Francisco Javier Irazoki. Foto: Beatriz Giovanna Ramírez

Hiperión. Madrid, 2017. 212 páginas, 15€

Ciento noventa palabras pueden ser suficientes para crear un universo. Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) ha reunido noventa y cinco textos breves que exploran las distintas formas del humor, la ternura, la alegría y el ingenio. Las inevitables penumbras sólo son efímeras zonas de paso en una poética exenta de "angustias verbales" y sin miedo a los itinerarios alternativos. Irazoki postula un desorden cuidadosamente organizado, que se rebela contra la disciplina del verso. La poesía es libertad ilimitada y sólo rinde cuentas ante la belleza. Las noventa y cinco piezas son espejos en movimiento, que acogen un infinito muy humano, donde se encuentran y dialogan distintas sensibilidades.



Cada poema en prosa compone un pequeño cosmos que se expande interminablemente, impugnando las nociones de principio y fin. El conjunto produce la impresión de una orquesta de jazz que improvisa analogías, ecos y contrastes. Es imposible no conmoverse ante una explosión de creatividad que celebra la vida y la amistad, sin ceder a las tentaciones de la angustia, el resentimiento o el fatalismo.



Irazoki no es un anacoreta, sino un paseante que se aventura por todos los paisajes, sin desdeñar el riesgo y el compromiso. Afincado en Francia, lamenta que los prejuicios aún impidan conocer a la España real. La sombra de la dictadura se extinguió hace tiempo, pero algunos aún se enredan con ella, ignorando que nuestro país puede ser rabiosamente moderno. Así lo acredita la obra poética de Félix Francisco Casanova, creador de 49 precipicios rebosantes de "inteligencia festiva". La falsa imagen de una España intolerante y antidemocrática sólo favorece a ETA y a sus cómplices, pisoteando las vidas rotas de las víctimas.



Irazoki cita el valor y la coherencia de Maite Pagazaurtundúa, cuya voz "no excluye la palabra perdón", evidenciando la miseria moral del terrorismo y sus prosélitos. Irazoki alza su aliento poético contra las diferentes máscaras del totalitarismo: fascismo, nacionalismo, dictadura del proletariado. En ningún caso se trató de "una plasmación errónea de bellas teorías", sino del "infierno en su rigidez sagrada".



El humor de Irazoki chispea con privilegiada agudeza en su retrato de los carteros parisinos, que pueden demorarse una semana en un local animado por "el juego de naipes, el humo del tabaco y el tango lascivo". No es un simple problema postal. "Lo inquietante es que esa desidia se haya contagiado a los críticos de literatura francesa". Esos críticos que cuestionan el talento literario de Bob Dylan y Leonard Cohen, escandalizados por los reconocimientos y galardones cosechados. Irazoki opina que sus palabras "abren una brecha de libertad" en una atmósfera dominada por los conciliábulos selectos. Son "juglares modernos" que merecen nuestra gratitud. Algo semejante sucede con los cuatro mil rascacielos de Nueva York, que nos regalan "una quietud ágil". La poesía puede y debe mirar hacia atrás, pero no debe perder de vista el presente y el porvenir. Coltrane no es un mero saxofonista, sino un maestro de acordes y claridades. Si queremos toparnos con un "Beethoven negro", no debemos buscarlos en las nieblas germánicas, sino en una mesa de Blue Note, club neoyorkino.



No soy capaz de pasar por alto el pequeño homenaje que Irazoki tributa a Dionisio Ridruejo, identificado con el fascismo en su juventud. Sólo un hombre de enorme grandeza puede declararse "perdedor de la guerra que había ganado", oponiendo "versos de serenidad fría" al destierro y la cárcel. La fineza de su alma se mostró inequívocamente en su templanza: "Nunca practicó el fracaso llamado insulto". Durante un viaje a Dinamarca, "el reino de las bicicletas", Irazoki pondera "el arte de vivir". Creo que ese arte es la trama oculta de sus prodigios verbales, que obedecen a una ética admirable: "No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos". Irazoki desconfía de las banderas y las tribus, pero no oculta su aprecio por Israel, "libro errante". Ser judío no es un dato del azar, sino un destino semejante al de los negros esclavizados en los algodonales. Todos juntos forman "la nación que se llama Auschwitz", patria de "los seres derrotados".



Ciento noventa espejos convoca a los que aman la literatura, la música, las ciudades, la duda. El libro de un hombre bueno que no pierde el tiempo con el odio y recuerda con añoranza los paisajes de su infancia.



Tres textos de Ciento noventa espejos

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Albert Camus define así a la persona rebelde: "Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento". Anoto en una página el destino que quiero darle a la palabra no. Cuento mis diecisiete frases iniciadas con una negación. Las pronuncio. No aprender gritos. No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos. No conocer los himnos con que se dibujan las fronteras de las razas. No condimentar con resentimiento mi vida breve. No adherirme a ninguna rebeldía cómoda. No tener tiempo para medir el error ajeno. No ir nunca a las playas de los rencorosos. No refugiarme bajo el techo del viva yo colectivo. No poseer otra bandera que una ética secreta. No afilar mi fracaso para que sea la flecha de un insulto. No sostener los platillos de sangre de la justicia. No aplaudir los disfraces de la crueldad. No a las multitudes que silencian al individuo. No huir de mi imagen reflejada en la vejez. No colaborar con mis habitantes cínicos. No ser un monje dormido en la niebla de su convento. No ser un segador amargado.



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He pasado muchas horas de aprendizaje en centros a los que nadie desea ir. Los pasillos y salas de espera de los hospitales son libros que me instruyen. Las personas que limpian, los administrativos o las enfermeras se adentran en mí; convertidos en páginas, han iluminado mi ignorancia. Otras lecciones me esperan con formas variadas. Las veo detrás de una mascarilla, en los guantes esterilizados, en los pliegues de una bata. El conocimiento gotea de las agujas. Está sentado, sin fuerzas, en un consultorio. Se emboza con la sábana que cubre una camilla. Algunas palabras que me orientan son un medicamento líquido encerrado en un gotero. Para que las estudie, nuevas frases se han posado en la oficina de urgencias, el botiquín, la bandeja, el archivo, la mesa operatoria, el lavabo. He bebido despacio un agua con sabor a quirófano. Al abrir las ventanas de una habitación, leo también las páginas exteriores. Lo anodino era sólo la torpeza con que fui anestesiando mi vida diaria. Desciendo por las escaleras de las aulas. Salgo dispuesto a retener lo aprendido. En las proximidades de los hospitales circulan las ambulancias de la filosofía.



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Paseo por los goces de la vida diaria. Primero un paisaje: mi gratitud al azar por haber nacido en una familia humilde. Intuyo que la abundancia desorienta. ¿Y los placeres? Escuchar tres homenajes a la inteligencia: la música de Bach, Monteverdi, Desprez. Dejar en el platillo de un violinista los gritos del saxo de Coltrane. El cinismo bondadoso de las canciones de Brassens. Las avenidas iluminadas y los recovecos oscuros de un idioma. Leer a Camus y Arendt, dos flechas éticas que me guían. Una coherencia que no crea presidios. El salmorejo, la ventresca y el rape compartidos. Los paraísos variados del sexo. Las páginas del poeta que es un vehículo transparente en sus mejores versos. No padecer el fracaso que llaman envidia. La risa que no hiere. Mi escudilla de mendigo a la que caen notas de música extranjera. El diálogo con hombres libres. Cuidar las cosas sin poseerlas. El cine y los laberintos trazados por Pasolini en Teorema. Recordar el agua de la niñez. No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio.