En Nuremberg, los acusados fueron juzgados por crimenes contra la humanidad

En Calle Este-Oeste (Anagrama), Philippe Sands recorre la historia de Europa en busca de sus fantasmas familiares. Pero no sólo: como escribe Bernard-Henri Lévy en el artículo que publicamos a continuación, el autor logra, a partir de un puñado de biografías imbricadas, analizar el nacimiento del derecho internacional en Nuremberg y reproducir la "agitación de una época insensata". Hemos convocado a Antony Beevor, Elvira Roca Barea, Gabriel Tortella y José Álvarez Junco para que analicen el pasado y el presente de un continente en eterno estado de alerta. Tras la enésima arremetida populista en Alemania -con la extrema derecha en el Bundestag por primera vez desde 1945-, el Brexit o el desafío catalán, nos preguntamos si Europa es tan fuerte como para sobreponerse a los extremismos. Y analizamos también si la historia puede contarse a través de las vidas de sus protagonistas, como Sands hace magistralmente en este libro.

"El hogar de un hombre es su castillo", decía Joseph Goebbels en 1933 dirigiéndose a la Sociedad de Naciones. Por lo tanto, "hacemos lo que queremos" con nuestros diversos "adversarios", y en particular, con "nuestros judíos". Por aquel entonces, la postura de Goebbels era compartida casi universalmente. Por escandalosa, detestable e indefendible desde un punto de vista moral que pueda parecernos hoy, en aquel momento a nadie se le pasaba por la cabeza rebatirla. La "soberanía" -un término en el que se confunden el derecho del pueblo a decidir por sí mismo y el del tirano a decidir por su pueblo- era la primera y la última palabra en las relaciones internacionales.



Si hoy en día las cosas no son así, si ya no creemos que los dictadores puedan disponer de la vida y de la muerte de sus súbditos, si los archicriminales de Camboya, Sudán y Ruanda son encausados y a veces incluso castigados, en definitiva, si el principio de justicia internacional se ha dotado poco a poco de un viso de significado, se lo debemos a dos ideas -o, para ser exactos, dos conceptos-, así como a los hombres que los alumbraron: a Hersch Lauterpacht por el concepto de crímenes contra la humanidad, y a Raphael Lemkin por el concepto de genocidio. En Calle Este-Oeste, Philippe Sands, catedrático de Derecho del University College de Londres, narra la vida y la obra de ambos.



Sands empieza distinguiendo ambos conceptos. El autor tiene cuidado de mostrar cómo, a pesar de su complementariedad, cada uno descansa sobre concepciones diferentes, incluso complementarias, de los derechos. Uno se basa en los derechos individuales; el otro, en los derechos de los grupos. Uno sitúa en la cima de la escala de los crímenes los que se perpetran contra hombres y mujeres concretos; el otro, la intención de aniquilar a la comunidad de la que esos individuos son descendientes.



El grueso del libro trata de las historias paralelas de dos pensadores judíos nacidos más o menos en el mismo momento (1897 y 1900) en la misma parcela en disputa de Europa del Este (que actualmente forma parte de Ucrania y Bielorrusia). Sus protagonistas son dos defensores infatigables de los derechos de los hombres que lucharon toda su vida, literalmente hasta su último aliento, para formular los principios que condujeron al juicio de Nuremberg y, décadas después, a la posibilidad de que no todos los asesinos de masas de nuestra época muriesen tranquilamente en sus camas.



Sands termina convertido en un arqueólogo que excava una tierra ensangrentada, una Atlántida sin lápidas ni estelas
El autor procede a la manera de determinados historiadores de la ciencia, los cuales, en el momento en que relatan un descubrimiento, empiezan por convidar al lector a que tome conciencia del peso de los obstáculos que hubo que superar para llegar a ese paso adelante. En este caso, los obstáculos fueron la pusilanimidad de los diplomáticos occidentales, el presentimiento de los soviéticos de que, algún día, la incipiente legislación internacional podría volverse contra ellos, y el hecho de que, en cualquier tradición legal, la idea de que un individuo, un súbdito, pudiese tener derechos reivindicables frente al Estado, era inconcebible.



Pero Sands también escribe a la manera de los autores de novelas de suspense, que, para dar a conocer los motivos de sus personajes, presentan pruebas a veces insignificantes en apariencia, junto con otras inmediatamente esclarecedoras: un nombre en un viejo listín telefónico; una foto borrosa; una dirección ilegible en un trozo de cartón; un silencio incomprensible pero firme; un aula de una ciudad polaca en cuyas paredes resuena la indignación de un estudiante de Derecho (Lemkin) que contradice a su profesor a propósito del caso de un joven armenio acusado del asesinato de uno de los perpetradores del primer genocidio moderno, o la situación novelesca de un catedrático de Derecho (Lauterpacht) que llega a Nuremberg con la certeza de que su propia familia ha sido exterminada por el hombre al que ha ido a acusar y juzgar.



