Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) haya decidido sustentar su nueva novela sobre la base de esa metáfora habla al mismo tiempo de ambición y de peligro: el de que esa referencia tan conocida no se vea alumbrada bajo una luz nueva y, por lo tanto, su recorrido sea demasiado confortable, demasiado obvio. Sabemos que Neuman es un estupendo narrador: Fractura lo reafirma, y sus cerca de quinientas páginas se leen con agilidad y recompensas valiosas. Ahora bien, parte de su planificación general y de su ejecución resultan demasiado visibles. Si la gran novela es un ejercicio consistente en comprobar cuántas cosas aguanta una estructura narrativa sin caerse, digamos que Fractura carga con mucho y no se rompe nunca (algo de un mérito notable), pero aquí y allá se entrevén hilos de la red que sostiene en pie el juego de voces y conceptos.
Fractura propone un arco amplísimo: su protagonista es un superviviente de Hiroshima que, ya anciano, recibe la noticia de la tragedia nuclear de Fukushima. Una corriente al mismo tiempo privada e histórica se activará en él, uniendo ambos acontecimientos y forzándolo a emprender un viaje hacia la zona del desastre. Puntuando ese relato, escuchamos las voces de las mujeres que marcaron la vida del señor Watanabe en París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid. Al fondo, hay un periodista argentino que quisiera escribir un reportaje sobre los desastres nucleares; pero no logra entrevistar al esquivo Watanabe, ni entender qué extraña reverberación despierta en él ese misterioso señor japonés, ni rematar un trabajo que debería ser fríamente periodístico y sin embargo lo aboca a mirar por la ventana, buscándose a sí mismo. Jorge Pinedo, ese periodista, es apenas una referencia de fondo (cuyo encaje con las otras historias es irrelevante), y sin embargo a mí me parece un hallazgo y un acorde oculto necesario en esta arquitectura narrativa que parece haber aprendido alguna lección del Verano de Coetzee, pese a las muchas diferencias esenciales.
Las voces femeninas son perfiles psicológicos muy logrados; pero las fórmulas lingüísticas utilizadas para caracterizar sus coordenadas pecan de evidentes. Por ejemplo, eso es muy ineficaz en el caso de Lorrie, la mujer neoyorquina, con su discurso puntuado por anglicismos archisabidos y los "ya sabes" traducidos de una charla americana. Son hilos que asoman demasiado; en palabras que otro personaje utiliza al hablar del oficio de la traducción, debe quedar claro que me refiero a "decisiones" estilísticas, no a "deslices". Ocurre que son decisiones chirriantes. Por otra parte, entretejiendo biografía e historia, los personajes de Fractura representan coordenadas culturales y geográficas diversas que permiten engarzar "grandes temas" de la historia contemporánea a la peripecia existencial de Watanabe: cuanto más indirecto es este juego, mejor funciona. En este sentido, las páginas argentinas son impecables. En cambio, otras veces se bordean los peligros de la mera dispersión o de un uso estratégico de momentos estelares (11S, 11M…) en tono cercano a lo que en hace un tiempo habríamos llamado midcult sin despeinarnos.
En cuanto al protagonista, durante buena parte de la novela va perfilándose y desdibujándose simultáneamente bajo la mirada de ellas, como si a lo largo de una vida a la intemperie fuera encontrando algunas presencias cuya sombra cubriera su rostro con claroscuros indeterminados y fugaces. El efecto es indudable, y se ve multiplicado por los capítulos en los que Watanabe se adentra en la región afectada por Fukushima. A partir de ahí, no hay efectismos ni cursilería. El estilo se vuelve abstracto, las frases son sintéticas. Watanabe afirma que, con los años, uno pierde opiniones y gana ideas: es justo lo que ocurre con esta novela a partir del aterrizaje en Sendai. Aquí están sus mejores páginas, concentradas en aquello que de verdad convoca al lector y lo conmueve: la memoria del superviviente y su soledad, precaria pero bellísimamente conectada con el otro. Watanabe deambulando solitario es la salvación de Fractura, su particular kintsugi.
@Nadal_Suau
El kintsugi, esa artesanía japonesa entretejida de psicomagia que consiste en convertir las fracturas de un objeto en parte explícita de su propia belleza, en tanto que pruebas de su historia y de su memoria, tiene tanto de fascinante como de sabido, y a estas alturas casi es un cliché. Que
Fractura propone un arco amplísimo: su protagonista es un superviviente de Hiroshima que, ya anciano, recibe la noticia de la tragedia nuclear de Fukushima. Una corriente al mismo tiempo privada e histórica se activará en él, uniendo ambos acontecimientos y forzándolo a emprender un viaje hacia la zona del desastre. Puntuando ese relato, escuchamos las voces de las mujeres que marcaron la vida del señor Watanabe en París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid. Al fondo, hay un periodista argentino que quisiera escribir un reportaje sobre los desastres nucleares; pero no logra entrevistar al esquivo Watanabe, ni entender qué extraña reverberación despierta en él ese misterioso señor japonés, ni rematar un trabajo que debería ser fríamente periodístico y sin embargo lo aboca a mirar por la ventana, buscándose a sí mismo. Jorge Pinedo, ese periodista, es apenas una referencia de fondo (cuyo encaje con las otras historias es irrelevante), y sin embargo a mí me parece un hallazgo y un acorde oculto necesario en esta arquitectura narrativa que parece haber aprendido alguna lección del Verano de Coetzee, pese a las muchas diferencias esenciales.
Las voces femeninas son perfiles psicológicos muy logrados; pero las fórmulas lingüísticas utilizadas para caracterizar sus coordenadas pecan de evidentes. Por ejemplo, eso es muy ineficaz en el caso de Lorrie, la mujer neoyorquina, con su discurso puntuado por anglicismos archisabidos y los "ya sabes" traducidos de una charla americana. Son hilos que asoman demasiado; en palabras que otro personaje utiliza al hablar del oficio de la traducción, debe quedar claro que me refiero a "decisiones" estilísticas, no a "deslices". Ocurre que son decisiones chirriantes. Por otra parte, entretejiendo biografía e historia, los personajes de Fractura representan coordenadas culturales y geográficas diversas que permiten engarzar "grandes temas" de la historia contemporánea a la peripecia existencial de Watanabe: cuanto más indirecto es este juego, mejor funciona. En este sentido, las páginas argentinas son impecables. En cambio, otras veces se bordean los peligros de la mera dispersión o de un uso estratégico de momentos estelares (11S, 11M…) en tono cercano a lo que en hace un tiempo habríamos llamado midcult sin despeinarnos.
En cuanto al protagonista, durante buena parte de la novela va perfilándose y desdibujándose simultáneamente bajo la mirada de ellas, como si a lo largo de una vida a la intemperie fuera encontrando algunas presencias cuya sombra cubriera su rostro con claroscuros indeterminados y fugaces. El efecto es indudable, y se ve multiplicado por los capítulos en los que Watanabe se adentra en la región afectada por Fukushima. A partir de ahí, no hay efectismos ni cursilería. El estilo se vuelve abstracto, las frases son sintéticas. Watanabe afirma que, con los años, uno pierde opiniones y gana ideas: es justo lo que ocurre con esta novela a partir del aterrizaje en Sendai. Aquí están sus mejores páginas, concentradas en aquello que de verdad convoca al lector y lo conmueve: la memoria del superviviente y su soledad, precaria pero bellísimamente conectada con el otro. Watanabe deambulando solitario es la salvación de Fractura, su particular kintsugi.
@Nadal_Suau