Ricardo Menéndez Salmón

Vacío, sufrimiento y culpa son los elementos que planean sobre la nueva novela de Ricardo Menéndez Salmón, Homo Lubitz (Seix Barral), un thriller distópico que resulta una fábula sobre un mundo vertiginosamente cambiante y analiza nuestro papel en él.

"Conmover, perturbar, incluso irritar. Un libro que no logre ninguna de esas tres cosas no me interesa". Esto es lo que según su autor, Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), firme defensor de la literatura como mecanismo de cambio y comprensión de la realidad, puede hacer Homo Lubitz (Seix Barral). Una novela exigente y nada dócil ambientada en un futuro próximo, y por ello tétricamente reconocible, en la que el escritor reflexiona con evidentes síntomas de angustia sobre la condición humana y el futuro autodestructivo que aguarda a nuestra voraz especie. Richard O'Hara, cínico ejecutivo, vive obsesionado con la catástrofe aérea provocada por el perturbado piloto Andreas Lubitz en 2015. Obsesionado por los accidentes como desgarrones a través de los que afloran las causas invisibles del mundo, el personaje es testigo de la violencia estetizada y globalizada ejercida con absoluta impunidad por competitivas corporaciones empresariales lideradas por todopoderosos ejecutivos sin escrúpulos. En Homo Lubitz Menéndez Salmón ha logrado narrar una distopía evitando una parábola política o una fantasía tecnológica, sino que elabora una ácida denuncia moral y social que también funciona como un lúcido y nada optimista retrato del hombre contemporáneo.



Pregunta.- El germen y letmotiv de la novela es el "accidente", más bien asesinato masivo, del piloto Andreas Lubitz, ¿qué representa para usted?

Respuesta.- Como cualquier acto cuyo efecto se agota en su propia violencia, no en busca de una recompensa o de una transformación, el gesto de Lubitz es un agujero negro. Un agujero negro en el mundo de la ética, que es como decir en el mundo del sentido. En la novela se apunta que, en un tiempo donde los panteones se han vaciado, de pronto un hombre se arroga el poder de los antiguos dioses y actúa como tal: a capricho de su rabia, su indiferencia, su falta de empatía. Lubitz nos interpela desde la anomia, desde la ausencia de sentido, y a la vez desde la necesidad de una espectacularidad a cualquier precio. No sólo matarse, sino matarse ante el mundo; no sólo destruirse a sí mismo, sino destruir cuanto le rodea. Pero detrás y después de su gesto sólo queda dolor, ruina, más vacío.



P.- Reflexiona sobre la perversión del nihilismo, originalmente una fuerza de cambio, y ahora ejemplo de ese vacío moral actual, ¿dónde nace este vacío?

R.- Paradójicamente, de nuestras conquistas. El progreso en el orden material no ha ido ligado a un progreso en el orden moral. Tenemos mejores coches y hospitales, tarjetas de crédito e internet, sexo virtual y turismo espacial. Vivimos en una época en la que no hay apenas distancia entre la expresión de un deseo y su satisfacción. Pero esa plétora de conquistas nos ha obligado a renuncias de otro orden. Le pongo un ejemplo que me apasiona: la felicidad. El derecho a la felicidad, que estaba explícitamente formulado en la ideología ilustrada como una de las aspiraciones decisivas de la Modernidad, se ha convertido en el deber de la felicidad. Ese tránsito del "tienes derecho a una vida feliz" al "debes tener una vida feliz" es pavoroso.



P.- Profundiza una vez más en los mecanismos del poder, en esos poderes omnímodos que rigen nuestras vidas, ¿es posible rebelarse o es mejor no saber nada y seguir adelante?

R.- Escribir es ya una forma de rebelarse. Escribir determinados libros, quiero decir. Si la filosofía, como quería Spinoza, apunta a la reforma del entendimiento, ¿por qué no aceptar que la literatura, cierta literatura, indaga en esa misma dirección?



P.- Pero una vez sabemos cómo funciona el mundo, esto puede generar la culpa. ¿El conocimiento está en poder de destruirnos?

R.- Este era uno de los asuntos centrales de mi anterior novela, El Sistema. Desde el momento en que poseemos los instrumentos para destruir la vida en el planeta, la conquista de las grandes palabras -justicia, igualdad, libertad- se aplaza en beneficio de la conquista de la gran seguridad. Es una paradoja diabólica. El desarrollo exponencial del conocimiento conduce a un punto en que el conocimiento podría cesar. Mediante el conocimiento, tenemos en nuestras manos los instrumentos para nuestra aniquilación y, con ella, para la aniquilación de todo conocimiento. Es como si un organismo, evolucionando sin descanso, llegara a poseer el misterio de cada forma de existencia, y con el desvelamiento de ese secreto, la llave para cancelarla.



P.- Otro gran polo de Homo Lubitz es China, ¿qué papel juegan su cultura y su sociedad? ¿De qué es paradigma?