Al descubrir que Lemkin y Lauterpacht, sus dos protagonistas principales, vivieron y estudiaron en la ciudad de Lviv y que ambos asistieron a las clases del catedrático de Derecho Juliusz Makarewicz, al darse cuenta, en otras palabras, de que todos los caminos de sus historia llevaban a la Galitzia en la que, durante 70 años, los vivos habían estado rodeados de fantasmas, envueltos en el recuerdo de cientos de miles de judíos exterminados pero insepultos, Sands se convierte en un arqueólogo que excava una tierra ensangrentada. Excava una Atlántida sin lápidas ni estelas. Los restos de una estación ferroviaria; el solar vacío donde se había alzado una sinagoga; un escaparate abandonado; el antiguo campus de la universidad en la que se pulían los argumentos que algún día impedirían que los criminales de guerra nazis pudiesen ampararse en el precedente del colonialismo británico o en el asesinato de afroamericanos a manos del Ku Klux Klan; el campo de Janowska, en el que los judíos considerados inútiles para los trabajos forzados eran clasificados antes de mandarlos al campo de exterminio de Belzec; otra foto; un diploma.



Una y otra vez, Sands entrelaza la historia del crimen con el incesante esfuerzo de Lemkin y Lauterpacht por comprender su propósito y nombrarlo. Un esfuerzo casi sobrehumano, porque ambos llevaban a cabo su tarea mientras el crimen mismo tenía lugar.



En el relato de Sands, como en todas las grandes novelas, nos topamos con personajes en apariencia secundarios, pero fundamentales para la trama. Uno de ellos es Hans Frank -mecenas de las artes, gobernador general de la Polonia ocupada, responsable de crímenes contra la humanidad y de genocidio-, cuyo caso se acabaría escuchando en Nuremberg, donde sería condenado en virtud de una idea que estaba recibiendo simultáneamente su forma final. (Con el efecto de un círculo que la justicia tradicional tal vez habría llamado vicioso, pero que probablemente constituyó la virtud de la nueva justicia que entonces se estaba forjando). Otro de los personajes de Sands es el novelista y corresponsal Curzio Malaparte, que ve cómo Frank alza su copa de cristal de Bohemia y le dice sin pestañear: "Beba sin miedo, mi querido Malaparte. No es sangre judía". El tercero es Elsie Tilney, recta entre los rectos, una modesta heroína que, para salvar a un niño judío, emprende un largo, peligroso y sumamente enigmático viaje.



He aquí una máquina de poder y belleza que no ha de ignorar quien piense que hay crimenes para los que la sentencia no debería detenerse en la fronteras
Al mismo tiempo, Sands trabaja a la manera de artistas como Filippo Lippi, que se pintó a sí mismo en una esquina de la Coronación de la Virgen y del Funeral de San Esteban. Gran parte de la extraña belleza del libro reside en el hecho de que su autor descubre que su propio árbol genealógico tiene sus raíces en la ciudad de Lviv. Además, es posible que Leon Buchholz, abuelo de Sands, tuviese relación con sus dos protagonistas. La emoción nos embarga cuando Sands, especialista en derecho internacional y de los derechos humanos, se da cuenta de que también él está vinculado a algunos de los grandes procesos de finales del siglo XX en los que Raphael Lemkin y Hersch Lauterpacht obtuvieron su victoria póstuma.



El resultado es un relato, a mi entender sin precedentes, en el que el lector observa la vida y la obra de dos hombres extraordinarios impelidos por una pasión inquebrantable y guiados casi hasta el delirio por el dolor y las esperanzas que la agitación de una época insensata legó a cada uno de ellos. Pero esa misma locura y su sed de verdad y justicia les da acceso a lo universal, permitiéndoles sentar las bases de la justicia cosmopolita que el mundo había estado esperando desde Kant.



Y, por último, teniendo en cuenta el principio (en este caso de Spinoza) de que uno nunca usa mejor una herramienta que cuando conoce los secretos de su producción, y por tanto, su historia, en Calle Este-Oeste tenemos una máquina de poder y belleza que no debería ser ignorada por nadie -en Estados Unidos o en cualquier otro lugar- que piense que hay crímenes irreparables para los que la sentencia no debería detenerse en la frontera.



"He leído su libro", se dice que le dijo el 44° presidente de Estados Unidos a Samantha Power, una de sus principales asesoras en materia de genocidio y crímenes contra la humanidad. Barack Obama y su sucesor harían bien en poner en el primer puesto de su lista de lecturas este relato del nacimiento, en medio de las sombras más oscuras que uno pueda imaginarse, de un cuerpo de leyes sin precedentes basado en los derechos humanos y cuya aplicación no ha hecho más que comenzar.



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