David Gistau. Foto: Alberto Cuéllar
Entre nuestros articulistas actuales ocupa David Gistau (Madrid, 1970) un primerísimo lugar. Suelo leerlo con gusto, independientemente de cuánto me interese el asunto que trate y de que me sienta distante de su visión de la vida. Hable de lo que hable, sus columnas regalan hallazgos imaginativos o verbales. Estas admirables cualidades, propias de los grandes columnistas, de la cadena que va de Julio Camba a Francisco Umbral, son en buena medida incompatibles con las condiciones del novelista nato.
A causa de este recelo y de que tampoco me importaba el asunto, no tuve curiosidad en conocer la novela de ambiente futbolístico Ruido de fondo que publicó en 2008. Pensé que el prosista brillante e incisivo que es no sería capaz de poner esta virtud al servicio de una arquitectura narrativa compleja. Golpes bajos demuestra que me dejé llevar por un prejuicio. David Gistau no solo es un estilista sobresaliente, alguien que convierte en literatura lo que toca echándole prosa, por así decirlo. Es también un excelente narrador que da plena encarnadura novelesca a una recreación un tanto documental -además, creo, que bastante sentida- del particular mundo del boxeo.
Golpes bajos es, en primera instancia, una clásica novela de personaje. La atención se centra en Alfredo, entrenador de púgiles en su pobre gimnasio de boxeo en las afueras madrileñas. También al modo clásico, unas plásticas pinceladas pintan un expresivo cuadro de la gente que se mueve en ese medio marginal y el relato se convierte en una narración de ambiente y atmósfera montada con instinto periodístico, casi reporteril. A esta penetrante descripción de dicho segmento social acompaña una doble trama policial (las actividades de un notable mafioso, traficante de droga) y sentimental (los fraudulentos amoríos de una diva televisiva).
Las tres líneas anecdóticas permiten a Gistau trazar una amplia panorámica de filiación un tanto galdosiana de la sociedad actual, desde la alta delincuencia hasta la que parasita la popularidad mediática. Unas veces con apuntes notariales y otras aplicando espejos deformantes, se proyecta una imagen corrosiva del presente. El espejo stendhaliano de la novela reverbera una realidad amalgamada con violencia, egoísmo y mentira. En la telaraña de este mundo brutal queda preso un hombre honrado, ese entrenador al que el medio frustra la ilusión de llevar a un pupilo a la merecida gloria.
La trama de acción, intriga y amor se adensa con toda naturalidad hasta transformarse en una metáfora, la lucha entre el bien y el mal. Ante la maldición bíblica David Gistau no se muestra neutral en Golpes bajos: castiga el delito (al gánster) y la falsedad (a la tramposa amante) y apuesta por la rectitud, si bien ésta también paga un precio alto. La vida, así, se representa como un penoso y desalentador espectáculo.
Este triste mensaje se diluye a lo largo de un relato absorbente sostenido en un personaje principal de hondura psicológica (a quien acompañan otros solo abocetados), peraltado de muy buenas anécdotas y escrito con una prosa que conjuga la eficacia narrativa con sorprendentes imágenes y comparaciones.