Trevor Noah. Foto: MBF

Trevor Noah Traducción de Javier Calvo. Blackie Books. Barcelona, 2017. 328 páginas. 18,90 €

En su papel de presentador de ‘The Daily Show', Trevor Noah (Johannesburgo, 1984) transmite la imagen de un forastero irónico, perplejo, y a veces indignado, que comenta los absurdos de la vida estadounidense. Durante la campaña presidencial estadounidense, el humorista nacido en Sudáfrica, señaló que Donald Trump le recordaba a un dictador africano, sumido en cavilaciones sobre la desconcertante complejidad del sistema de elección a través del Colegio Electoral, y señaló lo extraño que es que haya estados que votan sobre el uso recreativo de la marihuana. En los días que precedieron y siguieron a la votación, Noah se fue moviendo cada vez con mayor soltura ente los chistes y las observaciones serias, entre el humor y las digresiones circunspectas, con el estilo que caracteriza a su programa y que ahora utiliza en Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa, su reciente y apasionante autobiografía. A través del prisma de la familia del autor, el libro, a veces alarmante, otras triste o divertido, ofrece una mirada desgarradora a la vida en Sudáfrica bajo el apartheid y a la tambaleante entrada del país en la era posterior al régimen discriminatorio en la década de 1990. A los admiradores que han seguido el programa de Noah, algunas historias les resultarán familiares. Sin embargo, en este caso los relatos no son tanto las pulidas anécdotas de un humorista que pone el acento en el absurdo de la vida bajo el apartheid, sino recuerdos crudos, profundamente personales, de lo que significaba ser “medio blanco y medio negro” en un país en el que su nacimiento “infringía toda clase de leyes, estatutos y normativas”. Hijo de madre xhosa y padre suizo-alemán, Noah recuerda que “solamente podía estar con mi padre dentro de casa”. “Si salíamos, teníamos que caminar por la acera de enfrente”. Como tenía la piel clara, también era peligroso que lo viesen con su madre. “Me cogía de la mano o me llevaba en brazos, pero si aparecía la policía, tenía que soltarme y fingir que no era su hijo”. Noah pasaba mucho tiempo en casa. “No tenía amigos. No conocía a otros niños aparte de mis primos. No era un niño solitario; me encontraba bien estando solo. Leía libros, jugaba con mi juguete y me inventaba mundos imaginarios. Vivía dentro de mi cabeza. Todavía hoy puedo quedarme solo durante horas y ser perfectamente feliz entreteniéndome. Para estar con gente, tengo que recordármelo”. El lenguaje, que descubrió siendo muy pequeño, fue una manera de camuflar su diferencia. Su madre hablaba xhosa, zulú, alemán, afrikáans y sesotho, y utilizaba sus conocimientos “para cruzar fronteras, manejar situaciones, moverse por el mundo”. La mujer se aseguró de que el inglés fuese la primera lengua de su hijo, porque “en Sudáfrica, si eres negro, hablar inglés es lo único que te puede dar alguna ventaja”. “El inglés es el idioma del dinero”, prosige el autor. “Entender inglés se considera equivalente de inteligencia. Si buscas trabajo, el inglés es la diferencia entre conseguir un empleo o quedarte en paro”. Con sus dotes de imitador, Noah se convirtió en “un camaleón” que utilizaba el idioma para conseguir que lo aceptasen en el colegio y en la calle. “Si me hablaban en zulú, respondía en zulú”, cuenta. “Si me hablaban en setsuana, respondía en setsuana. Aunque no me pareciese a la otra persona, hablaba como ella, así que era igual que ella”.

No es solo un pertubador relato de lo que suponía crecer en Sudáfrica durante el

El autor ofrece una serie de agudas instantáneas de la existencia en el asentamiento de Soweto, donde vivía su abuela materna. Allí -recuerda- el “99,9% de la población” era negra, y su piel clara lo convertía en una curiosidad para el vecindario. También recuerda que “el asentamiento estaba en permanente estado de insurrección. Siempre había alguien manifestándose o protestando en algún sitio, y había que reprimirlo. Mientras jugaba en casa de mi abuela, oía los tiros, los gritos, cómo disparaban gas lacrimógeno contra la multitud”. Para ahorrar, cuenta, su madre perfeccionó el arte de dejar que su viejo y oxidado Volkswagen rodase cuesta abajo en punto muerto “entre el trabajo y el colegio, y entre el colegio y nuestra casa”, y reclutaba la ayuda de su hijo para empujar el coche cuando se acababa la gasolina. Un mes estuvieron tan mal de dinero que se vieron obligados a sobrevivir a base de cuencos de espinacas salvajes cocinadas con orugas mopane, “un alimento baratísimo que solo comen los más pobres de los pobres”. Cuando llegó al instituto, se había convertido en un emprendedor hombre de negocios dedicado a la copia y venta de CD pirateados. Pronto inició, junto con sus socios, una natural transición hacia el negocio de los DJ, y organizaba ruidosas fiestas de baile en Alexandra, “un barrio de chabolas minúsculo y superpoblado” conocido como “Gomorra” debido a que en él “se celebraban las mejores fiestas y se cometían los peores crímenes”. Cuando su padre se fue a Ciudad del Cabo, su madre se casó con un mecánico. Su nombre inglés, Abel, recordaba al hermano bueno de la Biblia, pero su nombre songa, Ngisaveni, significa “tener miedo”. Los nombres resultaron ser un presagio de la personalidad dual de su padrastro: aparentemente encantador y deseoso de agradar, pero -recuerda su hijastro- extremadamente controlador y capaz de emplear la violencia. A la postre, Prohibido nacer no es solo un perturbador relato de lo que suponía crecer en Sudáfrica durante el apartheid, sino una carta de amor a la extraordinaria madre del autor, que pasó su infancia en una cabaña con 14 primos, y que estaba decidida a que su hijo no creciese pagando lo que ella llamaba “el impuesto negro”, por el cual las familias negras tenían que “pasarse la vida intentado resolver los problemas del pasado” y empleando sus capacidades y su formación en devolver a sus miembros “al punto cero”, debido a que “las generaciones precedentes habían sido expoliadas”. El libro es la historia de una mujer fervientemente religiosa que atribuía a la fe el haber salido milagrosamente con vida de un balazo en la cabeza (disparado por Abel). Una mujer que, los domingos, llevaba a su hijo a tres iglesias (además de a sesiones de oración los martes, a estudiar la Biblia los miércoles, y a la iglesia juvenil los jueves), aun cuando en las calles tuviesen lugar peligrosos disturbios y poca gente se aventurase a salir de sus casas. Tradicionalmente, los nombres elegidos para los niños xhosa tienen un significado, informa el autor. El nombre de su madre, Patricia Nombuyiselo Noah, significa “la que devuelve”, y el de su primo, Mlungisi, “el que arregla”. Su madre, cuenta, le puso deliberadamente Trevor, un nombre que “en Sudáfrica no significa absolutamente nada, un hecho sin precedentes en mi familia”. “Ni siquiera es un nombre bíblico”, remacha. “No es más que un nombre. Mi madre no quería que su hijo estuviese sujeto a ningún destino. Quería que fuese libre para ir a todas partes, hacer cualquier cosa y ser quien quisiese”. @michikokakutani © New York Times Book Review