Escritura en los márgenes
Ejemplo de marginalia de Allen Ginsberg
Desde los orígenes de la literatura hasta nuestros días abundan los ejemplos de lo que el poeta y filósofo británico Samuel Taylor Coleridge llamó marginalia: notas, comentarios o dibujos realizados en el margen de los libros. Muchos de los grandes escritores de la historia no se salvan de esta práctica. Recorremos algunos de los mejores ejemplos de esta enriquecedora costumbre.
Ejemplos de la marginalia de Borges, el segundo, un Autorretrato hecho tras quedarse ciego
A veces la ironía se transforma en una crítica mordaz. Coleridge cuestionaba la calidad de las metáforas de Robert Southey. Mark Twain, que llenaba páginas enteras con sus opiniones y vituperios, se rió del inglés "pésimo" de John Dryden y escribió: "Un gato haría mejor literatura que ésta" en una novela de Sarah Grand. El escultor y cineasta sin cine Jorge Oteiza le dedicó un poema a Octavio Paz al comienzo de Árbol adentro donde lo acusaba de no tener talento y escribir poesía vulgar. David Markson, autor de La amante de Wittgenstein (la novela preferida de Foster Wallace), escribió: "Ya lo hemos entendido en páginas anteriores, está empezando a ser aburrido" en los márgenes de Ruido de fondo de DeLillo, casualmente la segunda novela favorita del escritor malogrado. La letra pequeña y precisa de Nabokov solía plasmar en inglés frases lapidarias alrededor de los párrafos que no aprobaba. En una antología del New Yorker calificó todos los cuentos y otorgó la máxima nota a Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger, y a su propio Colette. La mayoría de autores salen mal parados, pero no es de extrañar teniendo en cuenta que el escritor y profesor de literatura describía la obra de T. S. Eliot y la de Thomas Mann como "de segunda" y "estúpida" respectivamente.Dibujo de Nabokov en La metamorfosis de Kafka y apuntes de Walt Whitman
Apuntes de Colón en la edición latina de Los viajes de Marco Polo
Cuando los secretos de la marginalia son desvelados y lo privado se convierte en público (en Oxford, Cambridge y Nueva York hay expertos que compiten por encontrar los mejores ejemplares anotados), empezamos a conocer mejor a la persona que se esconde tras el lector. Es el caso de Graham Greene, un hombre muy reservado que nos permite seguir su rastro en los márgenes de los libros que le pertenecieron, como si pudiéramos abrir una ventana en su mente y ver todo lo que pasó por allí a lo largo de su vida. Algo parecido ocurre con Walt Whitman, cuyas lecturas y glosas nos muestran cómo se convirtió en escritor. Sus influencias, que van de la retórica clásica a la poesía de Tennyson y del misticismo persa a las revistas de frenología del siglo XIX, desvelan que su manera de componer procede de su hábito de escribir en los márgenes. Gracias a su archivo, sabemos que no compuso Hojas de hierba en un arrebato de inspiración, sino que transformó notas que había tomado previamente en largas frases poéticas. Sus apuntes son, como en el caso de Coleridge y Valéry, el punto de partida de su obra. Marguerite Yourcenar decía que reconstruir la biblioteca de una persona es una de las mejores formas de recrear su pensamiento. No parece difícil hacerlo con Foster Wallace, cuya obsesión por las anotaciones puede verse en sus ejemplares de Cynthia Ozick, Christina Stead y John Updike. En una especie de horror vacui de ideas, cifras, garabatos, caritas sonrientes y post-it, el autor de La broma infinita enriquecía los originales hasta convertirlos en otra cosa.Dibujo de Sylvia Plath en su diario
Porque en los márgenes no sólo hay palabras. A veces hay un signo al lado de una frase o un dibujo como el que hizo Sylvia Plath en su diario para ilustrar una pesadilla en la que era perseguida por un perrito caliente y una nube de caramelo, o las cucarachas que garabateó Nabokov en la primera página de La metamorfosis, o el hombre sentado frente a su escritorio de Kafka, o las flores que hacía Keats en sus manuscritos, o los extraños personajes que esbozaba Samuel Beckett en los cuadernos de Watt, o las caras alargadas de Proust, o los desnudos del periodo insomne de Henry Miller, o los dibujos hilarantes de Kurt Vonnegut, o los que trazaba Ginsberg en sus propios libros, o los de Leonardo da Vinci, o aquel que Bukowski adjuntó en una carta a una revista literaria, o el autorretrato de Borges después de quedarse ciego. Cualquiera de ellos nos sumerge en el inconsciente del que con su lápiz demuestra aquello que dijo Edmond Jabès: "Que todo sea blanco para que todo sea nacimiento".