Roa Bastos
"Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido, otro cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes";
es lo que en Yo, el Supremo le dice el trasunto de José Gaspar Rodríguez de Francia, doctor en teología y primer dictador revolucionario del Paraguay, a su fiel de fechos -secretario por mal nombre- Policarpo Patiño. En 1816, el relumbrón de Dictador Supremo fue promocionado a Dictador Perpetuo, ahí es nada. La perpetuidad terminó en 1840, que más se cansa quien mira que quien no juega.
Roa Bastos monta un discurso que va a la trascendencia por la vía del rocambole y que llamaríamos jocundo si la palabra jocundo hiciese semánticamente lo que promete fonéticamente: apuñalar. Y tenemos: lo que el Supremo dicta sobre la marcha al secretario; las filípicas granujas de la "Circular perpetua"; las anotaciones del dictador en su "Cuaderno privado"; y la labor del Compilador de todo este material, con sus glosas, intervenciones y notas al pie de notas al pie de notas. No hay más trama, prácticamente, que el discurso del poder monoteísta diciéndose, tirando de heteroglosia (si heteroglosia es el habla de otro en el lenguaje de otro), porque una visión monolítica imposibilitaría la sátira, que usa dos fuerzas de trabajo: a) la voce del padrone, y b) el pedal de hombre muerto (si no se pulsa cada cierto lapso de tiempo, el sistema del ferrocarril considera que el tren circula sin gobierno y se detiene); a) dicta la Verdad y b) interpreta y traduce esa verdad en estilo.
La última particularidad estructural de Yo, el Supremo la brinda la pluma-recuerdo que usan los tres narradores, capaz de producir metáforas ópticas. Se sospecha que en su día reproducía también fonéticamente "el tiempo hablado de esas palabras sin formas", cosa que permitió al Supremo rondar ese "punto indiferenciado entre el origen y la abolición de la escritura"; aunque el utensilio le llega algo estropeado al Compilador. Recuerda un poco al visisonor de Asimov o al Noevi, el "procedimiento de 'resurrección' de la verdad a partir de lo que pensaron otros" que proponía Vilas en su novela España.
La figura del amanuense trabaglosas sigue en la literatura actual española porque Cervantes le guarda caliente el sitio. Marcial o Bocaccio tienen con sus libros un trato de seres vivos: los riñen, aleccionan, azuzan. Cuando es el libro el que habla, suele ser para decir quién lo ha escrito, como el "Lupus me fecit de Moros", en Razón de amor con los denuestos del agua y el vino, o aquello de:
"Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir"
En puridad, no es el libro quien dice esta frase, sino la pluma no estilográfica de Cervantes o, en repuridad, de Benengeli. No sé si nuestros escritores se plantean su particular "Habla, memoria" en términos tan esotéricos… aunque el Supremo es descrito como "ese gran muerto interminable que seguía vivo en su monólogo de trasmundo, de más allá del poder y la palabra", y yo recuerdo haber leído a Carlos Pardo en alguna entrevista que él intenta escribir sus autobiografías como si todos los interesados, narrador incluido, estuviesen ya muertos. Otros correos del otro mundo recientes donde los autores adoptan una actitud cuasi mediúmnica, en mi opinión, son Los que miran, de Zafra; Cómo dejar de escribir, de García Llovet; Autopsia, de Serrano Larraz, Seré un anciano hermoso en un gran país, de Astur; o el relato de la "exvida" de Conner en Connerland, de Fernández.
No es casualidad que en esta novela de dictador el dictador dicte, efectivamente, la novela. La clave aquí es que el relato oral termina siendo relato escrito. En la oralidad está el germen de lo profético, de ahí que el Supremo escoja la palabra hablada, condescienda al registro del súbdito para hacerse entender capciosamente o lo eleve para alejarnos la zanahoria del hocico. En ese sentido, no dista mucho de la figura del Dios K de Ferré en Karnaval.
Lengua es Dios. Lengua es el hipnosapo.
Wallace Stevens explicaba el birli y el birloque éste así: los dioses son creaciones humanas fruto del estilo de unas eras concretas, de modo que desde una perspectiva irreligiosa los dioses no son otra cosa que dicho estilo. Quizás verdad es lo mismo que efecto, al cabo. El estilo es la anomalía responsable de la afectación que da pie a la literatura (estos días, Orejudo despabila el debate sobre si la buena literatura es la que borra el rastro con la cola o la que llama la atención sobre sí misma).
Roa Bastos afirmó que el tema de Yo, el Supremo no deja de ser "la naturaleza del lenguaje". El palimpsesto palidofueguista del escoliasta y bufón con potestad temporal para adjetivar a su amo hasta que se le descubra, hasta que se le lea, si es que se le lee (en la impunidad estaría también el fracaso del pasquín y de una sátira que no llega a los oídos que quisiera envenenar). No es de extrañar que Javier Avilés, con una premisa de la misma familia, tardase seis años en salir del atolladero en el que se metió con su anterior novela para entregarnos Un acontecimiento excesivo.
Ya escriban desde el lomo del amo -no por déspotas, sino por el focalizador escogido- (Cristina Morales, Luis Rodríguez, Torné) o del siervo (Ferré, Avilés), o ya sea el disfraz del emisario o el idioma mismo el contenido capital del libro (Fuertes Tarín o Alejandro Hermosilla), los que dicen y los que son dichos, forman todos una misma facción cervantina, destapada o de tapadillo, de prosa acaudillada o sobria, más o menos Avellanedas.
Tampoco es casual la coincidencia en el tiempo de los dos últimos ensayos de Antonio Valdecantos Misión del ágrafo y Teoría del súbdito.
Pongo a batirse dos citas y me largo de aquí. La primera es de Rafael Reig y la segunda de Miguel Espinosa:
"La literatura popular siempre ha sido subversiva, intransigente e insurrecta y ha expresado una verdad profunda."
"Porque el Pueblo, como los dioses, carece de demiurgos, está fuera de la historia; los sucesos sólo ocurren a la clase gobernante."
@celinegrado