Eduardo Mendoza. Foto: Santi Cogolludo

Eduardo Mendoza recibió ayer, 20 de abril, el premio Cervantes por poseer, en la estela de la mejor "tradición cervantina", "una lengua literaria llena de sutilezas e ironía", lengua que Ignacio Echevarría analiza en estas páginas.

No estoy seguro, pero creo que mi novela favorita, entre todas las de Eduardo Mendoza, es Una comedia ligera (1996). Tuve la suerte de tener que ocuparme de ella cuando apareció, y le dediqué una reseña muy favorable, casi entusiasta. Tanto lo fue, que tuvo por consecuencia que don Julián Sanz Pascual, de Segovia, se decidiera a leer el libro y, contrariado por no encontrarlo tan bueno como yo aseguraba, escribiera indignado al Defensor del Lector de El País (periódico para el que escribí yo mi reseña) quejándose de haber sido engañado por lo que, más que una crítica, se le antojaba a él un "sonoro panegírico".



Muy enfadado, el señor Sanz escribía: "Pienso que Echevarría no se ha leído la novela o, si la ha leído, no sabe lo que es una novela objetivamente hablando. Quiero decir que desconoce o pasa por alto unos valores estéticos objetivos en función de los cuales se puede hacer una crítica aceptable y orientadora para el lector". Decía muchas cosas más el señor Sanz, poniéndome a caldo por haber contribuido a lo que sospechaba él que era "un tinglado publicitario muy bien montado", destinado a embaucar a los lectores desprevenidos, invitándolos a comprar una novela que a su severo juicio ofrecía "un desarrollo plano, adocenado, correcto, literatura de ordenador, en una palabra". Requerido por el Defensor del Lector, hube de dar explicaciones y replicar como mejor pude al señor Sanz, de quien no he vuelto a saber, pero a quien deseo que no se haya enterado de que Eduardo Mendoza ha obtenido, veinte años después, el Premio Cervantes, pues no quiero ni pensar en el escándalo y el disgusto que, de llegar a sus oídos, la noticia pueda haberle ocasionado.



Cuento esto porque me parece indicativo del estado de opinión que una obra y una trayectoria como las de Eduardo Mendoza no han dejado de suscitar, desde sus comienzos, en una franja no tan insignificante de lectores más bien ceñudos que tienen la suerte de manejarse con "unos valores estéticos objetivos".



Uno hubiera dicho, como siempre equivocándose, que en el jurado de un premio como el Cervantes tienden a reunirse lectores de este tipo. Pero es verdad que en 2011 el galardón recayó en Nicanor Parra, y, apenas repuestos de la sorpresa, he aquí que este año le ha correspondido al novelista que uno menos se esperaba que pudiera llevárselo. Tanto más grande fue la alegría de la noticia.



Empezaba yo mi reseña de Una comedia ligera diciendo que la publicación, en 1975, de La verdad sobre el caso Savolta supuso la revelación de un escritor cuya incidencia en la literatura española bien puede calificarse de reparadora. "Al leer cualquiera de las obras de Eduardo Mendoza", decía, "se tiene la impresión de que la novelística española es algo bastante más confortable de lo que suele pensarse". Lo decía pensando que, si se emplea como lente la literatura de Mendoza, se obtiene un gracioso efecto de perspectiva por obra del cual el autor del Lazarillo y Cervantes y Benito Pérez Galdós y Clarín y Armando Palacio Valdés y Pío Baroja y Ramón del Valle-Inclán y Juan Benet aparecen en amable hilera.



Y no solo eso: la secuencia de estos nombres combina y se trenza sin esfuerzo con la que pudieran formar Lawrence Sterne y Jonathan Swift y Charles Dickens y Mark Twain y George Eliot y Henry James y G.K. Chesterton y E.M Forster y Julian Barnes, pongamos por caso. Y así, entrelazando unas y otras tradiciones, hasta formar un abigarrado cortejo cuyo aspecto risueño sólo a los más distraídos les impide obtener un visión bastante cáustica y desengañada de la humana condición, y un panorama bastante crítico de nuestra sociedad, de la española en particular, y más en particular todavía de la barcelonesa.



Las maneras tan educadas de Mendoza, su talante resueltamente cordial y humorístico, simpatizan sin condescendencia con toda una caterva de pícaros, holgazanes y marginados que a menudo acaparan el protagonismo de sus novelas y que conforman un estrato social difícil de aislar, por cuanto se sustrae de la dinámica convencional y sin duda efectiva de eso que cabe entender por "lucha de clases". Sacrifico generosamente una porción bastante extensa de este artículo para brindar a los lectores una impagable cita que me parece concluyente a este respecto. Procede de La aventura del tocador de señoras (2001), novela divertidísima cuyo innombrado protagonista, el mismo de El misterio de la cripta embrujada (1978) y El laberinto de las aceitunas (1982), le dice muy dignamente a la mujer que (por razones que no cabe detallar aquí) acaba de liberarlo del calabozo:



"Yo no pertenezco a ningún estrato social. Que no soy rico, a la vista está, pero tampoco soy un indigente ni un proletario ni un estoico miembro de la quejumbrosa clase media. Por derecho de nacimiento pertenezco a lo que se suele denominar la purria. Somos un grupo numeroso, discreto, muy firme en nuestra falta de convicciones. Con nuestro trabajo callado y constante contribuimos al estancamiento de la sociedad, los grandes cambios históricos nos resbalan, no queremos figurar y no aspiramos al reconocimiento ni al respeto de nuestros superiores, ni siquiera al de nuestros iguales. No poseemos rasgos distintivos, somos expertos en el arte de la rutina y la chapuza. Y si bien estamos dispuestos a afrontar riesgos y penas por resolver nuestras mezquinas necesidades y para seguir los dictados de nuestros instintos, resistimos bien las tentaciones del demonio, del mundo y de la lógica. En resumen, queremos que nos dejen en paz. Y como no creo que después de esta exposición haya coloquio, me marcho a mi casa, a descansar".



Confieso mi debilidad por este elocuente manifiesto (cómo llamarlo, si no), que, con muy pocas correcciones, uno podría perfectamente poner en boca de Charlot, si el pobre hubiera tenido voz. Al hacerlo, quedaría de relieve cuánto comparte la narrativa de Mendoza con el cine de Chaplin, y nos ahorraríamos penosas demostraciones de su genialidad, tan desentendida de esos "valores estéticos objetivos" por los que claman algunos.



Chaplin era un maestro de la mímica. El equivalente de esa maestría, en la literatura de Mendoza (que comprende también, conviene no olvidarlo, obras dramáticas, más artículos y piezas ensayísticas), es el lenguaje: las inflexiones tan características que es capaz de imponer al habla coloquial, las sutilezas que expresa por medio de desternillantes anacronismos, lugares comunes, infatuaciones: esa riquísima panoplia de recursos de que se sirven sus parodias retóricas (en el párrafo citado, sin ir más lejos, eso de "como no creo que después de esta exposición haya coloquio..."). El humor de Mendoza, por encima de sus tronchantes y disparatados enredos, reside -que nadie se equivoque- en su lengua: una creación mucho más esforzada y compleja de lo que se suele apreciar a simple vista y que es la que garantiza la incorruptibilidad de su estilo, de manera afín aunque muy distinta a la de su admirado Baroja.



Es la lengua de Mendoza, sí, la de la risa y la compartida humanidad, la lengua de Cervantes, la que estos días celebramos la inabarcable legión de sus lectores.