Lucien Freud: David Hockney, 2002 (detalle)
Amado por sus pinturas plácidas y cristalinas de soleados bungalows californianos y desnudos masculinos al pie de una piscina de las décadas de 1960 y 1970, a David Hockney se le suele describir como el más grande artista británico vivo, e incluso como el pintor vivo más popular. El culto a Hockney, de 79 años, continúa en una serie de libros recientes, entre ellos el catálogo de la exposición 82 retratos y 1 bodegón que se celebró el pasado verano en la Royal Academy [hoy en el Guggenheim Bilbao] y Una historia de las imágenes, una conversación entre el artista y el crítico de arte Martin Gayford, espléndidamente ilustrada.
“Las imágenes”, afirman Hockney y Gayford en el prólogo, adelantando su tesis, “rara vez se han considerado una categoría en sí mismas”. La fotografía, la pintura y el cine -añade Gayford- pertenecen a una historia común que “desborda los límites normales entre la alta y la baja cultura, las imágenes en movimiento y las fijas, e incluso entre las buenas y las malas”.
Muchas de las ideas de Una historia de las imágenes están en deuda con El conocimiento secreto (2001), el libro en el que el artista sostenía la polémica idea de que los maestros antiguos de la pintura, desde Van Eyck hasta Ingres, utilizaron diversos artilugios protofotográficos -como la cámara oscura, la cámara lúcida y el espejo convexo- para sus capturas ópticas del mundo. No obstante, Una historia de las imágenes no es tanto una teoría coherente como una charla refinada, adornada con una magnífica colección de imágenes guiada por los gustos de Hockney. Obras maestras incuestionables como Las Meninas de Velázquez conviven con curiosidades de la historia del arte: un confuso Vermeer temprano; la abstracción de Ellsworth Kelly de dos volúmenes curvos contiguos de la que se dice que es la representación pícara de “los traseros de dos chicos puestos juntos”; una fotografía compuesta de Lincoln con una imagen de la cara del presidente obra de Mathew Brady incrustada en el cuerpo del político proesclavista John C. Calhoun.
Hockney no es el primero en reclamar una historia de las imágenes. En el crisol de las guerras culturales de la década de 1990, este impulso igualitario se institucionalizó bajo el epígrafe de “cultura visual”, un nuevo campo interdisciplinar creado para subsanar lo que se consideraba el elitismo de la historia del arte, su canon de genios y sus jerarquías de valor. Sin embargo, el término “imágenes” también tiene cierto sabor aristocrático con ecos del culto estético que el XVIII rendía a lo “pintoresco”, en una atemperación muy británica de los excesos del romanticismo continental.
En consecuencia, el tête-à-tête entre Hockney y Gayford parece más un pretexto para hacer comparaciones formales ingeniosas -por ejemplo, entre los ojos empañados de Ingrid Bergman en Casablanca y la Magdalena penitente de Tiziano- que un método para trascender las viejas ideas acerca de qué es “alta cultura”. No hace falta devanarse los sesos para reconocer, en la primera frase del libro, la polémica contra Duchamp y, más nítidamente, contra su hijo pródigo, Damien Hirst. “Una vez vi una pintura maravillosa de Picasso que representaba un búho”, cuenta Hockney. “Supongo que, hoy en día, el artista se habría limitado a disecar el pájaro y meterlo en una caja. Un trabajo de taxidermia. El búho de Picasso, en cambio, habla de la contemplación de un búho por un ser humano, lo cual es mucho más interesante que un espécimen conservado”. Hay en el libro una insistencia casi moral en las virtudes de la observación pictórica frente a la mirada instantánea y alienada de la fotografía. “No sé si la fotografía es un arte”, admite Hockney. Si, a pesar de su eclecticismo, Una historia de las imágenes afirma el carácter excepcional de la pintura, la última exposición de Hockney asegura el puesto del artista como custodio de esta noble tradición. Como dice el historiador del arte Tim Barringer en el catálogo, los 82 retratos de Hockney realizados entre 2013 y 2016 representan “una vigorosa reafirmación del valor de la pintura sobre la fotografía y el universo digital de la creación de imágenes”.
Realizados en periodos de tres días, cada retrato representa a su protagonista sentado en una butaca tapizada de blanco contra un fondo bicolor. El pintor toma sus personajes sedentes de su exclusiva órbita social. Aunque la mayoría no son reconocibles, es posible identificar al magnate de las galerías de arte Larry Gagosian, al arquitecto Frank Gehry y a la diseñadora textil Celia Birtwell, la grácil socialité neoeduardiana del famoso retrato doble El señor y la señora Clark y Percy de Hockney (1970-1971).
Las comparaciones de Barringer con John Singer Sargent, el pintor-adulador de la época de despilfarro de la Gilded Age, producen una sensación compensatoria. Los recientes retratos de Hockney tienen poco que ofrecer en cuanto a seducción visual. La tez caucásica (el grupo es casi exclusivamente blanco) se representa mediante un acrílico exageradamente rosa. El dandismo clorado que proporcionó al joven Hockney irresistible popularidad se ha endurecido, transformándose en un estilo tardío cortés pero sofocante.
“La pintura no puede morir”, insiste el artista. Probablemente tenga razón. A sus fieles, la pintura les seguirá ofreciendo una alternativa al exceso visual de nuestro entorno saturado de imágenes. El culto a Hockney perdurará, si no por la grandeza de sus últimas obras, sí por la idea de grandeza que estas preservan.
© New York Times Book Review