Viet Thanh Nguyen. Foto: BeBe Jacobs

Ofrecemos un texto inédito en español, traducido por Íñigo F. Lomana, donde el escritor vietnamita Viet Thanh Nguyen, autor de El simpatizante (Seix Barral), ganador del Premio Pulitzer y crítico en The Times, explica su proceso creativo a la hora de escribir.

L
a Los Ángeles un mes de junio de hace ahora casi veinte años exactos. Acababa de obtener mi doctorado por la Universidad de Berkeley y el mayo anterior había cumplido veintiséis años. Ese mismo verano encontré un pequeño apartamento en Silver Lake y empecé a preparar mi nueva carrera como profesor en la USC (Universidad del Sur de California). Hoy veo con una mezcla de desconcierto e indulgencia a la persona que era entonces, porque cuando tenía veintiséis años no sabía casi nada. Mi ingenuidad me protegía cuando me senté en la diminuta mesa de mi cocina y, durante aquel asfixiante primer verano en Los Ángeles, me puse a escribir una colección de relatos. Si hubiera sabido entonces que me llevaría diecisiete años terminarla y tres más publicarla, seguramente no la habría empezado.



Pero la ignorancia puede a veces -no siempre, pero sí a veces- ser tan positiva como el conocimiento. Es positiva cuando somos conscientes de ella. En mi caso -parafraseando a un antiguo Secretario de Defensa- yo sabía lo que no sabía y sabía que lo quería saber, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sabía que quería escribir ficción y sabía que quería hacer investigaciones innovadoras, pero no tenía ni idea de cómo se hacía ninguna de las dos cosas. También sabía que las universidades no suelen recompensar ni la ignorancia ni las confesiones de ignorancia, así que me guardé esa ignorancia para mí mismo y fingí que sabía lo que estaba haciendo.



Este eficaz ejercicio de ficción me llevó a conseguir la plaza de titular seis años más tarde. Para recibir la titularidad, hice lo que sabía que tenía que hacer. Me convertí en un académico profesional y escribí un ensayo académico, que era precisamente para lo que me habían contratado como investigador. Traté de convencerme a mí mismo, con toda mi ingenuidad, de que cuando escribiera ese libro y tuviera la seguridad que me proporcionaría la plaza de titular, me pondría a escribir ficción. Solo me llevaría un par de años terminar esa colección de relatos y después conseguiría vendérsela a una editorial, publicarla, ganar algunos premios y hacerme famoso. Sabía vagamente, aunque no lo comprendía del todo, que la escritura me exigiría mucho, que interferiría con mi labor profesional y que, aunque a la larga eso me permitiría mejorar como escritor y como investigador, también me causaría mucho dolor.



A lo largo de los siguientes nueve años, aprendí un montón de cosas sobre el dolor mientras escribía esa maldita colección de relatos. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo y tampoco me daba cuenta de que, mientras miraba la pantalla del ordenador y una pared blanca e iba palideciendo lentamente, me estaba convirtiendo en un escritor. Convertirse en un escritor era en parte una cuestión de técnica pero también, y casi con la misma importancia, una cuestión del espíritu y un hábito de la mente. Consistía en tener la voluntad de sentarse en una silla durante miles de horas a cambio de un reconocimiento pobre y esporádico, y en aguantar el dolor de la escritura con la esperanza de que de alguna manera, a pesar de mi ignorancia, tuviese lugar una experiencia transformadora.



Era un acto de fe, y la fe no podía ser auténtica si no era difícil, sino era una prueba, si no era una forma de ignorancia deliberada, una manera de creer en algo que no podía ni predecirse ni demostrarse de acuerdo con criterios científicos.



Al mismo tiempo, me estaba poniendo a prueba como investigador. Empecé a trabajar en otro ensayo. La investigación y la ficción avanzarían de forma simultánea, pero si hubiera sabido que publicar este ensayo sobre la memoria de la Guerra de Vietnam me iba a llevar catorce años, seguramente habría elegido otro tema. Una de las razones por las que me llevó tanto tiempo fue que en él se analizaban obras literarias, películas, museos, memoriales y cuestiones políticas filosóficas e históricas. Pero el verdadero desafío para mí era que quería escribir un ensayo con tanto valor creativo como crítico, igual que pretendía escribir obras de ficción que fueran tan críticas como creativas. Sin embargo, no tenía la menor idea de cómo se hacía eso y nadie podía enseñármelo y, por tanto, para empezar siquiera a acercar lo crítico y lo creativo en mis obras, tuve que aprender a quedarme sentado en mi silla durante innumerables horas a lo largo de veinte años.



