Anne Sexton con su hija Linda, hacia 1953
Pocas vidas de escritores han sido diseccionadas tan incansablemente como la de Anne Sexton (Newton, Massachusetts, 1928-Weston, Massachusetts, 1974). El gran tema de la poeta, por supuesto, era ella misma. Sus composiciones anatomizaban febrilmente sus estados de ánimo, sus crisis, sus ansiedades, su matrimonio y su divorcio, y crearon un autorretrato continuo: Anne Sexton, la adolescente rebelde obsesionada con los chicos, “y los cigarrillos, y los coches”; Anne Sexton, el ama de casa de mediana edad que vive en un barrio residencial y “lleva rubíes y compra tomates”; Anne Sexton, la madre estresada a la que se le aparecen “ángeles feos”; Anne Sexton, la inválida emocional, “reina de este hotel de verano” conocido como Bedlam. Desde su suicidio en 1974, otros han asumido la tarea de narrar su vida. En una jugada sorprendente y sumamente polémica, Martin Orne, psiquiatra de la poeta, entregó más de trescientas cintas de sus sesiones de terapia a la escritora Diane Middelbrook. Esta, por su parte, se basó en gran medida en las grabaciones para su biografía de Sexton, publicada en 1991, y creó un libro que refería con todo detalle sus crisis emocionales, sus fantasías suicidas, sus relaciones incestuosas y sus aventuras adúlteras. Ahora tenemos ante nosotros un nuevo relato de esa tempestuosa vida narrado desde el punto de vista de su hija mayor y albacea literaria, Linda Gray Sexton (Newton, 1953). Dado que su autora colaboró en la biografía de Diane Middlebrook, en el libro hay pocas novedades en lo que se refiere a detalles fácticos. Lo que confiere a esta autobiografía su poder y su emotividad es la descripción sincera, a menudo dolorosa, de los esfuerzos de una hija por hacer las paces con su poderosa y emocionalmente turbulenta madre. En sus páginas, Sexton se enfrenta no solo al abuso sexual y a los malos tratos emocionales por parte de esta, sino también a las consecuencias psicológicas de su oficio de escritora y al hecho de que explotase sistemáticamente su infancia y su juventud en busca de material literario y divulgase los problemas de la familia para que el mundo los viese. No cabe duda de que ser hija de Anne Sexton no fue fácil. Tanto la enfermedad mental de la poeta como el don que le permitía convertir su tormento emocional en arte la empujaban a alejarse de sus hijos. De hecho, Linda y su hermana Joy crecieron temiendo la oscura resaca de la locura de su madre, recelando que las abandonase a través del suicidio o la hospitalización. Cuando se encontraba mejor y se entregaba al trabajo, podía ser igual de huidiza. Linda recuerda cómo dejaba bruscamente la comida en la mesa y volvía corriendo a la máquina de escribir. “Me daba cuenta de que lo interrumpía de mala gana cuando yo le daba la lata pidiéndole una galleta o un cuento; de que mis preguntas y mi necesidad de estar cerca de ella le molestaban”, cuenta. “Yo quería acurrucarme en su regazo, pero ella quería concentrarse. Desesperada, ponía un disco o me instalaba delante del televisor y volvía a su escritorio”. “Cuando estoy así, cualquier cosa que me pidan es excesiva”, le explicaba Anne Sexton a su psiquiatra en una cinta que su hija reprodujo más tarde. “Quiero que se vaya, y ella lo sabe”. Otras veces, cuenta la autora, su madre la agobiaba con sus peticiones. Recuerda que la acosaba sexualmente y la intimidaba hablando abiertamente de sexo. También que fingía ser una niña y la obligaba a adoptar el papel de madre, y que montaba en cólera posesiva cuando su primacía en la vida de su hija se veía amenazada por un terapeuta o un novio. No obstante, aunque a menudo dé la impresión de que Anne Sexton fue una madre auténticamente monstruosa, en el libro también hay pasajes de una gran ternura. Salta a la vista que los sentimientos de ira y resentimiento de Linda Grey Sexton reposaron siempre sobre una sólida base de amor y adoración, y que esa parte de ella nunca dejó de querer imitar y complacer a su madre. Cuenta que, siendo niña, se dio cuenta de que, si quería compartir la vida de su madre, tenía que aprender a amar la poesía. “Si quería estar cerca, ser indispensable, una compañera”, recuerda, “las palabras y el lenguaje serían los ladrillos con los cuales construiría el puente”. Y así, con el tiempo, Linda se convirtió en escritora y, al igual que Anne, aprendió a usar las palabras para lidiar con los fantasmas familiares. Con este libro se ha servido, además, del poder del confesionario. Aunque los capítulos que abren y cierran la autobiografía, en los que Sexton intenta sintetizar su relación filial, suelen caer en el opaco lenguaje terapéutico de los libros de autoayuda (“intentar definirnos y entendernos en el contexto de esta relación constituye la propia materia de la vida, y como tal, excluye la resolución”), cuando abandona el intento de generalizar y se limita a contarnos la historia de su madre, la autora escribe con una urgencia y un candor cautivadores. Sexton no trata de pasar por alto las dificultades de su relación o resolver la ambivalencia de sus propias emociones. Antes bien, ha puesto por escrito estos conflictos, dejándonos un perturbador retrato de una mujer voluble, imposible y magnética que fue “mentora”, “guía”, “novia”, “maestra”, “confidente” y “creadora” de la autora. © New York Times Book Review
Dos de los poemas de Buscando Mercy Street
En mi sueño, excavando en el tuétano de todo mi hueso, mi sueño verdadero, camino arriba y abajo por Beacon Hill buscando el nombre de una calle llamada MERCY STREET. No está ahí. Lo intento en Back Bay. No está ahí. No está ahí. Y aún así conozco el número. 45 de Mercy Street. Conozco la vidriera del vestíbulo, los tres pisos de la casa con sus suelos de parqué. Conozco los muebles y a la madre, la abuela, la bisabuela, a los sirvientes. Conozco el armario de Spode la braca de hielo, de plata de ley, donde permanece la mantequilla en cuidadosos cuadrados como un extraño diente de gigante sobre la gran mesa de caoba. La conozco bien. No está ahí. [...] Luego arranco el sueño de cuajo y lo estampo contra la pared de cemento del burdo calendario en el que vivo, mi vida, y sus cientos de cuadernos.Espere, señor. ¿Cuál es el camino a casa? Han apagado la luz Y la oscuridad se revuelve en el rincón. No hay indicadores en esta sala, cuatro señoras, mayores de ochenta, en pañales todas ellas. La la la, oh, la música vuelve a mí, y puedo sentir la melodía que tocaron la noche que me abandonaron en esta institución privada en la colina. Era el asfixiante frío de noviembre, Incluso las estrellas estaban atadas en el cielo y aquella luna brillaba demasiado, desviándose a través de las rejas para clavarme el canto en la cabeza.