Emiliano Monge

Random House. Barcelona, 2017. 152 páginas. 15,90 €. 9,99 €

Hay títulos perfectos: La superficie más honda lo es. Una paradoja que resume en qué consiste un buen relato, y por lo tanto en qué consisten los once relatos que conforman este nuevo libro de Emiliano Monge (México, 1978). Breves, elípticos, alérgicos a cualquier subrayado, son textos que apenas muestran unas circunstancias, a menudo irresueltas o de resolución insinuada; pero en ellos cabe un país, México, hecho de violencia. Claro que la violencia en México está directamente relacionada con nosotros, con nuestras noches de juerga europea, con nuestra estereotipación de lo mexicano, con nuestras adicciones, con nuestra propia violencia. Así que aquí cabe el mundo.



En la literatura de Monge, el mundo tiene un hilo conductor: ¿adivinan? La violencia. Estos once relatos están hechos de violencia, no hay línea que no esté tensada al máximo por alguna amenaza. Cuando la violencia estalla, lo hace porque cada rincón de la realidad ha sido invadido por ella, de modo que no se puede escapar de una resolución sangrienta. Se viola, se mata, se secuestra y se sacrifica, porque violar, matar, secuestrar o sacrificar son realidad. La parte más superficial y más honda de la realidad: el golpe impacta en la piel y todo un sistema nervioso multiplica su efecto. O al revés: cada golpe concreto, anecdótico, es parte ínfima del tejido que recubre y revela la verdad más honda. Una vez más: un título perfecto. La superficie más honda se lee con necesidad, pero es terrorífico y deja exhausto.



A veces, lo que muestra o a lo que conduce el libro es tan terrible e incomprensible que uno piensa en una vibración fantástica o religiosa, quiero decir: en una irrealidad. El lector se siente tentado de creer que no existen esos pueblos en los que ser un forastero significa ser un condenado; o esos padres atravesando la noche con su hijo silente en una mochila mientras las armas los merodean; o esas ojivas esperando explotar enquistadas en un cerebro. Es más: a veces es el autor quien lo tienta, así en "Lo que no pueden decirnos" y su durísimo final. Como los cuentos de Emiliano Monge dejan enormes territorios sin decir, la irrealidad sería para nosotros una forma consoladora de imaginar esos territorios: sólo que nos estaríamos engañando. Estas familias que se venden entre sí, esa llamada que se produce puntualmente el mismo día cada año... ¿no serán alegorías? Pudiera. Pero también tienen cabida regular en titulares de prensa. Monge no practica una literatura realista, ni en sus novelas ni en estos cuentos (la estructura breve, de hecho, le permite incidir todavía más en las posibilidades evocativas de su estilo), pero, como él mismo subrayaba en una entrevista concedida a El Cultural en 2013, sí se exige mirar de frente la realidad para "generar veracidad". Se le pueden encontrar lecturas muy sugestivas a los silencios que recorren estas páginas, a su tono impreciso, al modo en que se encabalgan el discurso de las voces narradoras y los diálogos cortantes... Sin embargo, en última instancia cuesta que nuestra lectura escape de lo real en estas páginas que, por reformular la declaración de Monge, son veraces porque lo encaran.



La superficie más honda, cuya narrativa está muy localizada en un México que constituye su materia de diagnóstico y la geografía moral con la que topamos al excavar en ella, es al mismo tiempo un libro raramente deslocalizado: su carácter espasmódico y sus vacíos sugieren una dimensión al menos latinoamericana, y de hecho más amplia. Como sea, se trata de un libro magnífico, malrrollero, sin escapatoria. Sólo un prejuicio clásico contra el género, sobre el que ya da pereza escribir, justificaría que alguien lo percibiera como "menor" frente al anterior librazo de Monge, Las tierras arrasadas.



@Nadal_Suau