"La señora Ples", cráneo del autralopithecus africanus

Traducción de Joan Lluís Llera. Pasado & Presente Barcelona, 2017. 352 páginas, 29 €, Ebook: 15,98 €

La idea de Darwin de que formamos parte de una gran familia de primates sigue siendo "peligrosa" -como la calificó el filósofo Daniel Dennett- a casi 150 años de la publicación de El origen del hombre. Por poner el penúltimo ejemplo, los representantes del Ministerio de educación en Turquía han anunciado recientemente que la teoría darwiniana de la evolución no se enseñará en las escuelas del país a partir de 2018.



La teoría de la evolución borra las líneas de demarcación ontológica entre hombres y primates, lo que resulta inquietante para las teologías más rígidas y dogmáticas, pero también entre las diversas especies de género homo que han evolucionado a lo largo de los últimos cientos de miles de años, desdibujando cada vez más el significado de lo "arcaico" y lo "moderno".



Lo cierto es que prohibir la peligrosa idea de Darwin impedirá entender a los alumnos turcos o saudíes que el hombre "moderno" es sólo el último descendiente de un complicado linaje histórico del que también forman parte al menos el homo heidelbergenesis, neandertales y denisovanos -más el pintoresco homo enano de la isla de Flores-, de acuerdo con los datos actuales.



Explicar esta historia, que no cuentan los libros religiosos sino los restos arqueológicos y genómicos, es lo que intenta el divulgador científico británico Adam Rutherford (Suffolk, 1975) en Breve historia de nuestros genes. No es una tarea sencilla, principalmente debido a que -como admite el propio autor- el estado actual del registro fósil no permite reconstruir "una imagen completa de los seres humanos". La paleoantropología y la genómica son campos muy vivos. Para ilustrarlo, según las últimas estimaciones de los paleoantropólogos, debemos retrasar 60.000 años la cifra generalmente aceptada sobre la separación del actual linaje humano. Por lo visto ya llevamos al menos 260.000 años diversificándonos como especie en el planeta.



Aunque somos en un 99,99% idénticos genéticamente, los seres humanos hemos evolucionado hacia algunas diferencias desde las primeras migraciones fuera de África de nuestros ancestros. Y esto es problemático porque las diferencias biológicas humanas -por pequeñas que sean- pueden emplearse para justificar posiciones racistas y supremacistas.



Los seres humanos son diferentes, pero también son difíciles de clasificar en grupos específicos. Para Rutherford "el concepto de raza pura y discreta se desvanece en la bruma", y no sólo debido a sus dudosas implicaciones morales -como los programas eugenistas implementados en varios países occidentales en el siglo XX-, sino también por lo que dice la mejor ciencia disponible.



Europa, África subsahariana y Asia oriental parecen ser los grupos mejor definidos en programas de análisis genético como "STRUCTURE", pero a una escala más fina es posible detectar muchos más grupos y subgrupos humanos. Ningún gen en concreto es responsable de asignar la "raza" y muchas de las características raciales más sobresalientes, como la piel clara o la variedad del color del pelo y los ojos de los europeos, son en realidad rasgos muy recientes, a veces producto de la variación en únicamente un par de genes. De la misma forma, como evidenció Lewontin hace años, una parte considerable de la variación biológica humana no se da entre razas, sino dentro de cada supuesta "raza".



Rutherford ha escrito un texto que puede servir para iniciarse en un tema emocionante y abigarrado, permanentemente revisado por los científicos gracias a la mejora de las técnicas de análisis genético o el hallazgo de nuevas evidencias paleoantropológicas capaces de variar el calendario aceptado de la evolución humana en cuestión de unas pocas semanas. Quizás el ánimo de combatir los estereotipos e injusticias, a menudo aparejadas con el estudio de las diferencias humanas, lleva al autor a distorsionar el punto de vista de compañeros de viaje más problemáticos, como el escritor científico Nicholas Wade, y a no dedicar el mismo escrutinio crítico a otros de signo contrario, como el mismo Richard Lewontin.



Otros comentarios muestran cierto desequilibrio -como cuando descarta correctamente que el síndrome de Tay-Sachs sea una "enfermedad judía", pero no presta atención a la llamativa inteligencia askenazi que muchos consideran un rasgo evolutivo reciente. Al final, el libro se desliza por territorios más especulativos rozando una especie de metafísica secular: "la vida es la acumulación y perfeccionamiento de la información guardada en el ADN". Esto sí que es optimismo biológico.