Patricia Almarcegui
En el principio fue la danza como bailarina del Balleto Di Roma. Después los cuadernos de ruta, el descubrimiento del poeta Hafez de Shiraz en particular y de Irán en toda su grandeza oculta. Esta viajera solitaria, que ha conocido el páramo de Aragón y el de Asia Central, se recluye en Menorca y cree ver espejos de orientalismos en cada rincón de Ciudadela. Su vida guarda no pocas concomitancias con la célebre Lady Montagu en la huida -kilómetros mediante- de toda horma.
Vistas a la distancia, con la neblina de la imaginación, con el cansancio del viajero que regresa a casa, las torres del Pilar de Zaragoza pueden evocarnos alguna construcción iraní. Y el paisaje de la paramera de Aragón a las faldas del Moncayo puede sugerirnos el piedemonte del Alborz, y los Monegros nos llevan al desierto persa. Y el Ebro es un Rudkhaneye Khoshk, pero más bravo y grande desde que baja de Reinosa. Todo, evidente, si el viajero sabe ver y unir puntos. Intersecciones sentimentales de una geografía del mundo que quizá, y a pesar de los kilómetros, no sean más que un andar en distintos estados del alma o del ánimo. ("Poco después, fui a Zaragoza. (...). Yuri y yo llegamos a Zaragoza un día de otoño. No reconocí la ciudad desde el cielo, había crecido mucho, pero sí el viento que la asolaba por los bandazos que dio el avión antes de aterrizar (...). Desde el cielo, todo estaba seco y agostado, un erial. Me recordó a Irán. Parecía que el río que la atravesaba, grande y sinuoso, era incapaz de irrigar vida. El viento levantaba la tierra y cubría el paisaje aéreo de polvo y suciedad. La muerte, pensé, debe parecerse a esto").
Patricia Almarcegui tiene memoria del cuerpo propio. Memoria del cuerpo viajero que es hoy mismo; memoria del cuerpo de bailarina que fue y que une a San Petersburgo con Irán en lo urbano, o a Rembrandt con Ingres en lo pictórico.
Patricia Almarcegui se refresca en estos días en las calas de Menorca. Cree ver Malta con sus ojos orientalistas en cualquier rincón de Ciudadela. La suya es una biografía que tiene algo de matrioshka rusa de la Literatura y sus capas, pues de la madre del cordero literario que es la Belleza en mayúsculas,
su literatura deriva primeramente en la narrativa de viajes, y de ahí a la reciente ficción, como en un "tour de force" existencial:
a medio camino entre la elegancia del ballet y el asombro viajero.
Bildungsroman danzante
Y es que entre las zapatillas de ballet y las 'chirucas' para andar por quebradas de Oriente Medio, hay una escritora, Almarcegui, que quiere salirse de horma en cada sitio que visita o revisita. Bajo el estanco rótulo de "escritora de viajes", esta profesora de Literatura Comparada acaba de publicar -y se reseñó en estas páginas-
La memoria del cuerpo, una novela donde se confiesa y lleva el manido concepto teórico de la "autoficción" a su giro más inesperado. ("El cuerpo tiene que respirar a la vez que el alma. Al inspirar, el alma se abre, y los brazos y piernas también; al espirar, el cuerpo se recoge. El acento cambia y los movimientos se hacen hacia el suelo, como si éste los atrajera hacia él").
Rezan las solapillas que efectivamente Patricia Almarcegui fue en su juventud bailarina del Balleto Di Roma, con lo que tendríamos suficientes méritos para incluir a Almarcegui en nuestro catálogo de escritores que huyen del canon. Y es que Roma se convierte en San Petersburgo en
La memoria del cuerpo, que es ese 'bildungsroman' que la autora zaragozana nos brinda en un juego de música y vida imaginada: acaso como breviario de su paso real y pensante por la danza, con sus grandezas y con sus miserias:
"No se olvide nunca de que la danza es un ejercicio intelectual", le recomendó una institutriz de la escuela de baile.
