Lo tenía muy claro. Cuando repasaba las páginas de estos cuadernos, cada palabra, cada frase, cada escena, cargada de vivencias y sentimientos, Clara Aparicio se sentía casi obligada a compartir con todos “estos relatos tan llenos de él”, que contenían además nuevas y enriquecedoras pistas para la lectura de Pedro Páramo o El llano en llamas. Le recordaba la época en que fueron escritos y, sobre todo, a él, sentado en su escritorio, escribiendo. Era entonces cuando Rulfo, escribe Clara Aparicio, creaba una atmósfera “en la que nada parece perturbarlo. Es como si su mente estuviera muy lejos, en algún lugar distante. Lo único que se mueve es su mano, que sube y baja despacio sobre las hojas del cuaderno, llenando con su pluma esos espacios en blanco que parecen torturarle”.
El propio Rulfo, por su parte, había explicado cómo “de pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules”. Al llegar a casa tras el trabajo pasaba sus apuntes al cuaderno, dejando párrafos a la mitad, “de modo que pudiera dejar un rescoldo o encontrar un hilo pendiente del pensamiento del día siguiente”. Después, conforme pasaba a máquina el original, iba destruyendo las notas manuscritas.
Sin embargo, el libro Los cuadernos de Juan Rulfo, espléndido, y que fue publicado en México en 1994 por la editorial Era en edición de Yvette Jiménez de Báez, permanece descatalogado y olvidado. ¿Y qué atesoran sus ciento ochenta y cinco páginas? Quizá al Rulfo más desconocido, y, sobre todo, sus primeros balbuceos literarios. Así, tras la presentación de Clara Aparicio de Rulfo, encontramos apenas cinco líneas, dedicadas a su madre, muerta en 1927, cuando él tenía apenas 10 años (cuatro antes, en 1923, había sido asesinado el padre). La nota manuscrita, que reproducimos sobre estas líneas, dice:
“Madre. Te escribo esta carta desde aquí de la tierra, a ti que estás en los cielos. Quiero contarte lo que ha pasado desde que te fuiste; lo cercano”.
El primer texto incide en lo autobiográfico porque en él Rulfo da cuenta de sus orígenes: por parte paterna descendía de un capitán realista, Juan Manuel del Rulfo, derrotado por el ejército independentista mexicano en la batalla de Zacoalco (1810); por la materna, sus antepasados llegaron a Jalisco a mediados del siglo XVI, obteniendo como encomienda el pueblo del Tuxcacuesco, aunque cuando Rulfo nació de todo aquello apenas quedaba “la haciencia ganadero de Apulco, lugar pedregoso y árido”, que la revolución “cristera” (1926-1929) dejó más desolada.
En cualquier caso, nada de lo que el propio Rulfo se sintiese muy orgulloso, especialmente porque durante la algarada cristera vio -explica- “envejecer mi infancia en un orfanato”.
La riqueza más grande
De sus años en aquel internado de Guadalajara, que debía de ser bastante siniestro, Rulfo escribe en Los Cuadernos que estuvo obligado “a descontar con trabajo el precio de mi soledad”. También le quedaron algunas heridas incurables: “me volví huraño y lo sigo siendo. Aprendí a comer poco o a casi no comer. Aprendí tambien que lo que no se conoce no se ambiciona y que, al final de cuentas, la única y más grande riqueza que existe sobre la tierra es la tranquilidad” (pág. 16). Y el amor. En este primer capítulo hay una apasionada declaración de amor a Clara, su mujer, a la que conoció cuando tenía 24 años y ella apenas 13: “Allí te amé. Allí te dije: ‘esto es lo que ha estado esperando mi esperanza...' [...] Nunca a nadie he querido como a Clara. Clara... única mujer. En mis angustias aliada a mi tristeza”.
"No estoy para nadie, ni en la puerta ni en el teléfono. Estoy agachado entre plumas [...] Cuando sólo mi soledad me llama. Entonces despierto"
En “Camino a la novela” (cap. 2) descubrimos frases, decires y relatos que la edición de El gallo de oro y otros relatos (editorial RM) recupera en su nueva andadura, con cuentos como “Después de la muerte”, “Mi tía Cecilia” y “Cleotilde”. Los otros seis que salva del olvido RM son “Mi padre”, “Igual que ayer, dijo el padre”, “Susana Foster”, “Iba adolorido, amodorrado de cansancio”, “Ángel Pinzón se detuvo en el centro” y “El descubridor”, que en Los Cuadernos de Rulfo aparecen salpicados en distintos capítulos.
Por cierto, en “Camino...” hay, además de relatos, anotaciones sobre lo que vio tras el doble cristal de la ventana de un tren, sobre el efecto de la primavera en el campo y en sí mismo, o un aullido reclamando soledad: “Que no me digan nada. Que se vayan. No estoy para nadie ni en la puerta ni en el teléfono. Estoy agachado sobre plumas. Dormido en un enjambre de plumas. Cuando sólo mi soledad me llama. Entonces despierto”.
Primeras versiones
Pedro Páramo y El llano en llamas protagonizan la parte central de Los Cuadernos, al incluir borradores a máquina de fragmentos de la primera que no sobrevivieron a la revisión final, y que corresponden a distintas etapas de elaboración. También hay primeras y segundas versiones, luego eliminadas, de algunos episodios de la novela que el mexicano escribió torrencialmente de abril a septiembre de 1955. Un material único que completa quizás la versión definitiva que los hijos del escritor presentaron en 2005, coincidiendo con el cincuentenario de su publicación, también en la edición definitiva de la editorial RM. En cuanto a El llano en llamas, los cuadernos descubren una “Sinopsis para película” basada en tres cuentos del libro.
No es la única sorpresa de Los Cuadernos, que ofrece algunos manuscritos atribuibles a La cordillera, una novela de la que el propio Rulfo explicaba que no terminó de escribir debido a la cantidad de sangre presente en sus páginas, porque él ya no quería teñir de sangre la literatura mexicana. Del mismo modo, Susan Sontag recordaba que fue anunciada por el editor de Rulfo durante muchos años, desde principios de los 60, pero que el autor la dio por destruida pocos años antes de su muerte, en 1986.
Sobre los indios
El Rulfo menos conocido sale al encuentro del lector al final del libro, en los apuntes para conferencias y, sobre todo, en los borradores, muy fragmentarios, sobre los indios de su país. Su hijo Juan Francisco Rulfo, explicó en 2009, en el LIII Congreso Internacional de Americanistas que “la verdadera vocación de mi padre fue la historia” y que “valoraba mucho la riqueza ancestral y la concepción de la vida de los grupos indígenas.” Estos cuadernos lo confirman, pues en ellos denuncia “el desprecio o un completo desinterés por sus condiciones miserables”, al reivindicar a los millones de indígenas del país, ignorados por todos.
Así, entre apuntes, relatos y pasiones, Los Cuadernos ayudan a perfilar el retrato del escritor centenario, que sigue escapando a tópicos y convenciones, enigmático y esquivo ya para siempre.