Sabemos que Juan Rulfo es un Gran-Escritor, indiscutible núcleo del canon narrativo del siglo XX. Lo sabemos apriorísticamente y, en muchos casos, también desde la experiencia personal de una lectura fascinada de su obra; aunque en esa lectura puedan operar factores limitadores y algún malentendido (la distancia cultural, el peso de la ortodoxia académica encargándose de modelar los significados del texto, etc.).
En el caso del autor de Pedro Páramo y El llano en llamas, se da un peligro muy particular: la aureola mítica. Su gesto aparentemente categórico de escribir sólo dos libros; sus dos o tres frases más ocurrentes y socorridas (el tío Celerino muriéndose para dejarlo sin historias que contar, o ese “es que yo trabajo” que tan a menudo es recordado en el libro que nos ocupa hoy); la facilidad con que su México árido puede convertirse en souvenir fetichista, con la única condición de no ser leído o ser mal leído, que es la forma definitiva de no leer... Todo ello convierte a Rulfo, esto es, a una versión deforme y amoldada de Rulfo, en una especie de marca o icono o hito en el mapa del “qué visitar” mexicano.
Por eso, la publicación de un libro que se anuncia como un experimento narrativo en torno a Rulfo llama enseguida la atención de una revista cultural como esta, de un crítico como este, del mercado; pero también por eso, la lectura de ese libro puede acabar resultando una fuerte corrección del tópico y una demanda de mayor exigencia en la lectura de Rulfo. Eso es lo que ocurre con Había mucha neblina o humo o no sé qué de Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964), una obra tan buena como su título, que se hace preguntas oportunísimas sobre Rulfo y les da respuestas complejas, literarias, múltiples: “No me costó trabajo admitir que no investigaba una vida sino dos: la de Juan Rulfo, en efecto, pero también la mía. El pasado, sí; pero sobre todo el presente, más que el futuro.
Tampoco tuve problema alguno en aceptar que escudriñaba el país de entonces, el suyo, pero también este país trémulo por cuyo esqueleto iba avanzando a tientas, a veces con temor, siempre con curiosidad”. En efecto, este libro es sobre todo un libro sobre México, sobre sus raíces y su modernidad, sobre la tradición que nutre esa modernidad para bien y para mal.
La primera de las preguntas que se hace Rivera Garza, la que pone en marcha la acción (acción narrativa pero también ensayística, pensemos aquí en el pensamiento o la escritura como acciones), tiene que ver con la vida laboral de Rulfo: ¿cómo se ganó la vida, qué ocurría cuando estaba trabajando y no escribiendo, cómo se relacionaron ambas facetas, qué implicaba en el México de mediados del XX ser un profesional que además escribe?
Después, Había mucha neblina... irá desplegando otras muchas preguntas. Para ello, escogerá una estructura móvil, e inclasificable: en lo estilístico, el libro se identifica con la narrativa y hasta con la poesía en similar medida que con el ensayo y hasta el registro académico, dadas la profusión bibliográfica (aunque no incluya un apéndice como tal) y esas notas a pie de página que pasarían el corte formal de un paper.
Para que el lector se haga una idea del tipo de texto que se encontrará, quizás lo más apropiado sea definir el libro como una investigación llevada a cabo con herramientas que alternan relatos de una condensación casi abstracta con páginas de crítica literaria, artística o cultural de una precisión rigurosa y sistemática. Ahora bien, la estructura no es caprichosa ni siquiera en sus menores detalles: dudo que sea casual (aunque eso no lo haría menos oportuno) que el libro se abra con una referencia a la raíz latina de la palabra castellana “techo” y se cierre con un largo pasaje traducido al mixe por Luis Balbuena Gómez: México y su construcción conflictiva representados en la memoria milenaria de su lengua de la modernidad, primero, pero también en la restitución de una de sus lenguas resistentes y ancestrales, al final.
La imagen que articula el libro de Rivera Garza es el Angelus Novus de Walter Benjamin, puro siglo XX: ese ángel que avanza inevitablemente hacia el progreso, pero con la mirada vuelta hacia el pasado, hacia la ruina
La autora se pregunta por la vida laboral de Rulfo, ¿cómo se ganó la vida, cómo relacionaba trabajo y escritura?
Así imagina la autora a Juan Rulfo el viajante, el empleado estatal o privado en las industrias del turismo o la obra pública, el publicista, el escritor, el fotógrafo, el editor: un hombre que alternativamente contribuyó a traer un mundo de técnica y turismo a su país mientras reflexionaba sobre todo aquello que inevitablemente periclitaba o quedaba aplastado por esa forma de progreso. Fundador de “un lugar a la vez incómodo y tangible para el escritor mexicano moderno” y “activo agente de la modernidad”, los distintos trabajos de Rulfo no siempre fueron los que hubiéramos deseado imaginarle: en un momento dado, se nos explica cómo ser agente de la modernidad significó algo menos hermoso: en el contexto de los planes desarrollistas del gobierno para el sur del país, al documentar las condiciones de vida en el territorio, Rulfo justificó y “ayudó al desalojo” o reacomodo de poblaciones indígenas, si bien lo hizo lateralmente y, sobre todo, siendo consciente de que la esperanza iba de la mano de la “dislocación y miseria”. “Desfigurar es el juego. / Configurar es el nombre del juego. / Se llama turismo. Se llama progreso. / Se llama Yo le prometo”.
Por aquí reconocemos esta cancioncita que eleva Rivera Garza. Las palabras cuentan, no obstante: a este conflicto que define a Rulfo y su posición en el mundo, la autora lo calificará como “ambivalencia”, “polaridad”, “oscilación”, etc.; pero nunca, o casi nunca si alguna vez fallé al ir subrayando, habla de “contradicción”.
Y al analizar y replicar la sexualidad de la literatura rulfiana, hará de ella una notable lectura en clave queer, esto es, socialmente cuestionadora: otra capa de ambivalencia en alguien que, precisamente en tanto que periférico y provincial y “señor que trabaja”, pudo convertirse en el gran experimentador de la modernidad mexicana.
Y aquí seguimos, mirándonos en él a través de Rivera Garza. Porque, si la autora define la lectura como “una relación de producción y no una de consumo”, eso es lo que ella hace con Rulfo (que no es una estación de metro, ni una postal turística, ni un icono de valla publicitaria a fotografiar por los guiris) y lo que nos obliga a hacer con Había mucha neblina o humo o no sé qué.
Razones de una pasión
“Entre vivir la vida y contar la vida hay que ganarse la vida”, dejó dicho Ricardo Piglia. De esa cita parte Rivera Garza para su semblanza de Rulfo. ¿Se esconde la verdadera historia de la literatura detrás, como sugería el escritor argentino, de los “reportes de trabajo” de los escritores? “He seguido la vida y obra de Juan Rulfo ya por mucho tiempo -escribe la mexicana-. Inicié de muy chica, leyendo uno de los libros que acabaría por marcarme de múltiples maneras -Pedro Páramo-, y he continuado hasta hace muy poco, espulgando archivos, viajando por las carreteras de sus propios itinerarios, escalando sus montañas, leyendo tesis, hablando con la gente que ahora vive en los lugares que lo obsesionaron, cotejando reportes de trabajo, dictámenes varios. Me interesaba, quiero decir, lo que a todo el mundo le interesa de Rulfo, que es su escritura, pero todavía algo más: la materia de sus días como escritor”.