R.- China es transparente y a la vez inescrutable. Todo está expuesto ante los ojos y, a la vez, casi siempre resulta ininteligible. Pesan más los meridianos mentales que los físicos. Como si nuestras categorías conductuales y culturales carecieran de adherencia. Lo que me asombró del país es su pragmatismo, su ausencia de prejuicios y a la vez de respeto hacia su pasado. Incluso desde una perspectiva tan acostumbrada a la mutación como es la del capitalismo posindustrial, sorprende comprobar cómo en apenas cuarenta años, desde Deng Xiaoping hasta la fecha, China ha recorrido el camino que a otras sociedades les ha llevado siglos.



P.- Hace poco se implantó en el país un mecanismo de control ciudadano por puntos, ¿qué significado tiene esto de cara al futuro?

R.- Me ha recordado un momento sublime de Viaje al fin de la noche, en el que Bardamu, el protagonista, perdido en el África profunda, duerme junto a un tipo que está allí enterrando su salud y su cordura para costear los estudios de una sobrina que vive en Francia, a miles de kilómetros. Viendo dormir al hombre, que es alguien sin ningún rasgo sobresaliente, Céline dice que no sería ninguna tontería que existiera algo que, de un simple vistazo, nos permitiera distinguir a los buenos de los malos. No creo que los chinos hayan leído a Céline, pero seguro que han visto Black Mirror. En todo caso, imagino la coartada gubernamental de este control, algo así como un modo de regular un mercado por definición caótico, y me puedo imaginar su interés último, que es el que anima a toda forma de poder: detectar lo molesto, lo diferente. China está demostrando que su capacidad de recalibración de la sociedad, con los medios que la tecnología pone a su alcance, es abrumadora. Quizá porque, de partida, posee un capital único: un sujeto humano extraordinariamente maleable.



P.- ¿Tenemos miedo de la uniformidad, la masa, lo vulgar, lo banal?

R.- Depende para qué. Todos vestimos uniformes. Todos somos masa alguna vez. A todos nos gusta ser vulgares sin excepción. Y no conozco a nadie que, en ciertos momentos de su vida, no se regodee en lo banal. En realidad, lo difícil es lo contrario. Significarse desde la singularidad, vivir desde la excepción. Hay que volver a Canetti : la masa es un lugar de confort, una zona de placidez. Otros piensan por ti. Basta limitarse a asentir.



P.- Tras la exploración del pasado, se ha volcado en sus últimas novelas hacia la imaginación del futuro, ¿por qué esa proyección?

R.- Crecí en una época en la que ciertos asuntos, como el clima o la demografía, se proyectaban a doscientos años vista. Un par de generaciones más tarde hemos visto que el pronóstico era falso. Todos esos problemas ya están aquí. No son el futuro. Son el presente. Cualquier persona nacida en torno a 1970, como es mi caso, puede asumir cómo la velocidad de crucero de la realidad, en este medio siglo, ha acelerado de modo formidable. Por eso los temas que comienza a tratar mi narrativa son los que acechan a la vuelta de la esquina, caso del agotamiento del humanismo y la superación de nuestra especie.



P.- Asegura que las historias siempre necesitan una trama, ¿es una excusa para ejercer una crítica feroz a varios aspectos de nuestra realidad?

R.- Al decir eso pensaba en términos literarios. En esos lectores o críticos para los que la ausencia de trama resulta un déficit. Mario Cuenca , un escritor al que admiro, ha escrito en alguna parte que las tramas son mercados de emociones en los que vendedor y comprador se enzarzan, capitalismo puro.



P.- David Cronenberg participa intensamente en la novela, ¿qué significa para usted su cine, por qué afirma que resume el espíritu del siglo XXI?

R.- Cronenberg ha observado con extraordinaria agudeza algunos de los rincones decisivos de nuestro tiempo. Estoy pensando en la enfermedad y la atracción por la muerte, en la simbiosis entre lo orgánico y lo mecánico, en la fascinación por la violencia y sus simulacros. Basta pensar en películas ya antiguas, como Scanners o Videodrome, para comprender que su arte tiene mucho de visionario. Pero además, y aquí hablo en primerísima persona, es el cineasta que ha mostrado un gusto literario más afín al mío. Cronenberg ha adaptado a Burroughs, a Ballard y a DeLillo, tres autores que por diversos motivos son en mi opinión imprescindibles si queremos saber de qué hablamos cuando hablamos de nuestra época.



P.- A pesar de la crudeza de la historia, late por toda la novela una pátina de esperanza, ¿es un rasgo inherente al ser humano imposible de silenciar?

R.- No me interesa la esperanza. De hecho me parece un principio reaccionario. Quienes esperan normalmente dejan la resolución de sus problemas en manos de terceros: Dios, la Providencia, la Historia... A mí siempre me han interesado los desesperados, quienes han escrito su propio relato. Cosa distinta es que, en medio de la oscuridad, haya motivos para mantener cierto depósito de confianza. Pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad. La fórmula de Romain Rolland me sigue pareciendo consecuente.