Luego, de esa intelectualización serena de la danza, de la música, la propia autora nos confiesa que cada vez escucha más sus textos, la sonoridad: "Me interesa cómo suenan. Es como si en la actualidad de tanto mirar, los sentidos se hubieran agudizado y entráramos en la época del oído. Ojalá, cada prosista pudiera tener el oído de un poeta.
Yo no sé si lo tengo pero mis últimos libros los he escuchado (lo prefiero a revisado) cinco, seis veces".
Pero volvamos al origen de su necesidad expresiva para entender el "fuera de horma". En el principio fue el verbo, el verbo caminante: la literatura de viajes. Si por nuestra autora fuera, siempre que se viaja habría que solicitar "un billete para no volver". Y es así desde Homero. No tiene reparos en confesar que los primeros textos viajeros fueron por encargo, y que si no hubiera existido esa demanda quizá nunca los hubiera llevado a imprenta: "
Si no me los hubieran encargado, quizá nunca los habría puesto por escrito. Lo único que he hecho ha sido transliterar mis diarios. Enfrentarme con lo que fui. Luego, intentar no opinar sobre lo que vi y que los acontecimientos pasaran a primer plano.Y reflexionar sobre mi condición como mujer viajera". Citemos, pues,
El sentido del viaje,
Escuchar Irán o
Una viajera por Asia Central para encontrar una autora que desvela un Irán culto, un Irán donde todo sucede en el ámbito privado un Irán en el que hay una juventud pujante que "debido a la globalización" no es tan diferente al que cena en cualquier gastrobar de Madrid o Nueva York. A Almarcegui no le choca que en Irán le pregunten por Cataluña, por España. Porque las concomitancias entre nuestro país e Irán, aparte las diferencias culturales, son una cuestión de "cercanía de tempo".
Las conversiones simultáneas
Hay varias conversiones en la trayectoria de Almarcegui que no son conversiones en sentido estricto, sino ampliaciones simultáneas de la creadora en diferentes disciplinas o actitudes. Lo primero, está claro, el baile, de donde
Almarcegui entiende que "el estilo es el discurso", pues "la forma que adoptan los movimientos" depende del "alma" que es "quien los informa". Más tarde es el descubrimiento del viaje, de Irán, del poeta Hafez. Aquí ya tenemos el ramillete de libros/ensayo en los cuales la autora va encontrándose a sí misma en esa "intimidad" que sólo le proporciona el viaje. Y luego hay otra tercera conversión, que es la del encuentro de Almarcegui con la ficción pura en
El pintor y la viajera, donde
imagina un imposible romance entre el pintor Ingres y la viajera y feminista Lady Montagu. Llegada a este punto, Almarcegui suelta los amplios márgenes u hormas de la viajera y se pone en funcionamiento su mecanismo narrativo de la ficción, que es lo que más disfruta.
Y ya, por último,
la confesión apócrifa de La memoria del cuerpo, que ya se ha escrito aquí que es un resumen íntimo de la relación de la autora con la Belleza a través de la excusa de la danza, si acaso como elemento 'proustiano' sobre el cual erigir dichas memorias prematuras. ("Me di cuenta de que la palabra, al igual que la danza, me había acompañado y era cada vez más importante... Sentía la obligación de dar charlas y entrevistas para hablar de mi experiencia. Desde niña, me había interesado la literatura y desde hace meses escribo estas memorias").
Con
La memoria del cuerpo emerge una escritora que se divierte con una confesión que no hay que tomar al pie de la letra, sino en el sentido estricto de las grandes verdades del Arte.
Almarcegui escribe sobre sí y el ballet en teoría, pero en práctica nos da píldoras de Literatura Comparada como disciplina de vida. Hay un espejo anacrónico que refleja las peripecias paralelas entre Lady Montagu y Almarcegui, con fondo musical de Chaikovski y aquellos versos de Hafez de Shiraz: "Llega la estación, que alienta gozos/ De rosados vestidos ataviada;/ Dejad que el júbilo borre el dolor,/Al sonriente huésped aclamad./La vejez nos hace mejorar/ La primavera con vino y amor".
@JesusNJurado