John Cheever
A John Cheever (Massachusetts, 1912- Nueva York, 1982) se le daba bien escribir cartas. Solía escribir hasta 30 a la semana, y su hijo Benjamin cuenta que no hubo episodio significativo de su vida que pasase sin ser registrado en su correspondencia. En Cartas, Benjamin se sirve de ellas para crear un retrato afectuoso, pero alejado de la idealización, basado en una profusa selección de misivas acompañadas por un comentario editorial, que merece un sitio junto a Home Before Dark (En casa antes de que anochezca), la admirable biografía de Cheever obra de su hija Susan. De hecho, muchas veces las reflexiones y los recuerdos de Benjamin son más interesantes que las cartas mismas. En una ocasión, John Cheever observó que “la materia prima de la mayoría de las buenas cartas” la forman las minucias corrientes de la vida. Posiblemente sea así en lo que se refiere a cada carta individualmente, pero cuando se leen cientos de ellas de una vez, incluso cartas tan bien escritas como las de Cheever, uno empieza a echar en falta algo más especial. No resulta sorprendente que Cheever fuese capaz de dibujar un afortunado boceto y de formular con acierto una frase evocadora, pero la mayoría de sus actitudes eran bastante corrientes; apenas se interesaba por las ideas y prácticamente nada por la política, y las opiniones literarias de las que dejó testimonio solían ser simples me gusta o no me gusta. Este es el caso, sobre todo, de la primera mitad del libro, que llega hasta mediados de la década de 1950. Hay que hacer la excepción del primer año de Cheever como soldado en la Segunda Guerra Mundial. Las miserias de la instrucción básica en Carolina del Sur y el tiempo que pasó en infantería en Georgia antes de ser trasladado al Cuerpo de Señales le proporcionaron algo duro a lo que reaccionar, y sus relatos de la vida castrense son proporcionalmente contundentes (además de sombríamente divertidos). Tras lo cual, sin embargo, vuelve a la cotidianeidad, las trivialidades y las anécdotas de mascotas. Su primer relato se publicó en 1930 en The New Republic; su relación con The New Yorker empezó en 1935, pero otros éxitos más significativos lo esquivaron durante muchos años. Sus ingresos eran escasos, y aunque terminó al menos dos novelas, no logró encontrar editor para ninguna de ellas. Afortunadamente, en 1956 Metro-Goldwyn-Mayer compró los derechos de uno de sus relatos por 40.000 dólares, una cantidad importante en esa época que cambió decisivamente su situación financiera. Al cabo de unos meses, Cheever terminó su novela La crónica de los Wapshot, que se publicó al año siguiente y le granjeó el Premio Nacional del Libro. A partir de ese momento, el interés de las cartas crece. Cheever viaja al extranjero, amplía sus horizontes, y también empieza a encaminarse hacia las crisis que habrían de atormentar sus años posteriores y añadir profundidad a su narrativa. Aun así, en lo que a literatura se refiere, sigue quedándose cerca de la superficie, y se conforma con cosas como un entretenido relato de la ceremonia de entrega del Premio Nacional del Libro, algún atisbo de sus transacciones con The New Yorker, o el exabrupto de un cualquiera contra Henry James. Lo demás son comentarios de pasada sobre sus contemporáneos, en su mayoría despectivos. No se puede negar que estos últimos tienen su interés, como suele ocurrir con las ofensas. En un caso -el de sus comentarios sobre John Updike-, el interés es considerable. Los dos eran amigos, pero es evidente que Cheever veía a Updike como un rival y una amenaza. Lo que dice de él en sus cartas -a sus espaldas, de hecho- me recuerda un poco lo que decía Oscar Wilde de que la amistad entre escritores era “remover el cuenco del veneno”. Hacia finales de la década de 1960, Cheever fue presa de lo que solía definir -tomando un término francés- como “el cafard”, el abatimiento absoluto. Su matrimonio se derrumbaba y él bebía a más no poder (de ello lo salvaron al final una temporada en una clínica y en Alcohólicos Anónimos). Aunque, con respecto a este tema, casi todo son conjeturas, es difícil creer que la raíz de sus problemas no fuese su bisexualidad o, más bien, la culpa y el ocultamiento que esta originaba. Los primeros indicios incuestionables de sus relaciones sexuales con hombres no aparecen en las cartas hasta 1974, pero, cuando lo hacen, dirigen la mirada al pasado tanto como se regocijan en los amores presentes. En una carta en particular, recuerda, con exageración cómica, una noche explosiva pasada con el fotógrafo Walker Evans cuando Cheever aún era muy joven. “En público”, informa Benjamin Cheever, “era un ardiente heterosexual”. (En privado también, la mayor parte del tiempo). Los comentarios despectivos que solía hacer acerca de otros homosexuales indican más escisión interna que hipocresía, al igual que la crudeza con la que a veces hablaba de su propia conducta -por ejemplo, poco antes de morir- cuando, por fin, sintió la necesidad de contar a Benjamin la verdad. Nada de esto hizo más llevadera la suerte de su hijo, sobre todo teniendo en cuenta las dudas y la confusión juvenil de este. Entre padre e hijo hubo muchas tensiones, y Benjamin habla de ellas francamente, aunque deja claro que estuvieron enmarcadas y circunscritas por un afecto fundamental. “Hay que ser uno mismo”, escribía Cheever a uno de sus amantes, aspirante a escritor. Un consejo difícil de seguir, pero esencial para un artista, y al novelista le corresponde el triunfo de haber llegado a ser cada vez más él mismo en sus últimas obras, la subestimada Bullet Park, que (como señala Benjamin) escenifica la división entre las facetas cariñosa y destructiva de su naturaleza, y Falconer, en la que trata, indirectamente, su sexualidad. Su historia fue una historia con final feliz. Cartas, sin embargo, hace que el lector tome conciencia del coste humano que tuvo para el autor llegar a ese desenlace. © New York Times Book Review