Hace unos años, la editorial Hogarth anunció una iniciativa fascinante: una serie de novelas basadas en las obras más famosas de Shakespeare. Hasta ahora ha reclutado a ocho novelistas para que reinterpreten otras tantas piezas teatrales. En La semilla de la bruja, cuarta novela de la serie, Margaret Atwood (Ottawa, 1939) se ha encargado de La tempestad. El escenario es el Canadá de nuestros días, y su Próspero es Félix, el director artístico de un festival de teatro de Ontario. En la obra original, Próspero es desposeído del título de duque de Milán por su taimado hermano Antonio. En la versión de Atwood, el personaje de Antonio es Tony, socio de Félix en el festival, que se ocupa de las cuestiones logísticas mientras el segundo se dedica a llevar a escena producciones atrevidas. En su Pericles aparecen extraterrestres, y en el montaje de Macbeth hay motosierras.
Al igual que Próspero, Félix es viudo y padre. En La semilla de la bruja, sin embargo, también pierde a su hija Miranda cuando esta muere de repente a los tres años. Inmediatamente después del funeral, Félix se sumerge en una nueva producción de La tempestad que será el montaje más vanguardista y ambicioso que haya realizado nunca y en el que él mismo interpretará a Próspero. El director resucitará a su perdida Miranda en escena.
Pero, antes del estreno, Tony da un golpe de mano. Con el consentimiento de la junta directiva, nombrada por él mismo, y de su amigo Sal, del Ministerio de Patrimonio de Canadá -una división del Gobierno canadiense que financia los festivales de teatro-, Tony se apodera de la dirección artística y hace que los vigilantes de seguridad acompañen a Félix a la salida. El exdirector alquila una destartalada casa de campo y se instala en un exilio melancólico.
En el cuarto acto de La tempestad, Próspero convoca a un grupo de espíritus para que distraigan a su hija y a su prometido. Acuden ninfas y diosas, pero la fiesta no ha hecho más que empezar cuando el humor de Próspero cambia súbitamente. Despide a los espíritus y explica a su desconcertado futuro yerno que “estos actores nuestros… eran todos espíritus, y se han fundido en el aire, en sutil aire”.
En la inquietante reinterpretación de Atwood, Miranda también es un espíritu que brota del aire y se funde con él en la casa de campo de su padre. Si bien en La semilla de la bruja el reino perdido puede parecer insignificante -un festival de teatro en comparación con la ciudad de Milán-, el festival lo era todo para Félix, y la pérdida de la hija aporta una capa de angustia de la que la pieza teatral carece. A medida que Félix pasa los años en soledad, obsesionado con la venganza, le gusta imaginar que no está solo. Cuando se da cuenta de que puede oír realmente la voz de su hija, decide que ha llevado la soledad demasiado lejos y encuentra trabajo como profesor en la cárcel local. En la clase, que enseguida alcanza una enorme aceptación, los presos estudian y representan a Shakespeare.
Un estilo delicioso y conciso está al servicio de un relato profundamente conmovedor y atravesado de humor
Félix disfruta volviendo a relacionarse con el mundo exterior, aunque ello no reste realidad a Miranda. Atraído por Estelle, la profesora que supervisa el programa, no actúa en consecuencia porque “tiene una hija dependiente, y el deber con ella es lo primero”. Su relación con la realidad es incierta. Cuando no está cuidando de su fantasmal hija, sigue obsesivamente la pista de sus enemigos por el océano de internet.
Doce años después de la muerte de Mirada y de que Félix fuese despedido del festival, Estelle le revela que el fiscal tiene el programa de alfabetización en el punto de mira, pero que ella ha conseguido que dos ministros asistan a una representación. Los ministros son Sal y Tony. Los enemigos de Félix le serán entregados en la cárcel.
En El hueco del tiempo, la reinterpretación de El cuento de invierno de Jeanette Winterson para Hogarth, la autora optó por abordar los elementos más alocados de la obra por medio de un videojuego, en el que el tiempo se convierte en un jugador. En La semilla de la bruja, Atwood opta directamente por la propia obra. Cuando se entera de que sus enemigos van a ser puestos a su disposición, Félix decide montar en la cárcel una representación inusualmente interactiva de La tempestad.
En cierto modo, es una decisión elegante: la isla de Próspero es cárcel y teatro al mismo tiempo; la obra dentro de la obra era uno de los recursos favoritos de Shakespeare, y Atwood ha utilizado antes la novela dentro de la novela con efectos espectaculares. Pero, por eso mismo, la decisión de representar La tempestad dentro de La semilla de la bruja se puede entender en cierta medida como falta de imaginación.
Hasta aquí, la novela es una maravilla de estilo delicioso al tiempo que conciso, al servicio de un relato profundamente conmovedor y, sin embargo, atravesado de humor, con un argumento que conserva una considerable sutileza aun cuando la historia original encaje a la perfección. Sin embargo, el montaje de La tempestad en la cárcel da lugar a algunos de los elementos más torpes de la novela. A veces se tiene la extraña sensación de que, excepto el lector, todo el mundo está bajo el hechizo del mago. Puede que esto sea lo que se busca -al fin y al cabo, los personajes de La tempestad están bajo el hechizo de Próspero, pero no el público-, aunque parece una oportunidad perdida.
De hecho, el único personaje verdaderamente desarrollado de la novela es Félix. ¿Cómo, se pregunta éste en determinado momento, pensó que iba a ser capaz de interpretar a Próspero? “¡Hay tantas contradicciones en Próspero! ¿Un noble por derecho y un ermitaño? ¿Un anciano mago cargado de sabiduría y un viejo vengativo?”
Félix también es todo eso, y en la inestabilidad y la complejidad de su carácter es donde la novela da sus giros más oscuros e interesantes. Félix cree y no cree que vive con el fantasma de su hija. A veces es sincero; otras, está interpretando un papel, sobre todo cuando está con Estelle. Cuando atrapa a sus enemigos en el psicodélico infierno de una experiencia teatral interactiva piensa que su venganza está justificada. Pero cuando convence a uno de sus adversarios de que su hijo ha muerto, su crueldad se magnifica exponencialmente porque sabe lo que es perder un hijo.
La semilla de la bruja cautiva y estremece sobre todo cuando Atwood se explaya sobre la relación de Félix con su hija. ¿Miranda está realmente en la casita de campo? ¿Qué significa ser real, estar presente, en el contexto de una obra poblada de espíritus? Félix está deseoso de verla por la noche, cuando vuelve a casa tras el ensayo. “Al principio cree que no está, y su corazón se derrumba. Entonces la detecta. Allí está, al lado de la mesa”. En La tempestad es tan cierto que Miranda está atrapada como que lo están Ariel y Calibán. Hacia el final de La semilla de la bruja, Félix empieza a darse cuenta de que si Ariel anhela que lo liberen en la naturaleza, quizá la niña perdida de su casa de campo anhele lo mismo.
© New York Times Book Review