, fértil y desconocido oasis en el que la chica y el nómada vivieron hasta que los cubrió la tierra, y también a los hijos sin nombre de sus hijos. Además de las criaturas de este mundo y de las del otro, existe un tercer tipo de seres: los que no sabemos que están, quienes no recuerdan ni olvidan, los ausentes.



Que lo que yo haya omitido me sea perdonado y que mi lengua encuentre a mis dientes en la boca cada mañana.



(*) Lengua tamazight hablada en algunas zonas de Argelia.