Derek Walcott. Foto: Doménec Umbert
Hay noticias que no por esperadas dejan de causarnos un terrible dolor. Hablé con Derek Walcott el pasado 23 de enero, el día de su cumpleaños; la conversación apenas si duró un par de minutos, le noté cansado. Me reprochó en una irónica broma que no hubiera ido como otros años a su casa en la caribeña isla de Santa Lucía, cuando nos reunía a una veintena de amigos de las cuatro latitudes y pasábamos unos días con él riendo y bromeando entre barbacoas y cervezas. Volví a llamarle la semana pasada, pero Sigrid me dijo que estaba descansando y me puso al tanto de su debilidad.Me cuesta calificar a Derek de "amigo", porque siento que tal apelativo no puede describir lo que realmente ha supuesto en mi vida y lo que él era como persona. Indudablemente mucho de lo poco que haya podido conseguir en el ámbito profesional se lo debo a él. Fue él quien me presentó a Arthur Miller o a Seamus Heaney, por citar tan solo a dos de sus amigos, quien potenció mi carrera en algunas de las universidades norteamericanas más importantes, o... ¿qué más da? Lo verdaderamente importante, lo que ha enriquecido la vida de quienes hemos tenido la suerte de conocerle en la intimidad, ha sido su capacidad para transmitir una serie de valores humanos que van mucho más allá de lo habitual.
Me paro a pensar cuál era la cualidad más destacable de este inmortal poeta y, sin duda, era su capacidad para disfrutar de la vida y su bondad infinita; o tal vez fuera que esa bondad infinita era lo que le impulsaba a disfrutar de la vida. Creo que me estoy expresando mal, debiera haber dicho que era su capacidad para transmitir a los demás que lo verdaderamente importante es saber disfrutar de las cosas realmente importantes de la vida siendo bondadosos. Me gustaba observarlo cuando viajábamos juntos; era como si hubiera dos Derek: el público y el privado. No le gustaban mucho las reuniones en las que le agasajaban, como el Nobel que era, políticos y autoridades, "Ninguno de estos ha leído un solo verso mío", me dijo en alguna ocasión, y se mostraba un tanto circunspecto, incluso distante en algunas ocasiones. Sin embargo en las distancias cortas, en la intimidad, era dicharachero, divertido, siempre dispuesto a contar o escuchar un buen chiste. La aversión que le producía cualquier tipo de político era directamente proporcional al gusto que sentía al conocer a poetas o dramaturgos jóvenes que estaban empezando su carrera creativa. Siempre encontraba un momento para leer sus obras y unos minutos para comentar posteriormente con ellos sus poemas. Porque para él la poesía era la vida, "¿Te imaginas un mundo sin poetas? -me dijo en cierta ocasión- yo no, pero si eso fuera posible yo no podría vivir en un lugar así".
Y creo que por eso es por lo que amaba a España -"Si no hubiera nacido en el Caribe me hubiera gustado nacer en España"-, porque para él este país era tierra de poetas, era la patria de Federico García Lorca a quien consideraba uno de los tres poetas fundamentales del siglo XX, y de la Generación del 27 a quienes más que admirar, reverenciaba. De España era Velázquez, pintor de "la más grande pintura de todos los tiempos": Las Meninas. Porque además de escritor Derek era también pintor -según su madre a la pintura era a lo que debía haber dedicado su vida-; sus cuadros, como su obra literaria, plasman la vida cotidiana del Caribe. Sus acuarelas retratan a los pescadores saliendo en sus barcazas pintadas de amarillo hacia una mar océana en la que el blanco de las crestas de las olas azuladas añade una nota de heroísmo al trabajo diario; otros arreglan las redes con parsimonia y habilidad. Porque para él la pintura también era poesía, arte. Derek entendía el arte como un todo, y rehuía cualquier tipo de categorización, especialmente cuando tenía que ver con sus dos expresiones narrativas: el drama y la poesía.
Nos has dejado, querido Derek, y me siento huérfano.