Andrés Neuman
Tras seis años de ausencia, el escritor regresa con Fractura (Alfaguara), una novela con dos hemisferios que combina la historia del señor Watanabe, superviviente de Hiroshima y Nagasaki, con los monólogos de las cuatro mujeres con las que ha compartido su vida. Un recorrido político y sentimental por el siglo XX que nos habla del precio de la memoria y de cómo los acontecimientos realmente importantes se expanden haciendo temblar todo el mundo.
A través de la historia de Yoshie Watanabe, superviviente de Hiroshima y Nagasaki, y con el desastre de Fukushima como telón de fondo, Neuman construye en Fractura un recorrido paralelo. Por un lado, una reflexión sobre memoria, olvido y culpa, individual y colectiva, y por otro, un viaje político y sentimental por el siglo XX por boca de cuatro mujeres de épocas y países diferentes que nos demuestran que los acontecimientos realmente importantes no son propios de un lugar determinado, sino que se expanden en círculos concéntricos haciendo temblar todo el mundo.
Pregunta. - ¿Qué supuso para usted el desastre de Fukushima? ¿Cómo considera que replanteó el debate nuclear latente durante buena parte del siglo XX?
Respuesta.- En cierto modo funcionó como reverberación de Chernóbil, además de coincidir siniestramente con su 25° aniversario. Obligó al mundo entero a repensar sus fuentes de energía y los intereses que las condicionan. Fue como si las ondas expansivas del terremoto y el tsunami de aquel día hubieran desbordado las fronteras. Viendo las imágenes, muchos nos hicimos la misma pregunta: ¿cómo puede repetirse un hongo nuclear justo en Japón? ¿Cómo llegan los países a basar su futuro en aquello que los destruyó? La energía es quizás el gran tema pendiente de nuestra época. Hoy aún más, si tenemos en cuenta que la realidad post-Trump proyecta sombras nucleares muy específicas. Y es también un problema democrático, porque ningún país permite a sus ciudadanos tomar decisiones sobre sus propios recursos energéticos, y ni siquiera les cuenta la verdad acerca de su gestión. La energía es un fluido que atraviesa el mundo, igual que sus residuos, el dinero o el amor.
P.-¿Cómo nació el personaje de Yoshie Watanabe?¿Cómo pudo repetirse un hongo nuclear en Japón?¿Cómo llega un país a basar su futuro en aquello que lo destruyó?"
R.-Me impresionó el caso de Tsutomu Yamaguchi, que estuvo en Hiroshima y en Nagasaki los días de las bombas, y murió a los 93. Pensando en historias como la suya, no podía dejar de preguntarme: ¿qué nuevo género de mortalidad se inaugura en individuos así, qué conciencia fantasmagórica adquieren? Siempre recuerdo que uno de los hombres más longevos del mundo fue un superviviente de Auschwitz, como si hubiera perdido su forma de morir. El señor Watanabe, que se fue emancipando y conectando con muchas inquietudes personales, puede leerse como un desarrollo imaginario de esas vidas. Una especie de ciudadano colectivo.
P.- El personaje arrastra una mezcla de incredulidad y culpa por seguir vivo, esa sensación del superviviente de tener una vida prestada. ¿Cómo se lidia con eso?
R.- Es muy cómodo pensar que un superviviente se siente aliviado por seguir aquí. Ese instinto de gratitud se cruza con otros conflictos. No todas las víctimas están dispuestas a identificarse como tales. Existe una tensión entre reconocer las cicatrices propias y la fantasía de borrarlas. Lo cuenta Kenzaburo Oé en sus crónicas sobre Hiroshima. De las guerras y masacres muchos salen más callados. Un superviviente pierde espacio en común con sus semejantes, ha pisado un terreno sin tribu. Pero, más allá de los casos extraordinarios, me interesaba explorar una forma más extendida de culpa: la de quienes no sufren la misma tragedia que sus contemporáneos. Todos los que sobreviven sin grandes daños y, en apariencia, retoman sus vidas con normalidad. La novela se plantea cómo funciona el trauma de lo que podría habernos pasado. Hay efectos secundarios que son invisibles.
P.- En su reciente ensayo Elogio del olvido, David Rieff planteaba cómo el recuerdo puede ser tóxico, y, a veces, es mejor olvidar. ¿Qué postura es la correcta, recuerdo u olvido?
