Es célebre el comienzo de la carta que el 7 de febrero de 1914 le escribió Proust a su editor Jacques Rivière: “¡Al fin encuentro un lector que intuye que mi libro es una obra dogmática y una construcción!”. Pero más importancia tiene quizás la misiva previa -la que motivó la respuesta de Proust-, que está perdida: en ella el editor, secretario de redacción de la Nouvelle Revue Française (el importante entonces era él, no Proust) le insufló a Proust una confianza decisiva para la continuación de su inabarcable proyecto literario. También es conocida la carta que Rivière enviaría apenas dos meses después al editor Gaston Gallimard: “Haga cuanto pueda para hacerse con él: créame, más adelante será un honor haber publicado a Proust”.
Como recuerda Juan de Sola en el prólogo de esta Correspondencia (1914-1922), Proust, que había rebasado ya los cuarenta años, era entonces -principios de 1914- “un escritor considerado mundano y ligero”, colaborador de Le Figaro, traductor esporádico, autor de un libro de discreta difusión (Los placeres y los días) y de otro que se había autoeditado y que era, aunque parezca increíble, Por el camino de Swann, es decir, el primer tomo de En busca del tiempo perdido. La crítica, salvo excepciones, había criticado sus “excesos”, y ante los lectores había pasado poco menos que inadvertido. El poderoso Gide, asumiendo su error por haberlo rechazado, diría más tarde que, además de haber leído solo un par de páginas del manuscrito, se dejó llevar por sus prejuicios: “Para mí, seguía usted siendo aquel que frecuenta asiduamente a las señoras X... y Z... [...] Lo tenía por un esnob, un mundano aficionado, lo más fastidioso que uno pueda concebir para nuestra revista”.
Unas 100.000 cartas
Embarcado así pues en una obra que crecía y crecía sin un final a la vista, en 1914 Proust estaba todavía lleno de dudas. Y encerrado, enfermo, aislado. Aunque, según los estudiosos de su correspondencia, el autor fue consciente de la importancia de su proyecto a partir de 1909, el reconocimiento de Riviére habría de animarle a continuar.
La correspondencia duró hasta la muerte del escritor, que ocurrió apenas dos años antes que la de Rivière, también prematura (murió a los 38 años). Aunque constituye una mínima parte de las 100.000 cartas que, según Philip Kolb, antólogo de su correspondencia, escribió a lo largo de su vida, esta correspondencia revela más que ninguna otra sobre el desempeño artístico de Proust y sobre el ecosistema literario de su tiempo, con sus sorprendentemente contemporáneas miserias y grandezas. “Proust fue un corresponsal compulsivo, maniaco, que en muchos casos se sirvió de la carta como herramienta no ya complementaria, sino directamente sustitutiva de la conversación personal”, señala De Sola, también traductor del volumen, en el prólogo. Ilustra esta manía proustiana con una anécdota: durante una época, aún viviendo con su madre, pero con horarios muy poco compatibles, el único intercambio entre ellos se producía “mediante cartas que se dejaban mutuamente en un jarrón de la sala de estar”.
La correspondencia (de “romance intelectual verdadero” la califica De Sola) muestra también hasta qué punto Proust quería controlarlo todo, incluidas las críticas elogiosas. En julio de 1914 le pide a Riviére que no le envíe su libro a Maurice Rostand, un crítico que había elogiado Por el camino de Swann en términos que a Proust le parecían excesivos. “De todos los artículos que se han escrito sobre mi libro, quizá sea éste uno de los dos o tres en que más me sorprende lo ridículo de la exageración”. Lo cierto es que, como señala De Sola, elogiosamente sólo habían escrito un puñado de amigos suyos.
Pero Proust recela también de lo que pueda decir de él su gente cercana. En 1919, le pide a Rivière que no escriba un artículo sobre su obra: “Me dice que está cansado, entonces descanse, su silencio me resultará agradable, puesto que estará hecho de las horas de su descanso; su artículo sería como un cilicio, puesto que todas las puntas me herirían con su cansancio”.
A medida que el tiempo avanza, crece la confianza entre ambos y se resiente la salud de Proust, lo literario va mezclándose con las urgencias físicas (resfriados, agotamiento, estados nerviosos y febriles), que a menudo condicionan la escritura de las cartas. Ya en los meses finales, Proust dicta a menudo sus cartas a otros o encarga directamente que las escriban por él. Su carácter puntilloso -enfermizamente puntilloso- se mezcla entonces con la sensación de que la enfermedad acabará por vencerlo. Un mes antes de morir escribe: “Me has engañado haciéndome creer en correcciones de las que no se había hecho ni una. Déjame, mi sufrimiento llega hoy hasta el desamparo. Ya no confío en ti”.
Rivière, paciente, reacciona con elegancia: “Tengo grandes remordimientos por haberte dado un motivo añadido de cansancio y preocupación”. Otras veces, Proust se parapeta tras su enfermedad. Tras una prolija lista sobre correcciones pero también sobre algún capricho, termina una carta: “Siento haberle hablado sólo de mí, pero todas las cosas que tenía que decirle me han exigido tanto esfuerzo, en el estado en que me encuentro, que no puedo escribir ni una línea más y me limito a mandarle un saludo cordial”.
Enfermedad y muerte
En realidad, la enfermedad recorre toda la correspondencia, como recorre su existencia, como es sabido, desde que el asma le impidió hacer vida normal. Ya en 1914, Proust confiesa haber “desterrado” de sí cualquier proyecto, puesto que, dice, “el miedo a no poder hacerlo me causa demasiada desazón”. ¿Habría concluido su obra maestra de no haberse cruzado Rivière en su camino? Desde 1906, Proust permanece en casa, dejada atrás su vida anterior en los salones parisinos. Deja de traducir (una actividad fomentada por “mamá”) y escribe. Rivière se tiene que acostumbrar a no verle: “A veces sucede que a ciertas horas (sobre todo por la noche) me siento bastante bien. Si me llamara una de esas noches, estaría encantado de charlar con usted. Bastaría con que me permitiera quedarme tumbado”. En las últimas cartas del volumen toman la palabra personas cercanas al escritor que se encargan de comunicar el deterioro final a su buen amigo y correspondiente. Entre ellos, Céleste Albaret (enfermera, amiga, ama de llaves y autora de Monsieur Proust, que aquí publicó Capitán Swing) y el músico Reynaldo Hahn. Las cartas previas de Proust relatan, en fin, un verdadero combate para poder dejar su obra a punto para la posteridad.