He querido contar esta historia acerca de lo ignorante e ingenuo que era, de los apuros que pasé y las dudas que tuve, porque muchos lectores solo tienen en cuenta el producto final del esfuerzo que realiza un escritor o un investigador. Ese resultado final -el libro- parece estar siempre lleno de sabiduría y confianza. La sabiduría y la confianza, así como todos esos sistemas de "medición" de la calidad y el progreso que están tan introducidos en nuestras escuelas, empresas y administraciones públicas, tienden a hacernos olvidar que el arte y la investigación funcionan muchas veces de una manera misteriosa, intuitiva y lenta -extremadamente lenta, en ocasiones-. En un momento como éste, en que las exigencias de productividad y los mecanismos de evaluación de resultados se han intensificado en las universidades -y en realidad en todas partes- es fundamental que veamos cuánto de lo que es crucial en los trabajos que más nos importan, da igual en qué campo, no puede ser cuantificado ni acelerado.



Si alguien se fijase en mí ahora y viese que he publicado tres libros en los últimos tres años podría pensar que soy un autor rápido y prolífico, sin darse cuenta de que escribir esos libros me ha costado veinte años de lento -muy lento- trabajo y reflexión. Lo más valioso de los mundos del arte y las humanidades es que abren un espacio para este tipo de reflexión sosegada. Lo que estoy tratando de decir con esto es que debemos aprender a valorar estos mundos no por las posibilidades y recompensas materiales que nos ofrecen, como el Premio Pulitzer por ejemplo, sino porque en ellos tiene cabida ese misterio y esa intuición que hacen posibles los instantes de revelación y creatividad.



Me acuerdo ahora del novelista Haruki Murakami, para quien escribir una novela es como perforar una roca en busca de agua. Para llegar hasta ese misterio y esas intuiciones es necesario trabajar duro y asumir riesgos, porque no hay ninguna garantía de que vayamos a encontrar el agua. Necesitamos universidades y gobiernos que inviertan en las artes y las humanidades para que podamos enseñar a los estudiantes lo importante que es el misterio y la intuición, la necesidad de asumir riesgos y de confiar en nuestras creencias y valores. Y necesitamos universidades y gobiernos que protejan y apoyen a los artistas y a los investigadores; incluso aunque su trabajo tarde décadas en dar frutos, incluso aunque estén envueltos en un velo de misterio mientras realizan su tarea, incluso aunque los riesgos que asumen no se vean recompensados.



Evidentemente, mi novela El simpatizante no se ha visto hasta la fecha eclipsada a consecuencia del Pulitzer. Sin embargo, podría perfectamente no haberlo obtenido, podría perfectamente haber quedado sumida en la oscuridad al no tener ningún premio, incluso aunque nada en ella fuera diferente por haberlo ganado. El éxito que ha tenido solo afecta a cómo la ven los demás, pero no a la propia novela. Pienso en todas las que no ganaron el premio ese año, en todas las que a lo largo del tiempo no han ganado ningún premio a pesar de que podrían o deberían haberlo hecho. Algunas de esas novelas menospreciadas, como el tiempo nos mostrará, lograrán hacerse un hueco en la historia de la literatura. La cuestión es que los premios y todo lo que significan en términos de gusto, juicio, vanidad y prejuicios son efímeros. Las cosas que ignoramos en el presente pueden ser valiosas en el futuro.



Saber que ignoramos estas cosas nos permite ser humildes y darnos cuenta de que todo lo que hoy nos parece inútil -simplemente porque no cuenta con premios ni reconocimiento- puede algún día sernos de la máxima utilidad. Aunque este tipo de trabajo aparentemente inútil suele desarrollarse también en el campo de la ciencia, son las humanidades las que más tienen que soportar el peso de esta acusación, y tienen que hacerlo además en un mundo que cada vez valora más la utilidad. Cuando empecé a estudiar una doble licenciatura en literatura inglesa y estudios étnicos hace veintisiete años, asumí un riesgo por querer dedicarme a algo que en opinión de mucha gente no servía para nada. Tal vez mis propios padres -tenderos refugiados que trabajaban entre doce y catorce horas casi cada día del año- pensaron también que mis estudios no servían para nada. Pero -lo cual habla muy bien de ellos- reprimieron su escepticismo y me prestaron todo su apoyo para que siguiera con esos estudios quizá inútiles. Sabían de mi futuro tan poco como yo, pero tenían fe en mí.



Eso es lo que muchos de entre quienes trabajamos en el campo de las artes y las humanidades esperamos de nuestras universidades, de nuestros gobiernos y de nuestros en ocasiones escépticos alumnos y sus padres: que tengan fe en nosotros y sean pacientes mientras ponemos a prueba los límites de nuestra ignorancia, mientras trabajamos en proyectos que podrían perfectamente no valer para nada, mientras vamos en busca de ese misterio y esa intuición que habita en el corazón de todos nosotros.