R.- Cada personaje defiende opiniones distintas según su personalidad, su nacionalidad y el momento que le toca vivir. Algunos ponen en duda que, desde el presente, podamos entender realmente el pasado. Para otros, no trabajar el pasado te deja sin presente, porque el trauma que no se dice no puede olvidarse. Ahora bien, conviene no simplificar en qué consiste una memoria histórica. La dicotomía entre mirar atrás o seguir adelante me parece falsa. Pienso que lo segundo, que es muy necesario, depende de hacer lo primero con honestidad. Personalmente me quedaría con el kintsugi, el antiguo arte japonés, con implicaciones emocionales y políticas de reparar las grietas de un objeto mostrando el lugar por donde se rompió.
Fronteras en movimiento
P.- La vida de Watanabe le sirve para recorrer varias décadas de historia occidental desde varias ciudades representativas, ¿por qué esas ciudades y por qué esas épocas en cada una?R.- Son ciudades y períodos clave, muy sensibles en cuanto al juego de memoria y olvido: el París de la posguerra y la Nouvelle Vague, la combativa Nueva York post-Vietnam, el Buenos Aires de post-dictadura, el Madrid que siguió a la Transición y la entrada en la UE… Son países donde he vivido o que he visitado con frecuencia. Siempre me han interesado los territorios extranjeros como oportunidad para repensar la identidad propia, que tampoco es algo dado de antemano, sino una pregunta en marcha. Como nos enseña la narrativa, a veces la distancia es la manera más efectiva de observar lo cercano. Por eso trabajo con la noción de la antípoda, de ese lugar que creemos remoto hasta que pasa algo que nos lo acerca y nos devuelve un reflejo.
R.- La literatura y el cine japoneses han sido siempre una de mis obsesiones. Por su identidad tradicionalmente poco mezclada, Japón me parecía el punto de partida perfecto para un experimento narrativo donde las fronteras estuvieran en permanente movimiento. Quizá para mí la cuestión de fondo es si de verdad tiene sentido dividir geográficamente los acontecimientos decisivos de nuestro tiempo, o si crecen en círculos concéntricos hasta afectarnos a todos. La costumbre de dividir por nacionalidades desgracias que se parecen puede ser una forma de ceguera.
En busca del horror
P.- Las mujeres que han conocido a Yoshie reconstruyen un Watanabe siempre diferente, incluso opuesto. ¿Hasta qué punto somos reales en la memoria de los otros?R.- Todos somos muy provisionalmente reales. Me fascina y desconcierta nuestra capacidad para ser personas distintas cuando cambiamos de lugar, compañía o idioma. Y, por supuesto, dependiendo de quién nos recuerde. Nuestra intimidad va modulándose con nuestras experiencias. También me atraía mucho contar, a través de un seguimiento de varias décadas en la vida de un mismo personaje, las diferentes maneras que tenemos de enamorarnos o formar parejas a lo largo del tiempo. Una historia portátil del amor a distintas edades.
P.- Finalmente Watanabe toma la decisión de cerrar el último de esos círculos concéntricos y viaja a Fukushima, ¿por qué?Ahora necesito un largo barbecho. Si uno no se queda totalmente vacío, si no llega al límite, es un mal síntoma de escritura"
R.- Ese viaje en coche es la parte que más disfruté narrando. Ahí su experiencia se acelera, literal y metafóricamente. A lo largo de su vida, Watanabe se ha mudado de casa y de ciudades, como si así pudiera dejar sus sótanos atrás. Quizá tome esa decisión para hacerse cargo de su propio equipaje. Para volver atrás o para todo lo contrario. Como cuenta la novela en un momento clave: ya que el horror parecía perseguirlo, quizá fuera mejor ir a buscarlo.
P.- Tras una escritura tan intensa, ¿le apetece cambiar de género, ya tiene una nueva historia en el horizonte?
R.- Durante estos años en los que se ha ido fraguando la novela he escrito en paralelo varios poemas que publicará La Bella Varsovia bajo el título Vivir de oído a final de año. Sin embargo, no considero que la poesía sea un descanso a los mal llamados géneros mayores, la poesía es el camino. Ahora me apetece y necesito un largo barbecho. Debe ser así, porque si uno no se queda totalmente vacío, si no siente que de algún modo ha llegado a su límite, eso sería un mal síntoma de escritura. El deseo de narrar irá aflorando poco a poco, porque la literatura es una comezón que no cesa.